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viernes, 29 de marzo de 2013

Historia de un muerto contada por él mismo Alejandro Dumas




Historia de un muerto contada por él mismo

Alejandro Dumas

Una noche de diciembre nos hallábamos reunidos tres amigos en el taller de un pintor. Hacia un tiempo sombrío y frío, y la lluvia golpeaba los cristales con un ruido continuo y monótono.

El taller era inmenso y estaba débilmente iluminado por la luz de una estufa en torno a la que conversábamos.

Aunque todos fuéramos jóvenes y alegres, la conversación había tomado, a pesar nuestro, un aire de aquella noche triste, y las palabras alegres se habían agotado rápidamente.

Uno de nosotros reanimaba constantemente la hermosa llama azul de un ponche que arrojaba sobre todos los objetos circundantes una claridad fantástica. Los grandes bosquejos, los cristos, las bacantes, las madonas, parecían moverse y danzar sobre las paredes, como grandes cadáveres fundidos en el mismo tono verdoso. Aquel vasto salón, resplandeciente de día por las creaciones del pintor, lleno de sus sueños, había tomado aquella noche en la penumbra, un carácter extraño.

Cada vez que la cucharilla de plata volvía a caer en el tazón lleno de licor encendido, los objetos se reflejaban sobre los muros con formas desconocidas y con tintes inauditos; desde los viejos profetas de barba blanca hasta esas caricaturas que cubren las paredes de los talleres, y que parecen un ejército de demonios como los que aparecen en sueños, o como los que dibujaba Goya. Además, la calma brumosa y fría del exterior aumentaba lo fantástico del interior; cada vez que mirábamos aquella claridad por un instante, nos veíamos a nosotros mismos con rostros de un gris verdoso, con los ojos fijos y brillantes como carbunclos, los labios pálidos y las mejillas sumidas. Quizá lo más impresionante era una máscara de yeso, moldeada sobre el rostro de uno de nuestros amigos, muerto hacía algún tiempo, máscara que, colgada cerca de la ventana, recibía en su perfil el reflejo del ponche, lo que le daba una fisonomía extrañamente burlona.

Todo el mundo ha sufrido como nosotros la influencia de salones vastos y tenebrosos, como los describe Hoffmann o como los pinta Rembrandt; todo el mundo ha experimentado, al menos una vez, esos miedos sin causa, esas fiebres espontáneas a la vista de objetos a los que el rayo pálido de la luna o la luz dudosa de una lámpara otorgan una forma misteriosa; todo el mundo se ha encontrado en una habitación grande y sombría, junto a un amigo, escuchando algún cuento inverosímil y experimentado ese terror secreto que se puede hacer cesar de golpe encendiendo una lámpara o hablando de otra cosa, lo que evitamos hacer, porque es muy grande la necesidad de emociones, verdaderas o falsas, que tiene nuestro pobre corazón.

En fin, aquella noche, éramos tres. La conversación, que nunca toma la línea recta para llegar a su meta, había seguido todas las fases de nuestras ideas veinteañeras: unas veces ligera como el humo de nuestros cigarrillos, otras vivaz como la llama del ponche, otras sombría como la sonrisa de aquella máscara de yeso.

Habíamos llegado a un punto en el que no hablábamos siquiera; los puros, que seguían el movimiento de las cabezas y de las manos, brillaban como tres aureolas girando en la sombra.

Era evidente que el primero que abriera la boca y que turbara el silencio, aunque fuera para una broma, causaría inquietud a los otros dos: hasta tal punto estábamos sumidos, cada uno por nuestro lado, en una ensoñación miedosa.

–Henri –dijo el que vigilaba el ponche, dirigiéndose al pintor–, ¿has leído a Hoffman?

–¡Por supuesto! –respondió Henri.

–Y, ¿qué piensas de él?

–Pienso que es admirable, y tanto más cuanto que creía evidentemente en lo que escribía. Por lo que a mí respecta, sólo sé que cuando lo leía por la noche, me iba a la cama frecuentemente sin cerrar mi libro y sin atreverme a mirar detrás de mí.

–¿O sea, que te gusta lo fantástico?

–Mucho.

–¿Y a ti? –pregunto dirigiéndose a mí.

–También.

–Pues bien, voy a contaros una historia fantástica que me ocurrió.

–Esto no podía acabar de otro modo; cuenta.

–¿Es una historia que te ocurrió a ti mismo? –pregunté.

–A mí mismo.

–Pues cuenta, hoy estoy dispuesto a creer todo.

–Tanto más cuanto que, palabra de honor, puedo afirmar que soy el héroe.

–Bueno, adelante, te escuchamos.

Dejó caer la cucharilla en el tazón. La llama se apagó poco a poco, y permanecimos en una oscuridad casi completa, con solo las piernas iluminadas por el fuego de la estufa.

El comenzó:

–Una noche, hará aproximadamente un año, hacía el mismo tiempo que hoy, el mismo frío, la misma lluvia, la misma tristeza. Yo tenía muchos enfermos, y después de haber hecho mi última visita, en lugar de ir un instante a Les Italiens, como tenía por costumbre, me hice llevar a mi casa. Vivía en una de las calles más desiertas del barrio Saint–Germain. Estaba muy cansado y me acosté pronto. Apagué la lámpara, y durante algún tiempo me entretuve mirando el fuego, que ardía y hacía danzar grandes sombras sobre la cortina de mi cama; finalmente, mis ojos se cerraron y me dormí.

«Hacía aproximadamente una hora que dormía cuando sentí una mano que me sacudía vigorosamente. Me desperté sobresaltado, como quien espera dormir mucho tiempo, y observé con asombro al visitante nocturno. Era mi criado.

»–Señor –me dijo–, levántese inmediatamente, le buscan para que visite a una joven que se muere.

»–¿Y dónde vive esa joven? –le pregunté.

»–Casi enfrente; además, ahí está la persona que ha venido por vos para acompañarle.

»Me levanté y me vestí apresuradamente, pensando que la hora y la circunstancia harían perdonar mi vestimenta; cogí mi lanceta y seguí al hombre que me habían enviado.

»Llovía a cántaros.

»Afortunadamente no tuve más que atravesar la calle y al instante estuve en casa de la persona que reclamaba mis cuidados. Vivía en un palacete vasto y aristocrático. Crucé un gran patio, subí los peldaños de una escalinata, pasé por un vestíbulo donde se hallaban unos criados aguardándome: me hicieron subir un piso y pronto me encontré en la habitación de la enferma. Era una gran habitación con viejos muebles de madera negra esculpida. Una mujer me introdujo en aquella habitación a la que nadie nos siguió. Fui dirigido hacia una gran cama de columnas tapizada con una antigua y rica tela de seda y vi, sobre la almohada, la más encantadora cabeza de madona que jamás haya soñado Rafael. Tenía unos cabellos dorados como una ola del Pactolo, enmarcando un rostro de un perfil angélico; tenía los ojos semicerrados y la boca entreabierta dejaba ver una doble hilera de perlas. Su cuello resplandecía de blancura, puro de líneas; su camisa entreabierta insinuaba un pecho hermoso capaz de tentar a San Antonio y, cuando cogí su mano, recordé esos brazos blancos que Homero da a Juno. En fin, aquella mujer era una mezcla del ángel cristiano y de la diosa pagana; todo en ella revelaba la pureza del alma y la fogosidad de los sentidos. Hubiera podido pasar al mismo tiempo por la santa Virgen o por una bacante lasciva, enloquecer a un sabio y dar la fe a un ateo. Cuando me acerqué a ella, sentí a través del calor de la fiebre ese perfume misterioso hecho de todos los perfumes que emana la mujer.

»Permanecí sin recordar la causa que me había llevado allí, mirándola como una revelación y sin encontrar nada semejante ni en mis recuerdos ni en mis sueños; cuando ella volvió la cabeza hacia mí, abrió sus grandes ojos azules y me dijo:

»–Sufro mucho.

»Sin embargo, no tenía casi nada. Una sangría y estaba salvada. Cogí mi lanceta y en el momento de tocar aquel brazo tan blanco, mi mano tembló. Pero el médico se impuso al hombre. Cuando hube abierto la vena, corrió una sangre pura como de coral en fusión, y ella se desvaneció.

»Ya no quise dejarla. Me quedé a su lado. Experimentaba una secreta felicidad por tener la vida de aquella mujer entre mis manos; detuve la sangre, ella volvió a abrir poco a poco los ojos, se llevó la mano que tenía libre a su pecho, se volvió hacia mí, y mirándome con una de esas miradas que condenan o salvan me dijo:

»–Gracias, sufro menos.

»Había tanta voluptuosidad, tanto amor y tanta pasión alrededor de ella que yo estaba clavado en mi sitio, contando cada latido de mi corazón por los latidos del suyo, escuchando su respiración todavía un poco febril, y diciéndome que si había alguna cosa del cielo en esta tierra, debía ser el amor de aquella mujer.

»Se durmió.

»Yo estaba arrodillado sobre los peldaños de su cama, como un sacerdote en el altar. Una lámpara de alabastro colgada del techo lanzaba una claridad encantadora sobre todos los objetos. Estaba solo a su lado. La mujer que me había introducido había salido para anunciar que su ama estaba bien y que no se necesitaba a nadie. Era verdad, su ama estaba allí, tranquila y hermosa como un ángel dormido en su plegaria. En cuanto a mí, yo estaba loco...

»Pero no podía quedarme en aquella habitación toda la noche. Por tanto, salí también sin hacer ruido para no despertarla. Receté algunos cuidados al irme, y dije que volvería al día siguiente.

»Cuando regresé a mi casa, estuve desvelado por su recuerdo. Comprendí que el amor de aquella mujer debía ser un encantamiento eterno hecho de ensoñación y de pasión; que debía ser púdica como una santa y apasionada como una cortesana; concebí que debía ocultar al mundo todos los tesoros de su belleza, y que a su amante debía entregarse desnuda por entero. En fin, su imagen quemó mi noche, y cuando llegó la claridad yo estaba locamente enamorado.

»Más tarde, tras los pensamientos locos de una noche agitada llegaron las reflexiones: me dije que un abismo infranqueable me separaba de aquella mujer, que era demasiado bella para no tener un amante; que debía ser demasiado amado para que ella le olvidase, y me puse a odiar sin conocer a aquel hombre, a quien Dios daba tanta felicidad en este mundo, para que pudiera sufrir, sin protestar, una eternidad de dolores.

»Esperaba impaciente la hora a la que podía presentarme en su casa, y el tiempo que pasé esperándola me pareció un siglo.

»Finalmente llegó la hora, y salí.

»Cuando llegué, me hicieron entrar en un gabinete exquisito, de un rococó furioso, de un pompadur sorprendente; estaba sola y leía: un gran vestido de terciopelo negro la ceñía por todas partes, no dejando ver, como en las vírgenes del Perugino, más que las manos y la cabeza. Tenía el brazo que yo había sangrado, coquetamente en cabestrillo y extendía ante el fuego sus pequeños pies, que no parecían hechos para caminar sobre esta tierra. Esa mujer era tan completamente bella que Dios parecía haberla dado al mundo como un esbozo de los ángeles.

»Me tendió la mano y me hizo sentar a su lado.

»–¿Tan pronto levantada, señora? –le dije–, sois imprudente.

»–No, soy fuerte –me contestó sonriendo–, he dormido muy bien, y además no estaba enferma.

»–Sin embargo, decíais que sufríais.

»–Más del pensamiento que del cuerpo –dijo con un suspiro.

»–¿Tenéis alguna pena, señora?

»–Oh, una profunda. Afortunadamente Dios también es médico, y ha encontrado la panacea universal, el olvido.

»–Pero hay dolores que matan –le dije.

»–Y bien, la muerte o el olvido, ¿no es lo mismo? La una es la tumba del cuerpo, la otra la tumba del corazón, eso es todo.

»–Pero vos, señora –dije–, ¿cómo podéis tener una pena? Estáis demasiado alta para que os alcance, y los dolores deben sentirse bajo vuestros pies como las nubes bajo los pies de Dios; las tormentas para nosotros, para vos la serenidad.

»–Eso es lo que os engaña –continuó ella–, y lo que prueba que toda vuestra ciencia se detiene ahí, en el corazón.

»–Y bien –le dije–, tratad de olvidar, señora. Dios permite a veces que una alegría suceda a un dolor, que la sonrisa suceda a las lágrimas, cierto; y cuando el corazón de aquel que prueba está demasiado vacío para llenarse solo, cuando la herida es demasiado profunda para cerrar sin ayuda, envía al camino de aquella a la que quiere consolar otra alma que la comprende; porque sabe que se sufre menos sufriendo a dúo; y llega un momento en que el corazón vacío se llena de nuevo o la herida cicatriza.

»–¿Y cuál es el dictamen, doctor –me dijo ella–, con qué curarías semejante herida?

»Se hizo un silencio bastante largo durante el cual admiré aquel rostro divino, sobre el que la media luz filtrada a través de las cortinas de seda arrojaba tintes encantadores, y admiré también aquellos hermosos cabellos de oro, no sueltos como en la víspera, sino alisados sobre las sienes y cogidos en la nuca.

»Desde el principio, la conversación había adoptado un aire triste; por eso aquella mujer me pareció más radiante aún que la primera vez, con su triple corona de belleza, pasión y dolor. Dios la había probado con el dolor y era preciso que aquel a quien ella diera su alma aceptara la misión, doblemente santa, de hacerle olvidar el pasado y esperar el futuro.

»Por eso permanecí ante ella, no ya loco como lo estaba la víspera ante su fiebre, sino recogido ante su resignación. Si me hubiera sido dada en aquel momento, habría caído a sus pies, le habría cogido las manos, y hubiera llorado con ella como con una hermana, respetando al ángel y consolando a la mujer.

»Pero ¿cuál era aquel dolor que había que hacer olvidar, que había causado aquella herida sangrante todavía? Era lo que yo ignoraba, lo que debía adivinar, porque ya existía entre la enferma y el médico suficiente intimidad para que me confesase una pena, pero no la suficiente para que me contara la causa. Nada a su alrededor podía ponerme sobre la pista: la víspera, nadie había ido a su cabecera para inquietarse por ella; al día siguiente, nadie se presentaba para verla. Aquel dolor debía estar, pues, en el pasado, y reflejarse sólo en el presente.

»–Doctor –me dijo de pronto saliendo de su ensoñación–, ¿podré bailar pronto?

»–Sí, señora –le dije yo, asombrado por aquella transformación.

»–Es que tengo que dar un baile hace mucho tiempo programado –continuó ella; ¿vendréis, verdad? Debéis tener una opinión malísima de mi dolor que, haciéndome soñar de día, no me impide bailar de noche. Es que veréis, es uno de esos pesares que hay que empujar al fondo del corazón para que el mundo no sepa nada; una de esas torturas que debemos enmascarar con una sonrisa, para que nadie las adivine: quiero guardar para mí sola lo que sufro, como otro guardaría su alegría. Este mundo, que tiene envidia y celos al verme bella, me cree feliz, y es una convicción que no quiero quitarle. Por eso bailo, con riesgo de llorar al día siguiente, pero de llorar sola.

»Me tendió la mano con una mirada indefinible de candor y de tristeza, y me dijo:

»–¿Hasta pronto, verdad?

»Yo llevé su mano a mis labios, y salí.

»Llegué a mi casa atontado.

»Desde mi ventana veía las suyas; y me quedé todo el día mirándolas, oscuras y silenciosas. Me olvidaba de todo por aquella mujer; no dormía, no comía; por la noche tenía fiebre, al día siguiente por la mañana, delirio, y a la noche siguiente estaba muerto.»

–¡Muerto! –exclamamos nosotros.

–Muerto –contestó nuestro amigo con un acento de convicción imposible de transcribir–, muerto como Fabien cuya máscara está ahí.

–Continúa –le dije.

La lluvia golpeaba contra los cristales. Volvimos a echar leña en la estufa, cuya llama roja y viva disminuía un poco la oscuridad que invadía el taller.

El continuó:

–A partir de ese momento, sólo experimenté una conmoción fría. Fue, sin duda, el momento en que me arrojaron en la fosa.

«Ignoro desde hacía cuánto tiempo estaba sepultado, cuando oí confusamente una voz que me llamaba por mi nombre. Me estremecí de frío sin poder responder. Algunos instantes después, la voz volvió a llamarme; hice un esfuerzo para hablar pero al moverse mis labios sintieron el sudario que me cubría de la cabeza a los pies. A pesar de ello conseguí articular débilmente estas palabras:

»–¿Quién me llama?

»–Yo –respondió.

»–¿Quién eres tú?

»–Yo.

»Y la voz iba debilitándose como si se hubiera perdido en el cierzo, o como si no hubiera sido más que un ruido pasajero de las hojas.

»Por tercera vez todavía mi nombre llegó a mis oídos, pero esta vez el nombre pareció correr de rama en rama, de tal modo que el cementerio entero lo repitió sordamente, y oí un ruido de alas, como si mi nombre, pronunciado de pronto en el silencio, hubiera hecho volar una bandada de pájaros nocturnos.

»Mis manos se elevaron hasta mi rostro como movidas por resortes misteriosos. Aparté silenciosamente el sudario que me cubría, y traté de ver. Me pareció que despertaba de un largo sueño. Sentía frío.

»Siempre recordaré el espanto sombrío de que estaba rodeado. Los árboles no tenían hojas y sus ramas descarnadas se retorcían dolorosamente como grandes esqueletos. Un débil rayo de luna, que penetraba a través de las nubes negras, iluminaba un horizonte de tumbas blancas que parecían una escalera hacia el cielo. Todas aquellas voces indefinidas de la noche que presidían mi despertar parecían cargadas de misterio y terror.

»Volví la cabeza y busqué a quien me había llamado. Estaba sentado junto a mi tumba, espiando todos mis movimientos, la cabeza apoyada en las manos y una sonrisa extraña bajo su mirada horrible.

»Tuve miedo.

»–¿Quién sois? –le dije reuniendo todas mis fuerzas–, ¿por qué despertarme?

»–Para prestarte un servicio –me respondió.

»–¿Dónde estoy?

»–En el cementerio.

»–¿Quién sois?

»–Un amigo.

»–Dejadme en mi sueño.

»–Escucha –me dijo–, ¿te acuerdas de la tierra?

»–No.

»–¿No echas de menos nada?

»–No.

»–¿Cuánto hace que duermes?

»–Lo ignoro.

»–Yo te lo diré. Estás muerto desde hace dos días, y tu última palabra ha sido el nombre de una mujer en lugar de ser el del Señor. Hasta el punto de que tu cuerpo sería de Satán, si Satán quisiera cogerlo. ¿Comprendes?

»–Sí.

»–¿Quieres vivir?

»–¿Sois Satán?

»–Satán o no, ¿quieres vivir?

»–¿Nada más que vivir?

»–No, volverás a verla.

»–¿Cuándo?

»–Esta noche.

»–¿Dónde?

»–En su casa.

»–Acepto –dije yo tratando de levantarme. ¿Tus condiciones?

»–No te las pongo –me respondió Satán–; ¿crees acaso que de cuando en cuando no soy capaz de hacer el bien? Esta noche ella da un baile y te llevo a él.

»–Vayamos, pues.

»–Vayamos.

»Satán me tendió la mano, y me encontré de pie.

»Describir lo que experimenté sería cosa imposible. Sentía que un frío terrible helaba mis miembros, es todo cuanto puedo decir.

»–Ahora –continuó Satán–, sígueme. Comprende que no te haga salir por la puerta principal, el portero no te dejaría pasar, querido; una vez aquí, no se sale. Sígueme, pues: vamos primero a tu casa, donde te vestirás; porque no puedes ir al baile con el traje que llevas, tanto más cuanto que no es un baile de disfraces; pero envuélvete bien en tu sudario, porque la noche es fría y podrías enfermar.

»Satán se echó a reír como ríe Satán, y yo seguí caminando tras él.

»–Estoy seguro –continuó– de que pese al servicio que te hago, no me amas todavía. Así estáis hechos los hombres, ingratos con vuestros amigos. No es que censure la ingratitud: es un vicio que yo inventé, y es uno de los más difundidos; pero me gustaría verte menos triste. Es la única gratitud que te pido.

»Yo le seguía, blanco y frío como una estatua de mármol que un resorte oculto hace moverse; sólo que en los momentos de silencio habría podido oírse a mis dientes chocar bajo un estremecimiento glacial y a los huesos de mis miembros crujir a cada paso.

»–¿Llegaremos pronto? –dije con esfuerzo.

»–¡Impaciente! –dijo Satán–. ¿Es muy hermosa?

»–Como un ángel.

»–Ay, querido –continuó riendo–, hay que confesar que adoleces de delicadeza en tus palabras; acabas de hablarme de ángel, a mí, que lo he sido; tanto más cuanto que ningún ángel haría por ti lo que yo hago hoy. Pero te perdono; hay que perdonarle algo a un hombre muerto hace dos días. Además, como te decía, esta noche estoy muy alegre; hoy han ocurrido en el mundo cosas que me encantan. Creía que a los hombres degenerados algo los había vuelto virtuosos desde hace algún tiempo, pero no: son siempre los mismos, tal como los creé. Y bien, querido, rara vez he visto jornadas como ésta; he cosechado, desde ayer, seiscientos veintidós suicidas sólo en Europa, y entre ellos hay más jóvenes que viejos, lo cual es una pérdida, porque mueren sin hijos; dos mil doscientos cuarenta y tres asesinatos, siempre sólo en Europa; en las demás partes del mundo, ni llevo la cuenta: con ellas me pasa lo que a los mayores capitalistas, no puedo enumerar mi fortuna. Dos millones seiscientos veintitrés mil novecientos setenta y cinco nuevos adulterios; eso es menos sorprendente debido a los bailes; doscientos jueces que se han vendido; ordinariamente tenía más. Pero lo que mayor placer me ha dado son veintisiete muchachas, la mayor de las cuales no tenía dieciocho años, que han muerto blasfemando de Dios. Cuenta, querido, todo eso es un ingreso aproximado de dos millones seiscientas veintiocho mil almas sólo en Europa. No cuento los incestos, las falsificaciones de moneda, las violaciones: pura calderilla. Por eso, haciendo una media de tres millones de almas que se pierden al día, calcula en cuánto tiempo el mundo entero será mío. Me veré obligado a comprarle a Dios el paraíso para agrandar el infierno.

»–Comprendo tu alegría –murmuré yo acelerando el paso.

»–Me dices eso –continuó Satán– con aire sombrío y de duda; ¿tienes miedo de mí porque me ves cara a cara? ¿Soy tan repulsivo? Razonemos un poco, por favor: ¿que sería del mundo sin mí? ¿Un mundo que tuviera sentimientos procedentes del cielo, y no pasiones procedentes de mí? El mundo moriría de spleen, querido. ¿Quién ha inventado el oro? Yo. ¿El juego? Yo ¿El amor? Yo. ¿Los negocios? También yo. Y no comprendo a los hombres que parecen odiarme tanto. Vuestros poetas, por ejemplo, que hablan de amor puro, no comprenden que al mostrar el amor que salva, inspiran la pasión que pierde; porque gracias a mí, lo que siempre buscáis no es una mujer como la Virgen, sino una pecadora como Eva. Y tú mismo, en este momento, tú que todavía tienes el frío de un cadáver y la palidez de un muerto, no es un amor puro lo que vas a buscar junto a aquella a la que te llevo, si no una noche de voluptuosidad. Ves, pues, que el mal sobrevive a la muerte, y que si el hombre tuviera que escoger, preferiría la eternidad de la pasión a la dicha, y la prueba es que, por algunos años de pasión sobre la tierra, pierde la eternidad de la dicha en el cielo.

»–¿Llegaremos pronto? –dije yo; porque el horizonte iba renovándose siempre, y caminábamos sin avanzar.

»–Siempre impaciente –replicó Satán–, aun cuando trato de abreviar la ruta cuanto puedo. Comprende que no puedo pasar por la puerta, hay una gran cruz y ésta es mi aduana. Cuando viajo y me tropiezo con ella, me detendría, me vería obligado a santiguarme; y puedo cometer un crimen, pero no un sacrilegio; y además, como ya te he dicho, no te dejarían pasar. ¿Crees que se muere, que os entierran, y que un buen día se puede marchar uno sin decir nada? Te equivocas, querido; sin mí habrías tenido que esperar a la resurrección eterna, cosa que habría sido larga. Sígueme, y estate tranquilo, llegaremos. Te he prometido un baile y lo tendrás: yo cumplo mis promesas, y mi firma es conocida.

»Había en esa ironía de mi siniestro compañero un fatalismo que me helaba; todo cuanto acabo de deciros, creo oírlo todavía.

»Caminamos algún tiempo aún, luego llegamos a un muro ante el que estaban amontonadas tumbas formando escalera. Satán puso el pie en la primera, y, contra su costumbre, caminó sobre las piedras sagradas hasta que estuvo en la cima de la muralla.

»Yo vacilé en seguir el mismo camino, tenía miedo.

»Me tendió la mano diciéndome:

»–No hay peligro; puedes poner el pie encima, son conocidos.

»Cuando estuve a su lado me dijo:

»–¿Quieres que te haga ver lo que sucede en París?

»–No, sigamos.

»Saltamos del muro a tierra.

»La luna, bajo la mirada de Satán, se había velado como una joven bajo una mirada descarada. La noche estaba fría, todas las puertas se hallaban cerradas, todas las ventanas oscuras, todas las calles silenciosas; se hubiera dicho que nadie había hollado hacía mucho tiempo el suelo sobre el que caminábamos; todo a nuestro alrededor tenía un aspecto fantasmal. Se podía creer que, cuando el día llegase, nadie abriría las puertas, ninguna cabeza se asomaría a las ventanas, y nadie turbaría el silencio: creía caminar por una ciudad muerta hacía siglos y reencontrada en unas excavaciones; en fin, la ciudad parecía estar despoblada en provecho del cementerio.

»Caminábamos sin oír un ruido, sin encontrar una sombra; la caminata fue larga a través de aquella ciudad espantosa de silencio y de reposo; finalmente llegamos a nuestra casa.

»–¿La reconoces? – me dijo Satán.

»–Sí –respondí sordamente–, entremos.

»–Espera, tengo que abrir. También fui yo el que inventó el robo: tengo una segunda llave de todas las puertas, excepto la de paraíso, por supuesto.

»Entramos.

»La calma exterior continuaba en el interior; era horrible.

»Yo creía soñar, no respiraba ya. Imaginaros volviendo a entrar en vuestra habitación donde habéis muerto hace dos días, encontrando todas las cosas tal como estaban durante vuestra enfermedad, con el sello de ese aire sombrío que da la muerte; volviendo a ver los objetos ordenados, como si ya no tuvieran que ser tocados por vosotros. La única cosa animada que había visto desde mi salida del cementerio fue mi gran péndulo, a cuyo lado había un ser humano muerto, y continuaba contando las horas de mi eternidad como había contado las de mi vida.

»Fui a la chimenea, encendí una bujía para cerciorarme de la verdad, porque todo cuanto me rodeaba se me aparecía a través de una claridad pálida y fantástica que me daba, por así decir, una visión interior. Todo era real; aquella era mi habitación; vi el retrato de mi madre, sonriéndome como siempre; abrí los libros que leía algunos días antes de mi muerte; solamente la cama no tenía ropa, y había sellos en todas partes.

»En cuanto a Satán, se había sentado al fondo, y leía atentamente la Vida de los Santos.

»En aquel momento pasé ante un gran espejo y me vi en mi extraño atuendo, cubierto de un pálido sudario con los ojos apagados. Dudé de aquella vida que me devolvía un poder desconocido, y me llevé la mano al corazón.

»Mi corazón no latía.

»Me llevé la mano a la frente, y mi frente estaba fría como el pecho, el pulso mudo como el corazón; reconocía todo lo que había abandonado; así pues, sólo el pensamiento y los ojos vivían en mí.

»Lo horrible además era que no podía apartar mi mirada de aquel espejo que me devolvía mi imagen sombría, helada y muerta. Cada movimiento de mis labios se reflejaba como la horrible sonrisa de un cadáver. No podía moverme del sitio; no podía gritar.

»El reloj dejó oír ese zumbido sordo y lúgubre que precede al campaneo de los viejos péndulos, y dio las dos; luego todo recuperó la calma.

»Algunos instantes después, una iglesia vecina sonó a su turno, luego otra, luego otra más.

»En un rincón del espejo veía a Satán que se había dormido sobre la Vida de los Santos.

»Conseguí volverme. Había un espejo frente a aquel en el que miraba, de modo que me veía repetido millares de veces con esa claridad pálida que da una sola bujía en una vasta sala.

»El miedo había llegado a su colmo: lancé un grito.

»Satán se despertó.

»–He aquí, sin embargo –me dijo mostrándome el libro–, con qué se quiere dar virtud a los hombres. Es tan aburrido que me he dormido, yo que velo desde hace seis mil años. ¿Todavía no estás preparado?

»–Sí –repliqué maquinalmente–, ya estoy.

»–Date prisa –contestó Satán–, rompe los sellos, coge tus ropas, y oro sobre todo, mucho oro; deja tus cajones abiertos, y mañana la justicia encontrará el modo de condenar a algún pobre diablo por rotura de sellos; será mi pequeña ganancia.

»Me vestí. De vez en cuando me tocaba la frente y el pecho: los dos estaban fríos.

»Cuando estuve preparado, miré a Satán.

»–¿Vamos a verla? –le dije.

»–Dentro de cinco minutos.

»–¿Y mañana?

»–Mañana –me dijo– recuperarás tu vida ordinaria; yo no hago las cosas a medias.

»–¿Sin condiciones? »–Sin condiciones.

»–Salgamos –le dije. »–Sígueme.

»Bajamos.

»Al cabo de unos instantes estábamos en la casa a la que me habían llamado cuatro días antes.

»Subimos.

»Reconocí la escalinata, el vestíbulo, la antecámara. Los accesos al salón estaban llenos de gente. Era una fiesta deslumbrante de luces, de flores, de pedrerías y de mujeres.

»Estaban bailando.

»A la vista de aquella alegría, creí en mi resurrección.

»Me incliné al oído de Satán, que no me había abandonado.

»–¿Dónde está ella? –le dije.

»–En su tocador.

»Esperé a que la contradanza hubiera terminado. Crucé el salón: los espejos con luces de velas reflejaron mi imagen pálida y sombría. Volví a ver aquella sonrisa que me había helado; pero allí ya no había soledad, estaba la gente; no era el cementerio, era un baile; no era la tumba, era el amor. Me dejé embriagar y olvidé por un instante de dónde venía sin pensar en otra cosa que en aquello por lo que había ido.

»Llegado a la puerta del gabinete, la vi; se veía más bella y encantadora que nunca. Me detuve un instante como en éxtasis; iba ceñida por un vestido de blancura resplandeciente, con los hombros y los brazos desnudos. Volví a ver, más con la imaginación que en realidad, un pequeño punto rojo en el lugar que yo había sangrado. Cuando apareció, estaba rodeada de jóvenes a los que apenas escuchaba; alzó indolentemente sus hermosos ojos llenos de voluptuosidad, me vio, pareció dudar al reconocerme, luego, poniendo una sonrisa encantadora, dejó a todo el mundo y se acercó a mí.

»–Ya veis que soy fuerte –me dijo.

»La orquesta se dejó oír.

»–Y para probároslo –continuó cogiéndome del brazo–vamos a valsar juntos.

»Dijo algunas palabras a alguien que pasaba a su lado. Yo vi a Satán junto a mí.

»–Has cumplido tu promesa –le dije–, gracias; pero necesito esta mujer esta misma noche.

»–La tendrás –me dijo Satán–, pero límpiate el rostro, tienes un gusano en la mejilla.

»Y desapareció dejándome todavía más helado que antes. Como para volver a la vida apreté el brazo de aquella a la que iba a buscar desde el fondo de la tumba, y la arrastré al salón.

»Era uno de esos valses embriagadores en los que todo cuanto nos rodea desaparece, en los que no se vive más que uno para otro, en los que las manos se encadenan, en los que los cuerpos se confunden y los pechos se tocan. Yo valsaba con los ojos clavados en sus ojos, y su mirada, que me sonreía eternamente, parecía decirme: "¡Si supieras los tesoros de amor y de pasión que daré a mi amante! ¡Si supieras cuánta voluptuosidad hay en mis caricias, cuánto fuego tienen mis besos! A quien ame, daré ¡todas las bellezas de mi cuerpo, todos los pensamientos de mi alma, porque soy joven, porque soy amante, porque soy bella!"

»Y el vals nos arrastraba en un torbellino lascivo y veloz.

»Esto duró mucho tiempo. Cuando la música cesó, éramos los únicos que seguíamos bailando.

»Ella cayó en mis brazos, con el pecho oprimido, flexible como una serpiente, y alzó sobre mí sus grandes ojos que parecieron decirme: "¡Te amo!"

»La llevé al gabinete, donde estábamos solos. Los salones iban quedando desiertos.

»Ella se dejó caer sobre un diván, cerrando a medias los ojos bajo la fatiga, como bajo un abrazo de amor.

»Me incliné sobre ella, y le dije en voz baja:

»–¡Si supierais cuánto os amo!

»–Lo sé –me dijo ella–, y también yo os amo.

»Era para volverse loco.

»–Daría mi vida–dije– por una hora de amor con vos, y mi alma por una noche.

»–Escucha –dijo ella abriendo una puerta oculta en la tapicería–, dentro de un instante estaremos solos. Espérame.

»Ella me empujó suavemente, y me encontré solo en su dormitorio, todavía alumbrado por la lámpara de alabastro.

»Todo tenía allí un perfume de misteriosa voluptuosidad imposible de describir. Me senté cerca del fuego, porque tenía frío, me miré en el espejo, seguía estando muy pálido. Oí los coches que partían uno a uno; luego, cuando el último hubo desaparecido, se hizo un silencio solemne. Poco a poco mis terrores regresaron; no me atrevía a volverme, tenía frío. Me sorprendía que ella no viniese; contaba los minutos y no oía ningún ruido. Tenía los codos sobre las rodillas y la cabeza entre mis manos.

»Entonces me puse a pensar en mi madre, en mi madre que lloraba en aquel momento a su hijo muerto, en mi madre para quien yo era toda la vida, y que no había tenido más que mis pensamientos secundarios. Todos los días de mi infancia volvieron a pasar ante mis ojos como un sueno. Vi que siempre que había tenido una herida que curar, un dolor que apagar, fue siempre a mi madre a quien recurrí. Quizá en el momento en que yo me preparaba para una noche de amor, ella se preparaba para una noche de insomnio, sola, silenciosa, junto a objetos que me recordaban a ella, o velando con mi solo recuerdo. ¡Qué horrible pensamiento!; tenía remordimientos; las lágrimas vinieron a mis ojos. Me levanté. En el momento en que me miraba en el espejo, vi una sombra pálida y blanca detrás de mí, mirándome fijamente.

»Me volví, era mi hermosa amada.

»Afortunadamente mi corazón no latía, porque de emoción

emoción habría terminado por romperse.

»Todo estaba silencioso, tanto fuera como dentro.

»Me atrajo a su lado, y pronto olvidé todo. Fue una noche imposible de contar, con placeres desconocidos, con voluptuosidades tales que se acercan al sufrimiento. En mis sueños de amor no encontré nada parecido a aquella mujer que tenía en mis brazos, ardiente como una Mesalina, casta como una madona, flexible como una tigresa, con besos que quemaban los labios, con palabras que quemaban el corazón. Había en ella algo tan potentemente atractivo, que hubo momentos en que tuve miedo.

»Por fin la lámpara comenzó a palidecer cuando el día despuntaba.

»–Escucha –me dijo aquella mujer–, hay que marcharse; ya llega el día, no puedes quedarte aquí; pero por la tarde, a primera hora de la noche te espero, ¿si?

»Por última vez sentí sus labios sobre los míos, ella apretó de modo convulso mis manos, y me marché.

»Fuera seguía la misma quietud.

»Caminaba como un loco, creyendo apenas en mi vida, sin pensar en ir a casa de mi madre o volver a la mía, ¡tanto embriagaba mi corazón aquella mujer!

»Sólo sé de una cosa que se desea más que una primera noche pasada junto a una amante: una segunda.

»La luz se había levantado, triste, pálida, fría. Caminé al azar por el campo desierto y desolado, para esperar la noche.

»La noche llegó temprano.

»Corrí a la casa del baile.

»En el momento en que franqueaba el umbral de la puerta, vi un viejo pálido y achacoso que bajaba la escalinata.

»–¿Dónde va el señor? –me detuvo el portero.

»–A casa de la señora de P... –le dije.

»–La señora de P... –dijo él mirándome asombrado y señalándome al viejo–, ese señor es quien vive en este palacete; ella murió hace dos meses.

»Lancé un grito y caí de espaldas.»

–¿Y después? –pregunté yo, ansioso por saber más.

–¿Después? –dijo él gozando de nuestra atención y sopesando sus palabras–, después me desperté, porque todo eso no era más que un sueño.

domingo, 24 de marzo de 2013

SOLDADO, NO PREGUNTES GORDON R. DICKSON




SOLDADO, NO PREGUNTES

GORDON R. DICKSON



* * *

Las razas divididas del hombre nacido en las estrellas regresaban de nuevo a casa, para encontrar un planeta derruido, donde los hombres se enfrentaron a Dorsai...

Soldado, no preguntes –ahora o siempre –

donde, a la guerra, tus banderas van...

* * *

I

Cuando salí de la línea espacial en St. María, la ligera brisa de alta presión de la atmósfera de la nave era como una mano que, desde la oscuridad, me sumergía en un día sombrío y de lluvia. Mi abrigo Newsman me cubría. El frío húmedo lo envolvía todo a mí alrededor, pero sin penetrarme. Me sentía como la espada escocesa de mis remotos antepasados, envuelta y escondida en el tartán –afilada en una piedra –. y llevada al fin al encuentro para el que había sido preservada durante tres años.

Un encuentro en la fría lluvia de la primavera. La sentía fría, como sangre vieja, en mis manos, y sin gusto en mis labios. Arriba, el cielo era bajo y las nubes flotaban hacia el Este. La lluvia caía sin cesar.

Su sonido era como el retumbar de tambores cuando bajé la escalera de aterrizaje y las gotas de lluvia chocaban por todas partes contra el duro asfalto. Este se alargaba desde la nave en todas direcciones ocultando la Tierra, tan vacía y limpia como la última página de un libro de contabilidad antes de la entrada final. La terminal del puerto espacial parecía una losa sepulcral. La cortina de agua entre ambos, se afinaba y engrosaba como el humo de las batallas, pero no podía ocultarla completamente de mi vista.

Era la misma lluvia que cae en todas, partes y en todos los mundos. Así había caído en Atenas, en la Vieja Tierra, cuando era sólo un niño, en la oscura y triste casa de mi tío donde me crié a raíz de la muerte de mis padres, próxima a las ruinas del Partenón, que yo divisaba desde la ventana de mi cuarto.

Ahora la escuchaba mientras bajaba por la escalera de aterrizaje, zumbando sobre la gran nave, detrás de mí, que me había llevado a las estrellas desde la vieja Tierra a este segundo y más pequeño de los mundos, este pequeño planeta « transformado» bajo los soles de Procyon y tronando profundamente sobre la cartera de mis credenciales que se deslizaba por la banda rodante. Aquella cartera no significaba ahora nada para mí, ni mis papeles de Credenciales de Imparcialidad 'que me habían costado seis años de trabajo. Ahora pensaba menos en esto que en el nombre del sujeto que iba a encontrar despachando los coches al final del campo. Si era realmente el hombre que mis informadores de la Tierra me habían dicho, y si no habían mentido...

–¿Su equipaje, señor?

* * *

Me liberé de mis pensamientos y de la lluvia. Había llegado a la zona asfaltada, y el oficial de desembarque me sonrió. Era más viejo que yo, aunque no lo parecía. Cuando sonrió, algunas gotas de humedad se derramaron como lágrimas desde el borde visor marrón de su gorra, sobre la hoja de inscripción.

– Mándelo al recinto Amistoso –dije –. Yo llevaré la cartera de las Credenciales.

La saqué de la banda rodante transportadora y volví a caminar. El hombre vestido con uniforme de mensajero, junto al primer coche en fila, se ajustaba a la descripción.

–¿Su nombre, señor? –preguntó –. ¿Qué negocios le traen a St. María?

Si a él me lo habían descrito también se procedió a la inversa, pero estaba preparado para tratarlo con el mejor humor.

–Tam Olyn –repliqué –. Residente en la Vieja Tierra y Representante de la Red de Noticias del Intermundo. Estoy aquí para amparar al conflicto Exótico –Amistoso. –Abrí mi cartera entregándole los papeles.

–Está bien, Mr. Olyn. –Me los devolvió mojados por la lluvia, y se volvió para abrir la puerta del coche, y preparar el piloto automático –. Siga derecho el camino hasta Joseph's Town. Póngalo en automático al llegar a los límites de la ciudad, y el coche le llevará a los recintos Amistosos.

–Muy bien –le contesté –. Pero, espere un momento.

Se volvió. Tenía un rostro joven y agraciado, con un pequeño bigote y me contempló sin interés.

–¿Señor?

–Ayúdeme a entrar en el coche, por favor.

–Oh, lo siento, señor –y vino corriendo hacia mí –. ¡No me había dado cuenta de su pierna!

–La humedad la paraliza –dije.

Arregló el asiento y puse mi pierna izquierda detrás del volante, mientras él se marchaba de nuevo.

–Espere un momento –le dije otra vez. Me sentía impaciente –. Usted es Walter Imera, ¿no es cierto?

–Sí, señor –replicó con suavidad.

–Míreme –dije – Usted tiene alguna información para mí, ¿no es verdad? –Y se volvió lentamente para mirarme. Su rostro era completamente inexpresivo.

–No, señor.

Esperé un largo momento mirándole.

–Está bien –dije entonces llegando a la puerta del coche –. Supongo que sabe que de todos modos obtendré esa información y ellos creerán que fue usted quien me la dio.

Su pequeño bigote parecía como pintado.

–Espere –dijo él.

–¿Para qué?

–Mire –contestó –, debería comprenderlo. Los informes como éste no forman parte de sus noticias, ¿no es cierto? Yo tengo una familia...

–Y yo no –repliqué –. No sentía nada por él.

–Pero usted no quiere comprender. Me matarían; ésta es la clase de organización que el Frente Azul tiene ahora en Santa María. ¿Qué quiere saber de ellos? No comprendí lo que usted deseaba...

–Está bien –repliqué – y llegué a la puerta del coche.

–Aguarde... –y extendió una mano hacia mí bajo la lluvia –. ¿Cómo puedo saber que usted conseguirá que me dejen en paz, si se lo digo?

–Algún día pueden volver a tener aquí el poder –le expliqué –. Ni aún los grupos políticos fuera de la ley quieren ser antagonistas de la Red de Noticias Interplanetarias. –Y empecé a cerrar la puerta una vez más.

–Muy, bien –contestó rápidamente –, muy bien. Usted va, a Nuevo San Marcos, allí está Wallace Street Jewelers, precisamente detrás de Joseph's Town, donde se halla el recinto Amistoso. –Se mordió los labios –. ¿Les hablará de mí?

–Eso es lo que voy a hacer. –Y le miré. Por encima del cuello de su uniforme azul pude ver en el lado derecho una o dos pulgadas de una fina cadena dé plata que brillaba sobré su pálida piel. El crucifijo debía estar debajo de su camisa –. Los soldados Amistosos han estado aquí hace dos años. ¿Cómo los trataban?

Hizo un ligero visaje y recobró el color.

–Oh, como a todo el mundo, sólo hay que entenderlos. Siguen su propio sistema.

Sentí el dolor en mi pierna rígida cuando los doctores de Nueva Tierra habían sacado la aguja del rifle de muelles, tres años antes.

–Si, lo siguen. Cierre la puerta por favor.

La cerró y me fui.

* * *

Había una medalla de San Cristóbal en el tablero del coche. Uno de los soldados Amistosos la habría arrancado y arrojado afuera, o rehusado el coche; y aquello me proporcionó un placer particular, al poder dejarla donde estaba, aunque para, mi no significase más que para él. No lo hice a causa de Dave, mi cuñado y los otros prisioneros que ellos habían matado en Nueva Tierra, sino simplemente porque hay ciertos deberes que contienen un pequeño elemento placentero en su cumplimiento. Cuando las ilusiones de la Infancia han desaparecido y solo quedan las obligaciones, tales placeres son siempre bien recibidos. Los fanáticos, cuando todo se ha dicho y hecho, son peores que perros rabiosos.

Pero a los perros rabiosos hay que matarlos; es de sentido común.

Inevitablemente, al cabo de un cierto tiempo todos acabamos por hacer que retorne el sentido común a nuestras vidas, exactamente cuando los sueños más descabellados de justicia y progreso están todos muertos y enterrados. Cuando los dolorosos latidos de los sentimientos permanecen al fin inmóviles, entonces es mejor quedarse quieto, sin vida y rígido como la hoja de una espada afilada en una piedra. Ni la lluvia, ni la sangre oxidan la espada que se ha bañado en ellas; lluvia y sangre valen por un igual para afilar el acero.

Conduje durante media hora, atravesando colinas de bosques y praderas aradas. El surco de los campos era negro bajo la lluvia; más negro que cualquier otra sombra que hubiera visto; y al fin llegué a las afueras de Joseph's Town.

El auto –piloto del coche me condujo a través de una pequeña, limpia y típica ciudad de Santa María, de unos cien mil habitantes. Llegamos a un lugar apartado en medio de una zona despejada, en el que se alzaban los muros de sólido cemento de un acuartelamiento militar.

Un suboficial Amistoso, detuvo mi coche ante su puerta, encañonándome con un negro rifle de muelles, y abrió la portezuela del coche.

–¿Qué negocios le traen aquí?

Su voz era áspera y nasal. Los galones de la compañía a la que pertenecía le bordeaban el cuello. Por encima, su rostro, que era el de un hombre de cuarenta años, aparecía surcado de arrugas. Tanto el rostro como las manos, –las únicas partes descubiertas de su persona, parecían irreales, blancas contra la negra tela de su uniforme y el reflejo de su rifle.

Abrí la cartera que estaba a mi lado y le entregué mis papeles.

–Mis credenciales –dije –. Estoy aquí para ver cómo actúa el comandante de las Fuerzas de Expedición, el comandante Jamethon Black.

–Pase, entonces, por allí –dijo con voz nasal –. Debo conducirle.

Me aparté y él entró y cogió la palanca de mandos. Fuimos hacia la puerta y giramos por una avenida cercana. Pude ver al final de la avenida una plaza interior. Las paredes de cemento, a nuestro lado, repetían el eco de nuestro paso. Cuando nos acercamos al rectángulo, oí voces de mando cada vez más fuertes. Cuando entramos, los soldados formaban en fila bajo la lluvia para el rancho del mediodía.

* * *

El hombre del grupo me dejó y entré en el vestíbulo de lo que parecía ser una oficina, abierta en la pared de un lado del rectángulo, y miré a los soldados que estaban en formación. Permanecían en la posición de presenten armas, una actitud guerrera según las condiciones de campaña y mientras yo miraba al oficial que se hallaba frente a ellos, dando la espalda al muro, éste les hacia entonar un himno de combate.



Soldado, no preguntes ahora y siempre,

Cuándo tus banderas a la guerra van.

Legiones de anarquistas nos rodean.

¡Lucha pero no cuentes los golpes!

Me senté, procurando no escuchar. No había ningún acompañamiento musical, ni adornos o símbolos religiosos, excepto la fina forma de la cruz pintada de blanco sobre el muro gris, detrás del oficial. El coro de voces masculinas se elevó y bajó suavemente en el oscuro y triste himno que les ofrecía sólo dolor, sufrimiento y penas. Por fin, el verso final sollozó su áspera plegaria por una muerte en la batalla.

Un teniente rompió filas, mientras el oficial regresaba a mi coche sin mirarme y franqueó la entrada, por donde el suboficial que fue mi guía había desaparecido. Al pasar el oficial, vi que, era joven.

Un momento después, el guía vino a buscarme. Renqueando un poco sobre mi pierna rígida, le seguí a una habitación interior con luces encendidas encima de un único escritorio. El joven oficial se levantó y saludó cuando la puerta se cerró tras de mí. En la solapa de su uniforme llevaba unos gastados galones de comandante.

Cuando le entregué mis credenciales por encima del escritorio, la luz me dio de lleno en los ojos, cegándome. Di un paso atrás y miré parpadeando su borroso rostro. Cuando se acercó, lo vi por un momento como si fuera más viejo, más áspero, retorcido y marcado por las arrugas de años de fanatismo. Luego, mis ojos le pudieron ver mejor y le contemplé tal como era en realidad. El rostro oscuro, pero delgado, con la delgadez de la juventud y no del que pasa hambre para adelgazar. No era el rostro bronceado de mis recuerdos. Sus facciones eran regulares, hasta el punto de parecer un hombre guapo. Sus ojos cansados y ojerosos; y vi la recta y cansada, línea de su boca sobre el rígido y controlado cuerpo, más pequeño y ligero que el mío.

Cogió las credenciales sin mirarlas. Su boca un poco peculiar, seca y cansada en los ángulos.

–Ya no hay duda, Mr. Olyn –dijo –. Usted ha conseguido muchas autorizaciones de los Mundos Exóticos para entrevistar a los soldados mercenarios y a los oficiales que han sido contratados de Dorsai y una docena de otros mundos para oponerse al Escogido por Dios en la Guerra, ¿verdad?

Sonreí, porque era agradable hallarle tan fuerte para luego gustar el placer de hacerle pedazos.



II

Miró a través de los tres metros aproximadamente de distancia que nos separaban. El suboficial Amistoso, que había matado a los prisioneros de Nueva Tierra, había hablado también del Escogido por Dios.

–Si usted quiere mirar debajo, de los papeles, que han enviado –1e dije –, los encontrara. La Red de Noticias y su gente son imparciales; no tomamos partido por ninguno.

–El derecho –contestó el joven moreno –, «tiene su partido»

–Sí, comandante –replique –. Eso es verdad. –Algunas veces sólo se trata de saber «dónde está el derecho en las cosas». Usted y sus tropas son aquí invasores en el mundo de un sistema planetario, que sus antepasados nunca colonizaron. Y frente a usted están las tropas mercenarias, pagadas por dos mundos que no sólo pertenecen a los soles Procyon, sino que tienen un comité para defiende los mundos más pequeños de su sistema... de los que Santa María es uno. No estoy del todo seguro de que la razón esté de su parte.

Meneó ligeramente la cabeza y dijo:

–Esperamos de los no escogidos poca comprensión. –Y trasladó su mirada a los papeles.

–¿Le importaría que me sentara? –le dije –. Tengo una pierna inutilizada.

–No faltaría más. –Señaló una silla cerca de su mesa, y mientras yo me sentaba, él hizo lo mismo. Le miré por encima de los papeles que había sobre la mesa, y vi, a un lado el solidógrafo de una de las altas torres sin ventanas del templo de los Amistosos. Era un claro indicio para él reconocerlo –pero allí había precisamente tres personas, un anciano, una mujer y una jovencita de unos catorce años, en el primer término de la imagen. Los tres tenían un aire familiar a Jamethon Black. Por encima de mis credenciales, me lanzó una mirada y vio que yo los contemplaba; y su mirada se, deslizó momentáneamente al solidógrafo y la apartó otra vez, como si quisiera protegerlo de mi vista.

–Veo que me piden –dijo, atrayendo mis ojos hacia él –,. que le proporcione colaboración y ayuda. Le buscaré alojamiento. ¿Necesita un coche con chófer?

–Gracias –le contesté –. Aquel coche de alquiler que hay afuera es suficiente, y yo solo me las arreglo para conducir.

–Como usted quiera.

Separó los papeles dirigidos a su nombre, devolviéndome el resto, y se inclinó sobre un micrófono de su escritorio.

–Teniente.

–Diga, señor –contestó el micrófono con prontitud.

–Deseo habitaciones para un civil. Reserve aparcamiento para un vehículo civil, personal.

–Sí, señor.

Desde el micrófono la voz se despidió con un chasquido. Jamethon Black me miró por encima de la mesa, y me pareció que esperaba a que me fuera.

–Comandante –dije colocando mis credenciales en la cartera –, hace dos años sus dignatarios de las Iglesias Unidas de Armonía y Asociación, pillaron al gobierno de Sta. María en falta por cierta discusión sobre balances de crédito, así que enviaron aquí una expedición para que se ocupara del pago. ¿De aquella expedición, a cuántos hombres y equipos ha dejado usted?

–Esto, Mr. Olyn –respondió –, es un informe estrictamente militar.

–Sin embargo –y cerré la cartera – usted, con la categoría de comandante, está actuando como comandante de las Fuerzas del resto de la expedición. Esa posición requiere alguien que tenga cinco grados superiores al de usted. ¿Espera que tal oficial llegue y se haga cargo?

–Creo que debería hacer esta pregunta en los Cuarteles de Armonía, Mr. Olyn.

–¿Espera refuerzos, y más suministros?

–Si lo hiciera –su voz se elevó –, debería considerar también esta información como estrictamente confidencial.

–Usted sabe que se ha comentado ampliamente que su Personal General en la Armonía ha decidido que esta expedición a Santa María es una causa perdida. Pero para evitar un fracaso prefiere que usted esté aquí para impedirlo, en lugar de retirarle junto con sus hombres.

–Ya lo sé –replicó.

–No le importaría discutirlo.

Su moreno rostro, joven e inexpresivo, no se inmutó.

–No, si se trata sólo de rumores, Mr. Olyn.

–Una última pregunta, entonces. ¿Intenta usted retirarse hacia el Oeste, o rendirse, cuando en la ofensiva de primavera, los Mercenarios Exóticos empiecen las operaciones contra usted?

–El Escogido en la Guerra nunca se retira –dijo –, ni sufre el abandono de sus Hermanos en el Señor.

Se levantó.

.–Tengo trabajo, Mr. Olyn.

Yo también me levanté. Era más alto que él, más viejo, de estructura más fuerte. Sólo su postura casi irreal era la que le permitía mantener su apariencia de ser mi igual o mi superior.

–Hablaremos más tarde, quizás cuando usted tenga más tiempo –dije

–Perfectamente. Oí la puerta de la oficina que se abría detrás de mí –. Teniente, atienda a Mr. Olyn

* * *

El teniente me ayudó a encontrar una pequeña alcoba de cemento, con una sola ventana en lo alto de la pared, un lecho de campaña y un armario corriente. Me dejó unos momentos y regresó con un pase firmado.

–Gracias –le dije mientras lo tomaba –. ¿Dónde puedo encontrar a las Fuerzas Exóticas?

–Nuestras últimas noticias, señor –contestó –, es que están a noventa kilómetros al Este de aquí. En Nuevo San Marcos.

Era de mi estatura, pero, Como la mayoría de ellos, media docena de años más joven que yo, con una inocencia que contrastaba con el extraño aire de autocontrol que todos poseían.

–San Marcos. –Y le miré –. supongo que ustedes, los hombres alistados, saben que su cuartel general en Armonía ha decidido no malgastar reemplazos en ustedes, ¿verdad?

–No, señor –dijo. Igual pude haber hecho un comentario sobre el clima tal fue su reacción ante mis palabras. Estos chicos eran todavía fuertes e inquebrantables –. ¿ Hay algo más?

–No –le repliqué –, gracias. Se marchó y yo salí para subir a mi coche y recorrer noventa kilómetros hacia el Este del territorio hasta Nuevo San Marcos, a donde llegué en tres cuartos de hora. Pero no fui directamente al Cuartel General del Campo Exótico. Tenía otras cosas que hacer.

Estas me llevaron a Wallace Street Jewelers... unos pasos más abajo del nivel de la calle, ante una puerta opaca, en una grande y mal alumbrada habitación, repleta de cajas de cristal. Había un pequeño anciano en el fondo de la tienda, detrás de la última caja, y vi cómo contemplaba mi abrigo de corresponsal y la placa, a medida que me acercaba.

–¿Señor? –dijo mientras me paraba frente a la caja. Se levantó para mirarme; el cabello gris y los labios viejos en una extraña y suave cara.

–Creo que usted sabe lo que represento –le dije –. Todos los mundos conocen los Servicios Informativos. No nos interesa la política local.

–¿Señor?–

–Usted sabrá de todos modos cómo me enteré de su dirección –y seguí sonriéndole. Por lo tanto, le diré que la conseguí de un alto mensajero del puerto espacial llamado Imera. Le prometí que le protegería si me la daba. Nos agradaría que permaneciera todo ello en el mayor secreto.

–Tengo miedo... –Puso su mano en la parte superior de la caja; estaba llena de venas debido a los muchos años. ¿Desea usted comprar algo?

–Deseo pagarle con la mejor voluntad –le dije –. Deseo, una información.

Sus manos se deslizaron de la caja.

–Señor –sollozó un poco –. Tengo miedo que se haya equivocado de tienda.

–Estoy seguro de que no –le dije –, pero su tienda me lo demostrará. Creemos que es la tienda que buscamos y que estoy hablando con un miembro del Frente Azul.

Movió su cabeza lentamente, y se retiró de la caja.

El Frente Azul es ilegal –contestó –. Buenas noches, señor.

–Un momento. Antes tengo que decirle unas cuantas cosas.

–Así y todo, lo siento, señor. –Se retiró hacia una cortina que cubría una puerta –. No puedo escucharle. Nadie estará con usted en este establecimiento, señor, mientras hable así.

Se deslizó por entre las cortinas y desapareció, mientras yo recorría con la vista toda la habitación grande y vacía.

–Bueno –dije un poco alto –, supongo que tendré que hablar con las paredes, pues estoy seguro de que pueden oírme.

Hice una pausa. No se oía nada.

–Perfectamente, exclamé. Soy un corresponsal y todo lo que me interesa es información. Nuestra contribución a la situación militar aquí, en Santa María –y decía la verdad – demuestra que las Fuerzas Amistosas Expedicionarias, abandonadas por su Cuartel General, estoy seguro de que sufrirán un ataque de las Fuerzas Exóticas tan pronto como la tierra esté lo bastante seca como para que los ejércitos puedan atacar.

No me contestaron, pero por detrás de mi cabeza, supe que me estaban escuchando y vigilando.

–Como resultado –continué y ahora dije una mentira, ya que no tenían modo de saberlo –consideramos inevitable que el Mando Amistoso tenga que ponerse en contacto con el Frente Azul. El asesinato de mandos enemigos es una violación del Código de Mercenarios y del código Militar, pero los civiles podrían hacer lo que a los soldados no les está permitido en ningún caso.

Aun entonces no se oyó ningún ruido, ni se distinguió movimiento alguno tras la cortina.

–Un representante de Noticias –dije –, lleva Credenciales de Imparcialidad. Usted sabe que está muy bien considerado. Solo deseo hacerle unas cuantas preguntas, y las respuestas se guardarán confidencialmente...

Por ultima vez, esperé, y no llegó respuesta alguna. Me volví y salí de la gran habitación. Solo cuando me hube alejado, una vez en la calle, permití que surgiera un sentimiento de triunfo en mi interior y me diera ánimos.

Debían haber mordido el cebo. La gente de su clase siempre reacciona así. Encontré mi coche y me dirigí, al Cuartel Exótico.

* * *

–Este se hallaba fuera de la ciudad. Un comandante mercenario, llamado Janol Marat, se encargó de mí. Me condujo a la estructura en forma de bola de su cuartel general. Allí reinaba un aire de actividad alegre y confiado. Estaban bien armados y entrenados. Tras estar con los Amistosos me sentía nervioso, y así se lo dije a Janol.

–Hemos hecho prisionero a un comandante Dorsai y rebasamos en número al enemigo.

Me hizo un guiño. Tenía un rostro largo y muy tostado, lo que hacía que se formaran profundas arrugas cuando sus labios se curvaban.

–Esto hace que todo el mundo se sienta optimista. Además, nuestro comandante será ascendido si gana. Volverá a los Exóticos y a un puesto en la Plana Mayor, lejos del campo de combate. Es un buen asunto para nosotros que venza.

Y los dos nos reímos.

–Cuénteme más –dije –, aunque quiero argumentos que pueda usar en los artículos que envío a la Red de Noticias.

–Está bien –y contestó al gran saludo que le hizo un teniente que pasaba, un Cassidan, por la mirada que le dirigió –supongo que usted deberla mencionar lo corriente... el hecho de que nuestros patrones exóticos no se permiten emplear la violencia, y por consiguiente son siempre más generosos cuando se tiene que pagar a los hombres y los equipos. Y el Enlace Exterior, que es el embajador Exótico en Santa María, como sabe...

–Ya lo sé.

–Hace tres años tomó el puesto del anterior Enlace –Exterior. De todas formas, es algo especial, aún para alguien de Mara o Kultis. Es un experto en ontogénicos, si esto quiere decir algo para usted. Todo recae sobre mi cabeza.–Janol indico –: Aquí está la oficina del comandante del campo, es Kensey Graeme.

–¿Graeme? –dije frunciendo el ceño –. He pasado un día en la Haya buscándole, antes de venir aquí, pero me gustaría conocer su opinión sobre él. Me resulta familiar. –Nos acercábamos al edificio donde se hallaba la oficina –. Graeme...

–Probablemente está pensan 4o en otro miembro de la misma familia –y Janol se tragó el anzuelo –. Donald Graeme, un sobrino, el que realizó aquella colosal maniobra, no hace mucho, atacando a Newton, sólo con un puñado de barcos Amistosos. Kensey es el tío de Dona1d. No tan espectacular como el joven Graeme, pero apuesto a que usted lo preferirá al sobrino. Kensey tiene dos hombres semejantes. –Y me miró guiñándome ligeramente el ojo otra vez

–¿Supongo que esto quiere decir algo especial? –Replique.

–Eso es ––añadió Janol –, El mismo, y su hermano gemelo. Conocí a lan Graeme una vez cuando estaba en Bluevain, donde se halla la Embajada Exótica, al Este de aquí. Ian era un hombre moreno.

Entramos en la oficina.

–No puedo acostumbrarme a que los Dorsai estén tan emparentados entre sí –dije.

–Ni yo tampoco En realidad, supongo, que será porque hay demasiados. Los Dorsal forman un pequeño mundo, y viven unos cuantos años...

Janol se detuvo al lado de un comandante que se hallaba sentado en su escritorio.

–¿Podemos ver al Viejo, Hari? Este caballero es de la Red de Noticias.

–Claro, supongo que sí. –El otro miró la señal del tablero de su escritorio –. El Enlace Exterior estaba con él, pero acaba de marcharse ahora mismo.

Entramos. Janol me condujo por entre los escritorios. Una puerta al fondo de la habitación se abrió antes de que llegáramos a ella, y salió un hombre de mediana edad, de rostro tranquilo que vestía una túnica azul y el pelo blanco cortado casi al rape. Se le veía raro pero no ridículo, particularmente después de contemplar sus extraños ojos color avellana.

Era un exótico.

* * *

Conocí a Padma, así como a los Exóticos. Los he visto en sus propios mundos de Mara y Kurtis. Un pueblo dedicado a la no violencia, un pueblo de místicos, pero con un misticismo muy práctico, conocedores de todo lo que llamamos «ciencias ocultas» –una docena de portentosos hijastros de avanzada psicología, sociología, y humanidades, en los campos de la investigación.

–Señor –dijo Janol a Padma –, éste es...

–Tam Olyn, ya lo sé –interrumpió Padma con suavidad. Me sonrió y sus ojos parecieron atrapar la luz por un momento y cegarme –. Siento mucho lo de su cuñado, Tam.

Me quedé de piedra. Estaba dispuesto a irme, pero ahora permanecí allí, clavado, mirándole.

–¿Mi cuñado? –repliqué.

–El joven que murió cerca de Castlemain, en Nueva Tierra.

–Oh, sí –dije apretando los labios –. Me sorprende que usted lo sepa.

–Lo sé a causa de usted, Tam. –Una vez más, los ojos color avellana de Padma parecían querer cazar la luz –. Tenemos una ciencia llamada ontogénica, por la cual calculamos las probabilidades de las acciones humanas, y la situación presente y futura. Durante algún tiempo usted ha sido un importante factor en ese cálculo –y sonrió –. Por eso le estaba esperando para conocerle. Hemos contado con usted, Tam, para nuestra situación actual aquí en Santa María.

–¿Usted lo ha hecho? –contesté –. ¿Ustedes lo han hecho? Es muy interesante.

–Pensé que lo sería –dijo Padma con voz agradable –. Especialmente para usted. Un periodista, lo encontraría interesante.

–Así es –dije –. Parece que usted sabe mejor que yo, lo que tengo que hacer aquí.

–A este efecto –continuó Padma –, hemos hecho averiguaciones. Venga a verme en Blaudvain, Tam, y se lo demostrare.

–Así lo haré.

–Será muy bien recibido –y inclinó su cabeza. Su túnica azul apenas rozó el suelo se volvió, para abandonar la habitación.

–Sígame –dijo Janol tocándome el codo, me levanté como si acabara de despertarme de un profundo sueño –. El comandante está aquí.

Le seguí automáticamente hasta otra oficina. Cuando llegamos el individuo al que había venido a ver estaba sentado. Era un hombre alto, esbelto, con uniforme de campaña, osamenta poderosa y un rostro franco y sonriente, bajo unos cabellos negros, ligeramente rizados. Una especie de cálida personalidad –cosa extraña en un Dorsai – parecía flotar en torno de él cuando sé levantó para saludarme, y sus largos dedos y potentes manos escondieron la mía entre las suyas en un fuerte apretón.

–Entre –dijo – y permítame que le ofrezca una copa. Janol –añadió el comandante mercenario de Nueva Tierra –, no es preciso que se quede ahí parado. Puede marcharse, y diga al resto de los hombres de la oficina exterior que dejen de dar golpes.

Janol saludó al irse. Me senté y Graeme se dirigió a un pequeño bar que estaba dentro de un armario detrás de su mesa, y por primera vez en tres años, bajo la magia de aquel hombre peculiar que luchaba oponiéndose a mí, una cierta paz entró en mi alma. Con alguien como él a mi lado no podía perder.

III

–¿Sus credenciales? preguntó Graeme, tan pronto como estuvimos preparados para tomar un vaso de whisky Dorsai, que por cierto era muy bueno.

Le entregué mis papeles, y les echó una ojeada, cogiendo las cartas de Sayona, y el Enlace de Kultis para el comandante de las Fuerzas de Campo en Santa María. Las miró y las puso a un lado, mientras me devolvía la carpeta de las credenciales.

–¿Se paró usted al principio en Joseph's Town? –preguntó.

Yo asentí y vi que me miraba a la cara.

–A usted no le gustan los Amistosos –dijo.

Sus palabras me dejaron sin aliento. Había venido prevenido para hablarle abiertamente, pero había sido demasiado brusco, y desvié la mirada.

No me atreví a contestar enseguida. No podía; habría dicho mucho o demasiado poco, si hubiera hablado sin reflexionar, así que me encerré en mi mutismo.

–Si no hago nada durante el resto de mi vida –dije despacio –. Haré todo lo que pueda para eliminar a los Amistosos, y todo lo que pretenden, de la comunidad de los seres humanos civilizados.

Volví a mirarle. Estaba sentado con un codo apoyado sobre la mesa, vigilándome.

–Es un punto de vista muy severo. ¿No es cierto?

–No más severo que el suyo.

–¿Lo cree así? –dijo muy serio – No lo diría yo.

–Creí que usted era uno de los que les combatían.

–Bueno, sí. –Y sonrió un poco –, pero somos soldados los que estamos en ambos lados.

–No creo que ellos piensen de ese modo.

Denegó ligeramente con la cabeza.

–¿Qué le hace decir eso? –replicó.

–Lo he visto –contesté –. Me cazaron frente a las líneas de Castlemain, en Nueva Tierra, hace tres años –Y golpeé mi rodilla rígida –. Me hirieron y no pude navegar. Los Cassidan que había a mí alrededor comenzaron a retirarse... eran mercenarios y las tropas enemigas eran Amistosos alquilados también como soldados a sueldo.

Me detuve para tomar un sorbo de whisky. Cuando dejé el vaso, Graeme no se había movido, y permanecía sentado como si esperase.

–Allí estaba el joven Cassidan, un soldado fanfarrón –añadí –. Estaba completando una serie sobre la campaña desde vista individual, y la reunía para mi uso personal. Era una colección ordinaria, como usted sabe –volví a beber y vacié el vaso –. Mi hermana menor consiguió un contrato de contable con Cassidan, dos años antes, y se casó con él. Es mi cuñado.

* * *

Graeme tomó el vaso y lo lleno en silencio.

–No era en realidad un militar –dije –seguía un curso de mecánica y le faltaban tres años para terminar, pero quedó en un lugar muy bajo en los exámenes de competición cuando. Cassidan debía ir a Nueva Tierra en balance contractual de tropas. –Respiré profundamente –. Bueno para abreviar, acabó en Nueva Tierra en la misma campaña que yo estaba. A causa de la serie que escribía, lo asignaron conmigo. Los dos pensamos que era un buen asunto para él y que estaría más protegido de aquel modo.

–Bebí un poco más de whisky –. Pero, ya sabe que siempre hay una historia –más interesante que contar allá de la línea de combate. Nos cazaron en el frente un día en que las tropas de Nueva Tierra emprendían la retirada, y me metieron un balazo a través de la rodillera. Las tropas blindadas de los Amistosos maniobraban en transferencia y las cosas iban de mal en peor. Los soldados que estaban con nosotros se marcharon rápidamente a la retaguardia, pero Dave intentó llevarme, porque pensó que los blindados Amistosos me freirían antes de que se dieran cuenta de que yo no era un combatiente. Bueno, –Y tomé otra vez aliento –. Las tropas Amistosas de tierra nos, cogieron. Nos llevaron a un claro donde había un montón de prisioneros y nos retuvieron durante algún tiempo. Entonces un militar... uno de esos tipos fanáticos, un hombre de gran estatura que parecía un soldado muerto de hambre y que venia a tener mi edad... llegó con la orden de que teníamos que formar de nuevo para otro ataque.

Me detuve, a beber, pero no pude encontrarle gusto a lo que bebía.

Esto significaba que no podían distraer hombres para vigilar a los prisioneros. Tendríamos que soltarlos detrás de las líneas de los Amistosos. El soldado dijo que no sería conveniente. Tendrían que asegurarse de que los prisioneros no les pondrían en peligro.

Graeme estaba aun mirándome.

–No comprendo, no acabo de entender porqué los demás Amistosos ponían reparos... ninguno de ellos era un suboficial como el soldado –. Puse el vaso sobre la mesa y miré las paredes de la oficina, viéndolo todo otra vez tan claro como si mirara por una ventana –Recuerdo cómo el soldado se mantuvo erguido. Vi sus ojos, como si hubiera sido insultado por los otros cuando les replicaba.

–¿Son los Escogidos de Dios? –les gritó –. ¿Son de los Escogidos?

Miré a Kensie Graeme que continuaba inmóvil, en su contemplación con un vaso pequeño en una de sus grandes manos.

–¿Comprende? –le dije –, como si los prisioneros no fueran Amistosos, no fueran humanos. Como si pertenecieran a un orden inferior al que estuviera bien matar. ¡Y lo hizo! Permanecí sentado contra un árbol, a salvo a causa de mi uniforme de corresponsal, y vi cómo les disparaba a todos. Estaba sentado allí y miraba a Dave y él me miraba a mí, sentado, mientras el soldado les daba muerte a todos.

Me detuve enseguida. Aquello no quería decir que fuera a explicarlo todo. Era precisamente que no había podido hablar con nadie que pudiera hacerse cargo de cuán desamparado había estado; pero algo en Graeme me sugirió que podría comprenderme.

–Sí –dijo después de un momento tomando mi vaso y llenándolo otra vez –. Esta clase de cosas son muy desagradables. ¿Se encontró y se juzgó al soldado según el Código de los Mercenarios?

–Sí. Después de que fuera demasiado tarde.

Asintió y miró hacia la pared.

–Todos no son así, naturalmente.

–Pero es suficiente para conseguir una mala reputación.

–Desgraciadamente, sí. Bueno, me dirigió una sonrisa –, procuremos mantener esas cosas fuera de esta campaña.

–Dígame algo –dije dejando mi vaso –. ¿Esta clase de cosas –como dice usted – les suceden alguna vez a los Amistosos?

Algo pasó en la atmósfera del cuarto. Hubo una pequeña pausa antes de contestar y yo sentía mi corazón cómo latía lentamente, tres veces, mientras esperaba que hablase.

Por fin dijo:

–No, no les suceden.

¿Por qué no? –pregunté.

La sensación de un cierto climax en torno a nosotros se hizo más patente y me di cuenta de que había ido demasiado aprisa. Había estado sentado hablándole como un hombre y olvidándome de quién era. Ahora empezaba a olvidar que era un ser humano y tuve conciencia de él como de un Dorsai –un individuo tan humano, como yo, pero sometido a un entrenamiento distinto y educado por generaciones diferentes. No se movió ni cambió el tono de su voz, pero en cierto modo, parecía que nos sepárase un abismo infranqueable, una extensión en la que no me era posible aventurarme sin riesgo de mi vida.

Recordaba lo que se había dicho de su gente procedente de aquel pequeño mundo frío y montañoso: que si los Dorsai retiraran a sus guerreros del servicio de los otros mundos y éstos desaparecieran, los hombres de esta raza no sabrían adaptarse a las normas de civilización de la Humanidad en paz. En realidad, nunca lo hubiera creído antes. Nunca me había detenido a pensarlo, pero estando allí sentado, precisamente, y a causa de lo que sucedía en la habitación, de pronto se me apareció en toda su realidad. Podía sentir el conocimiento, frío como el viento que sopla en un glaciar; y entonces, contestó a mi pregunta.

–Porque las cosas como ésta están prohibidas específicamente por el articulo dos del Código de Mercenarios.

Entonces se echó a reír bruscamente y lo que había notado en la habitación, se retiró, y respiré de nuevo.

–Bueno –dijo poniendo su vaso vacío sobre la mesa, ¿Y si nos trasladáramos a la mesa de la oficialidad para comer algo?

Cené con ellos y la comida fue muy suculenta. Querían que me preparara para la noche –pero me sentía arrastrado hacia aquel frío recinto, triste, cerca de Joseph's Town, donde todo lo que me esperaba era una especie de fría y amarga satisfacción al sentirme entre mis enemigos. Y regresé.

Serían las once de la noche cuando me dirigí a la puerta del recinto donde aparqué, y precisamente entonces una figura salió de la entrada de los cuarteles de Jamethon. La manzana estaba poco iluminada, sólo unos cuantos focos en las paredes, cuya luz se perdía en el pavimento mojado por la lluvia. Durante un momento, no reconocí la figura, y luego vi que era Jamethon.

Habría pasado por mi lado a muy corta distancia, pero salté de mi coche y me acerqué a saludarle. Se detuvo cuando me paré enfrente de él.

–Mr. Olyn –dijo con suavidad. En la oscuridad no podía descubrir la expresión de su rostro.

–Tengo que hacerle una pregunta –dije sonriendo en la oscuridad.

–Es tarde para hacer preguntas.

–No tardaremos mucho. –Me esforcé por captar la expresión de su rostro, pero estaba todo en sombras –. He visitado el campamento Exótico, y su comandante es un Dorsai. ¿Supongo que usted lo sabe?

–Sí. –Apenas podía ver el movimiento de sus labios.

–Tenemos que hablar. Ha surgido una duda y deseo preguntarle, comandante. ¿Ordena usted a sus hombres que maten a los prisioneros?

Entre nosotros se hizo silencio breve y extraño, y después contestó:

–El asesinato o abuso en los prisioneros de guerra –dijo sin emoción –, está prohibido por el artículo dos del Código de Mercenarios.

–¿Pero ustedes no son mercenarios aquí, no es cierto? Ustedes son tropas nativas al servicio de su propia comunidad verdadera y de los fundadores.

–Mr. Olyn –dijo mientras yo intentaba todavía sin éxito descubrir la expresión de su rostro en sombras, y parecía que las palabras salían lentamente, aunque el tono de la voz que las pronunciaba permaneciese tan tranquilo corno siempre –. Mi señor me ha hecho para ser su servidor y un líder entre los hombres de guerra. En ninguna de estas tareas puedo faltarle.

Y al decir esto, se volvió. Su rostro todavía se ocultaba a mi vista cuando pasó por mi lado y se fue.

Solo, regresé a mi habitación. Allí me desvestí y me eché en el duro y estrecho catre que me habían asignado. Afuera la lluvia había cesado al fin. A través de la ventana abierta y sin cristales podía ver unas cuantas estrellas.

Permanecí allí, dispuesto a dormir y pensando en lo que tenía que hacer al día siguiente. El encuentro con Padma, el Enlace –Exterior, me había conmovido profundamente. Acepté con reservas lo que él llamaba cálculos de acciones humanas pero había sido forzado para que los aprendiera. Tenía que descubrir aún más, todo lo que su ciencia sobre ontogénicos conocía y podía pronosticar. Si fuera necesario, del mismo Parma. Pero comenzaría primero con las fuentes normales de referencia.

Nadie, pensé, podría tomar en consideración el fantástico pensamiento de que un hombre como yo pudiera destruir una cultura que concernía a las poblaciones de dos mundos. Nadie, excepto Padma, quizá. Lo que yo sabía, él podría descubrirlo con sus cálculos. Y así fue que las palabras de los Amistosos de Armonía y Asociaciones, se enfrentaban a una decisión que podía significar la vida o la muerte para su forma de vivir. Una cosa muy pequeña podía volcar la escalera que ellos habían suspendido.

Por eso un nuevo viento soplaba entre las estrellas.

Cuatrocientos años antes, todos hubiéramos sido hombres de la Tierra. La Vieja Tierra, el planeta madre que era mi suelo natal. Un pueblo.

Luego, con el traslado a nuevos mundos, la raza humana se había «astillado», para usar un término Exótico. Cada tipo menor de fragmento social y psicológico se había apartado por sí mismo, y unido a otros como él, en su progresión hacia tipos de mayor especialización. Hasta que tuvimos media docena de fragmentos de tipos humanos el guerrero entre los Dorsai, el filósofo en los mundos Exóticos, el duro científico en Newton, Cassidan y Venus, etcétera...

El aislamiento había creado unos tipos específicos. Luego, una creciente intercomunicación entre los mundos más jóvenes, ahora establecidos, y un cálculo de aumento continuo en los avances tecnológicos, había obligado a la especialización. El comercio entre los mundos, era el de mentes inteligentes o especializadas. Los generales de los Dorsai eran valiosos para intercambiarlos por psiquiatras de los Exóticos. Los hombres de Comunicaciones de la Vieja Tierra, como yo, trajeron de Cassidan proyectistas de naves espaciales. Y así había sido durante los últimos cien años.

Pero ahora los mundos se agrupaban. La economía fusionaba las razas en una sola. Y la lucha de cada mundo consistía en asegurar las ventajas de aquella fusión mientras fortalecían todo lo que podían sus propios sistemas.

Las transacciones eran necesarias y la áspera y rígida religión Amistosa prohibió las transacciones y se creó muchos enemigos. Hasta en otros mundos la opinión pública se movió contra los Amistosos. Los desacreditaron, los infamaron públicamente y no pudieron reclutar fuera sus soldados. Sufrieron el desequilibrio de su balanza comercial con la que contaban para contratar a los sabios especialistas entrenados por las facilidades especiales de otros mundos, y que necesitaban para mantener sus dos mundos vivos, pobres en recursos naturales. De seguir así todos morirían.

Como el joven Dave había muerto. Lentamente. En la oscuridad.

Ahora en la oscuridad, mientras pensaba, se representó la escena ante mí una vez más. Era apenas mediodía cuando fuimos hechos prisioneros, pero en el momento en que el soldado vino con las órdenes de vigilarnos y de que no escapáramos, el sol ya casi se había puesto.

Después de que se hubieron ido, cuando todo había desaparecido y me dejaron solo, me arrastré en la claridad hasta sus cuerpos, entre ellos encontré a Dave; y su vida aún no se había extinguido completamente.

Estaba herido y sangraba y yo no podía contener la hemorragia.

No hubiera recibido ayuda si no hubiera sido por mí según me dijeron más tarde. Pero luego me pareció que podría ayudarle, así que lo intenté y finalmente lo tuve que dejar ya que en aquel momento era noche oscura. Sólo le sostuve y no supe que había muerto hasta que comenzó a enfriarse; y entonces se inició en mí un cambio, como mi tío había siempre deseado. Me sentía muerto por dentro. Dave y mi hermana habían sido mi familia, la única familia que siempre tuve la esperanza de conservar. En cambio estaba sentado en la oscuridad, sosteniéndole y oyendo la sangre que salía de sus ropas empapadas de rojo, cayendo gota a gota, lentamente sobre las hojas muertas de un roble que se hallaba debajo.

* * *

Ahora estoy echado en el recinto de los Amistosos, incapaz de dormir y recordando. Al cabo de un rato oí la marcha de los soldados formados en el patio para el servicio de medianoche.

Estaba echado sobre mi espalda escuchándolos. La única ventana de mi cuarto quedaba sobre mi cama a gran altura en la pared, en cuyo lado izquierdo se hallaba el catre. No tenía cristales, y el aire de la noche con sus sonidos, pasaba libremente por la luz opaca de la calle que pintaba un pálido rectángulo en la pared opuesta de mi habitación. Miraba aquel rectángulo escuchando los sonidos que llegaban del exterior; y oí al oficial de guardia que se dirigía a los soldados en una arenga sobre el valor. Después, cantaron otra vez su himno de guerra; y en esta ocasión lo escuché hasta el final.

y'

28

Soldado, no preguntes –ahora, o nunca.

Donde a la guerra tus banderas van.

Las legiones anárquicas nos rodean

¡Lucha pero no cuentes tos golpes!

Gloria, honor –alabanza y provecho,

No son más que juguetes de oropel.

Haz tu trabajo, sin preguntar,

Deja a la tierra la arcilla humana.

Sangre y tristeza –dolor sin fin,

Son todos nuestros tesoros.

Empuña la espada desnuda, hacia tu enemigo,

Alegremente en la batalla

¡Así nosotros, ungidos soldados,

Estaremos por fin ante el Trono,

Bautizados en el torrente rojo de nuestras heridas.

Confirmados por nuestro Señor sólo!

Después se dispersaron hasta sus catres en nada diferentes al mío propio. Escuchaba el silencio de la calle y las gotas de lluvia, a través de mi ventana, cómo caían lentamente, una a una, incontables en la oscuridad.

IV

Al día siguiente del aterrizaje, ya no llovía. De día en día, los campos se secaban y pronto estarían firmes para soportar el peso de los equipos de guerra. Y todos sabían que para entonces prepararían los Exóticos su ofensiva. Mientras tanto las tropas Exóticas y Amistosas estaban sometidas a duro entrenamiento.

Durante la semana siguiente estuve muy ocupado con mi trabajo de corresponsal. La mayor parte del mismo consistía en pergeñar cuentos y narraciones, cartas sobre soldados y nativos. Tenía mensajes personales que entregar, y lo hice fielmente. Un corresponsal sólo vale lo que sus relaciones; yo las hice en todas partes, menos entre las tropas Amistosas que permanecían aisladas. Aunque hablé con muchos de ellos, rehusaban exhibir ante mí su temor o su duda.

Había oído decir que los soldados Amistosos estaban cortos de adiestramiento a causa de las tácticas suicidas de sus oficiales, que conservaban sus grados mediante reemplazos nuevos Pero los que estaban aquí eran los supervivientes de una fuerza expedicionaria de un contingente seis veces mayor al actual. Todos eran veteranos, aunque la mayoría no habían cumplido los treinta años. Sólo de vez en cuando, entre los suboficiales, y más a menudo entre los oficiales comisionados, vi al prototipo del subalterno, que había ordenado que mataran a los prisioneros de Nueva Tierra. Los hombres como él parecían lobos furiosos mezclados con cachorrillos, dulces y sumisos.

Era una deliciosa tentación pensar que había venido sólo por ellos y para destruirlos.

Para vencer esta tentación, me dije, que Alejandro el Grande había mandado expediciones contra las tribus de las colinas y cuando gobernaba en Pella, capital de la Macedonia, había ordenado a sus hombres, que fueran sin temor a la muerte. Pero hasta los soldados amistosos me parecían demasiado jóvenes. No podía dejar de compararlos con los mercenarios de Kensey Graeme, fuerzas adultas y expertas.

Los Exóticos, obedientes a sus principios no contratarían tropas o soldados que no llevasen el uniforme por su propia voluntad.

Hacía tiempo que no sabía nada del Frente Azul, ya habían pasado dos semanas desde que tuviera mis primeros contactos en Nuevo San Marcos y al comenzar la tercera semana uno de ellos me trajo la noticia de que la joyería de Wallace Street, había cerrado sus puertas, bajado los cierres metálicos y vaciado la gran estancia de personal y existencias, trasladándose o cesando en el negocio. Esto era todo lo que necesitaba saber.

En los días siguientes permanecí en la vecindad de Jamethon Black y al final de la semana vi mi vigilancia coronada por el éxito.

A las diez de la noche de aquel viernes me hallaba en la pasarela, precisamente encima de mi cuarto, y bajo el camino del centinela, advirtiendo cómo tres civiles, con el distintivo del Frente Azul, que conducían un coche por el interior del rectángulo, salían de él y a continuación entraban en la oficina de Jamethon.

Estuvieron allí poco más de una hora. Cuando salieron, me fui a la cama y aquella noche dormí profundamente.

* * *

A la mañana siguiente me levanté temprano, y encontré Correo para mí.

Un mensaje del director de la Red de Noticias en la Tierra había llegado por vía espacial; en él me felicitaba personalmente por mis crónicas. Hacía tres años una cosa como aquella habría significado mucho para mí, mientras que ahora sólo me preocupaba que decidieran enviarme un ayudante para que me echara una mano en mi trabajo, y no podía arriesgarme a que otra persona de mi oficio viera lo que yo hacía.

Subí a mi coche y me dirigí al Este, siguiendo el camino a Nuevo San Marcos y al Cuartel General Exótico. Las tropas Amistosas ya estaban en el campo, a dieciocho kilómetros al Este de Joseph's Town. Me detuvo una patrulla de cinco hombres, que no llevaban oficial subalterno. Me reconocieron en el acto.

–En nombre de Dios, Mr. Olyn –dijo el primero que llegó a mi coche, inclinándose para hablarme por la ventanilla abierta – No puede continuar por este camino.

–¿Le importaría si le pregunto el motivo? –le repliqué.

Se volvió y señaló hacia abajo, a nuestra izquierda, hacia un pequeño valle entre dos colinas boscosas.

–La práctica del levantamiento de planos va progresando.

El pequeño valle o pradera tenía quizás unos cien metros de ancho entre las laderas de los bosques, y se curvaba a mi derecha hasta desaparecer. En el borde de las laderas, donde se hallaban las praderas, había matas de lilas con capullos. La misma pradera era verde y hermosa, con la hierba joven de principios del verano, el blanco y púrpura de las lilas y los robles que estaban detrás de las lilas tenían un contorno velloso con pequeñas y tiernas hojas.

En medio de todo aquello, en el centro de la pradera, se veían unas figuras vestidas de negro con aparatos de calcular, midiendo e imaginando las posibilidades de muerte desde cada ángulo. En el mismo centro de la pradera, por algún motivo, habían colocado postes indicadores; un poste solo, luego otro en frente, con otros dos a cada lado, y un poste más en la línea frontal. Más lejos había otro poste solo, desplomado, como si hubiera caído en la hierba y estuviera abandonado.

Miré otra vez al joven soldado.

–¿Están preparándose para derrotar a los Exóticos? –pregunté.

Como no había ironía en mi voz, tomó la pregunta como si hubiera sido sincera.

Sí, señor –dijo muy serio, y yo lo miré, así como a su piel lisa y sus claros ojos.

–¿Han pensado alguna vez que podrían perder?

–No, Mr. Olyn –sacudió la cabeza con solemnidad –. Ningún hombre que lucha por el Señor puede perder. –Vio que necesitaba convencerme y continuó muy serio –. Puso Su mano sobre Sus soldados, y para ellos sólo es posible la victoria, o algunas veces la muerte. ¿Y qué es la muerte?

Miró a sus compañeros y todos asintieron.

–¿Qué es la muerte? –contestaron a coro.

Les miré cuando me preguntaron lo que era la muerte y comprendí que entre ellos también se hacían esta misma pregunta como si estuvieran hablando de un trabajo duro pero necesario.

Tenía una contestación, pero no quise dársela. La muerte era un jefe de grupo, uno de su especie, dando órdenes a soldados como ellos de asesinar a los prisioneros. Esto era la muerte.

Llamé a un oficial y le dije:

–Mi pasaporte me permite pasar por aquí.

–Lo siento, señor. –Dijo el que me había estado hablando –. No podemos dejar nuestra posición para avisar a un oficial. Pronto llegará uno.

Sabía lo que significaba "pronto", y tenía razón. Ya era media noche cuando llegó el jefe de la fuerza y ordenó que se marcharan y me dejaran pasar.

* * *

Cuando entré en el Cuartel General de Kensie Graeme el sol estaba bajo, trazando dibujos en el suelo con las grandes sombras de los árboles Parecía como si el campamento acabara de despertarse. No necesité mucho tiempo para ver que los Exóticos comenzaban al fin a avanzar contra Jamethon.

Encontré a Janol Marat, el cabo de Nueva Tierra.

–He venido a ver al comandante de Campo Graeme –dije.

Sacudió la cabeza, puesto que ahora nos conocíamos bien uno y otro.

–Ahora no, Tam. Lo siento.

–Janol –supliqué –, no es para una entrevista, es un asunto de vida o muerte Se lo aseguro. Tengo que ver a Kensie.

Se quedó mirándome y yo aparté la vista.

–Espere aquí –me dijo. Estábamos precisamente en la oficina del Cuartel General. Janol salió y estuvo fuera unos cinco minutos. Permanecí escuchando el ti–tac del reloj de pared. Cuando regresó me dijo:

–Sígame por aquí.

Me condujo al exterior y por entre la redonda bola de plástico que eran los edificios, hasta una pequeña estructura medio escondida entre los árboles. Cuando nos detuvimos a la entrada me di cuenta que se trataba de la residencia personal de Kensie. Atravesamos un pequeño salón hasta un cuarto que era alcoba y baño. Kensie salía de la ducha y se estaba poniendo el albornoz. Me miró primero a mí con curiosidad y luego a Janol.

–Muy bien, comandante –dijo –. Puede regresar ahora a sus obligaciones.

–Señor –dijo Janol sin mirarme.

Saludó y se fue.

–Está bien, Tam –dijo Kensie poniéndose los pantalones del uniforme –. ¿Qué hay?

–Sé que usted está dispuesto a atacar –repliqué.

Me miró sonriendo con ironía, mientras se abrochaba la cintura de los pantalones. Aún no se había puesto la camisa, y en aquella habitación, más bien pequeña, parecía un gigante con una fuerza natural irresistible. Su cuerpo estaba bronceado, como la madera oscura, y los músculos como bandas elásticas cruzaban su pecho y hombros. Tenía el vientre hundido y los brazos nervudos. Una vez más percibí la particular calidad de los Dorsai. No era precisamente su tamaño o su fuerza física, ni el hecho de que hubiera sido entrenado para la guerra desde su nacimiento y preparado para la lucha. No, era algo más vivo pero intangible –la misma calidad que se hallaba en los Exóticos puros, como Padma, el Enlace –Exterior, o algún investigador de Newton o Cassidan. Algo muy por encima y más allá de la forma de un hombre común; una especial serenidad, un sentido del convencimiento de que su propia personalidad era tan excepcional que le hacía aparecer más allá de todas las debilidades, a la vez intocable e inconquistable.

Vi con mis ojos la ligera y oscura sombra de 3amethon Black, opuesta a este hombre; y la sola idea de que pudiera vencerle resultaba poco menos que inconcebible.

Pero había siempre un peligro.

–Bien, le diré lo que va a pasar –le dije a Kensie –. Acabo de descubrir que Black había estado en contacto con el Frente Azul, un grupo político terrorista nativo, con su Cuartel General en Blauvain. Tres de ellos le visitaron la noche pasada; yo los vi.

Kensie cogió la camisa y deslizó su brazo por una manga.

–Ya lo sé –contestó.

Me quedé mirándole.

–¿No lo comprende? –dije –. Son asesinos. Es su oficio, y el único hombre de clase que ellos y Jamethon Black podrían querer matar es usted.

Metió el otro brazo por la manga restante.

–También lo sé –replicó –. Quieren que el actual gobierno de Santa María desaparezca y ocupar ellos el poder, lo que no será posible mientras los Exóticos tengan dinero suficiente para contratarnos para que conservemos la paz.

–No han conseguido ayuda de Jamethon Black.

–¿La tiene, ahora? –preguntó.

–Los Amistosos están desesperados –le expliqué –. Aunque llegaran mañana los refuerzos, Jamethon sabe cuál es su suerte, ahora que usted está dispuesto a atacar. Los asesinos pueden ser hombres fuera de la ley, según las Convenciones de Guerra y el Código de Mercenarios, pero usted y yo conocemos a los Amistosos.

–Kensie me miró de un modo peculiar, mientras cogía su chaqueta.

–¿Los conocemos? –Contestó.

Aguanté su mirada.

–¿No lo cree así?

–Tam. –Se puso la chaqueta y la abotonó – Conozco a los hombres contra los que voy a luchar. Esta es mi misión. ¿Pero, por que se cree usted conocerlos?

–Porque también es la mía –contesté – Quizás usted ha olvidado que soy periodista. Conocer la gente es mi oficio, primero, después y siempre.

–Pero usted no tiene que tratar con los Amistosos.

–¿De veras? –repuse –. He estado en todos los mundos y he visto al decidido Cetan, y quiere su parte, pero es un ser humano. He visto a los Newtonianos y a los Cassidianos con sus cabezas en las nubes, pero si les da un tirón en la manga se les puede atraer a la realidad. He visto a Exóticos como Padma, con sus artimañas mentales y a los Frienlanders escuchándose en cintas magnetofónicas. Los he visto desde mi mundo de Vieja Tierra, y también a Coby, Venus y hasta a los Dorsai como usted. Y le digo que todos tienen una cosa en común. Todos son humanos Cada uno es humano a su manera, y su especialización viene a resultar tremendamente valiosa.

–Y los Amistosos, ¿no la tienen?

–Fanatismo –le dije –. ¿Es eso valioso? Es, precisamente, todo lo contrario. No puede haber nada de bueno en una fe increíble, ciega, sorda y muda que no deja al hombre razonar por sí mismo.

–¿Cómo sabe usted que no razonan? –preguntó Kensie

Estaba de pie mirándome.

–Quizás alguno de ellos lo haga –le contesté –. Quizá los jóvenes, antes de que el veneno tenga tiempo de hacer su efecto. ¿Qué bien puede reportar esto, mientras exista la cultura?

* * *

En la habitación se hizo un súbito silencio.

–¿De qué está hablando? –preguntó Kensie.

–Supongo que usted quiere capturar a los asesinos –le dije –. No a las tropas Amistosas. Demuestre que Jamethon Black ha roto las convenciones de guerra mediante un acuerdo con ellos para matarle y podrá ganar Santa María para los Exóticos sin disparar un tiro

–¿Y cómo podría hacerlo?

–Conmigo –le repliqué –. He conseguido un salvoconducto para llegar hasta el grupo político que representa a los asesinos. Déjeme ir con ellos como su representante y pujar más que Jamethon. Ofrézcales el reconocimiento del gobierno ahora. Padma y el actual gobierno de Santa María estarían en sus manos si pudiera borrar a los Amistosos del planeta de esta manera tan sencilla.

Me miró sin expresión alguna.

–¿Y qué supondría que voy a conseguir con eso?

–El testimonio jurado de que les habían contratado para asesinarle. Todos los testimonios que se puedan necesitar están a su servicio.

–Ningún juez de Investigación Interplanetaria podría creer a esa gente –dijo Kensie.

–¡Ah! –exclamé. Y me eché a reír –. Pero sí me creerían a mí, un representante de la Red de Noticias, cuando respaldara sus declaraciones.

Hubo un nuevo silencio durante el que su rostro continuó tan inexpresivo como siempre.

–Ya comprendo –contestó. Pasó ante mí en dirección al salón mientras yo le seguía. Se acercó al dictáfono, apretó un botón y habló a una pantalla gris sin imagen.

–Janol –llamó.

Se apartó de la pantalla, cruzó la habitación hacia un armario y empezó a ponerse su equipo de combate. Se movía deliberadamente sin mirar ni hablar hacia donde yo estaba. Después. de unos cuantos minutos, la puerta del edificio se abrió y entró Janol.

–¿Qué desea, señor? –dijo el Friendiander.

–Mr. Olyn se queda aquí hasta nuevas órdenes.

–Sí, señor –replicó Janol.

Y Graeme salió de la estancia.

Me quedé mudo, mirando la puerta por la cual había salido. No podía creer que hubiera violado la Convención, no sólo por desconsideración hacia mí, sino para ponerme bajo arresto y tenerme allí atado de pies y manos.

Me volví hacia Janol que me estaba mirando con una especie de amarga simpatía reflejada en su largo y moreno rostro.

–¿Está el Enlace –Exterior en el campamento? –le pregunté.

–No. –Se acercó a mí –. Ha vuelto a la Embajada Exótica en Blauvain. Ahora sea buen chico y siéntese. ¿Por qué no lo hace? Podríamos pasar las próximas horas de un modo agradable.

Nos estábamos mirando cara a cara cuando le di un golpe en el estómago.

Había boxeado un poco en la Universidad en mis tiempos de estudiante. Si explico esto no es para aparecer como una especie de héroe musculoso, sino para especificar que tenía suficiente sentido común para no intentar golpearle en la mandíbula. Graeme habría encontrado con toda probabilidad el punto vulnerable, sin pensarlo siquiera, pero yo no soy un Dorsai. El área bajo el pecho de un hombre es relativamente grande, blanda, manejable y generalmente buena para los aficionados, y yo sabía algo sobre la forma de golpear. No obstante, Janol no estaba noqueado. Permanecía en el suelo, doblado, con los ojos abiertos. Pero no hubiera podido incorporarse de inmediato. Me volví y salí rápidamente del edificio.

En el campamento había mucho trabajo y nadie me detuvo. Entré en mi coche y cinco minutos después estaba libre discurriendo por la carretera hacia Blauvain.

V

Catorce kilómetros separaban Nueva San Marcos de Blauvain y la Embajada de Padma, y los hubiera recorrido en seis horas, pero me detuvo un puente semiderruido y empleé catorce horas.

A la mañana siguiente, después de las ocho, irrumpí en el semi-parque, semi-edificio de la Embajada.

–¿Está todavía Padma? –dije.

–Sí, Mr. Olyn –contestó la joven recepcionista –. le está esperando.

Llevaba una túnica púrpura y me dirigió una sonrisa que me dejó indiferente; estaba demasiado contento porque Padma aún no se hubiera puesto en marcha hacia el área del conflicto.

La recepcionista me llevó a un ángulo y me dejó con un joven Exótico, que se presentó a sí mismo como uno de los secretarios de Padma. Me condujo a cierto lugar cercano y me presentó a otro secretario, esta vez se trataba de un hombre de mediana edad, que me llevó a través de varias estancias, y por un largo corredor hasta llegar a una esquina en la que se hallaba, según dijo, la entrada al área oficial donde Padma trabajaba en aquel momento. Entonces me dejó.

Seguí la dirección, pero cuando me detuve en la entrada, no había dentro una habitación, sino otro corredor más corto. Y, de pronto, tuve que poner sordina a mi sorpresa, pues la persona que se dirigía hacia mí era Kensie Graeme.

Pero el hombre que parecía Kensie, apenas me dirigió una mirada, y sin percatarse de mi presencia continuó su marcha. Entonces lo comprendí todo.

No era Kensie, naturalmente. Era su hermano gemelo Ian, comandante de las Fuerzas de Carrington de los Exóticos, aquí en Blauvain.

Dio unos pasos mientras yo me acercaba, pero la emoción todavía hacía presa en mi cuando nos encontramos.

No creo que nadie se le hubiera acercado en mi situación, sin haberse sentido emocionado del mismo modo. A veces, en diferentes ocasiones, supe por Janol que lan era todo lo contrario de Kensie, no en el sentido militar –los dos eran magníficos ejemplares de oficiales Dorsai – sino en lo que hacía referencia a sus características personales.

Kensie me había producido un profundo impacto desde el primer momento que lo vi, con su naturaleza alegre, con su carácter cálido que a veces empeñaba el hecho de que fuera un Dorsai. Cuando los asuntos militares no le presionaban directamente aparecía radiante; en su presencia uno podía calentarse como bajo el sol. lan, su doble físicamente y que en aquellos momentos se dirigía hacia mí, parecía todo oscuridades.

Al fin, la leyenda de los Dorsai cobraba realidad. Ante mí estaba el hombre. inflexible, de corazón de piedra y alma sombría y solitaria. En la poderosa fortaleza de su cuerpo, lan moraba, como un eremita aislado en una montaña. El orgullo de sus remotos antepasados, solitarios montañeses de Escocia, se hacía evidente en su persona.

No era la ley ni la ética sino la confianza en la palabra dada, la lealtad al clan y el deber de la sangre feudal lo que predominaban en lan. Era un hombre que hubiera atravesado el infierno para saldar una cuenta.

En aquel momento, cuando vi que se acercaba me di cuenta por fin de cómo era, y di gracias a Dios de que no tuviera que vérmelas con él.

* * *

Luego pasamos uno al lado del otro, y desapareció doblando la esquina.

Recuerdo haber oído el rumor de que a su alrededor la oscuridad se iluminaba excepto en presencia de Kensie. Era la otra cara de su hermano gemelo y si hubiera perdido alguna vez la hizo que la presencia de Kensie le prestaba, se hubiera quedado sumido en la más negra oscuridad.

Había una explicación que iba a recordar más tarde, mientras le veía venir hacia mí en aquel momento.

Pero entonces cuando entraba en lo que parecía un pequeño invernadero y veía el rostro y el blanco pelo cortado al rape de Padma, en enlace –exterior no recordaba nada semejante.

–Entre, Mr. Olyn –dijo levantándose –. Y venga conmigo.

Pasó bajo una bóveda de capullos de clemátides color púrpura. Le seguí y me encontré en un pequeño patio, donde sólo se veía la forma elíptica de un aerocoche sedan. Padma subió a uno de los asientos frente a los controles, mientras me abría la puerta.

–¿Adónde vamos? –le pregunté al subir.

Tocó el panel del autopiloto; la nave se elevó en el aire. Dejó que navegase por sí misma, y dio vuelta a su asiento para mirarme cara a cara.

–Al cuartel general en el campo de batalla del comandante Graeme –contestó.

Sus ojos tenían el color de las avellanas, pero parecían contraerse con la luz del sol que atravesaba la superficie transparente del aerocoche, el cual cuando alcanzamos cierta altura, comenzó a moverse horizontalmente. No podía leer en sus ojos, ni ver la expresión de su cara.

–Ya entiendo –dije –. Naturalmente, sé que una llamada del Cuartel General de Graeme llegará a usted más deprisa de lo que yo podría hacer en un coche corriente, desde el mismo sitio. Pero espero que ustedes no intentarán raptarme o algo por el estilo. Tengo las Credenciales de Imparcialidad que me protegen como periodista, así como las autorizaciones de los mundos Amistosos y Exóticos. Y no pretendo asumir la responsabilidad de cualquier conclusión que haya tomado Graeme, después de la conversación que los dos sostuvimos a primera hora de la mañana.

Padma, mirándome, seguía en el asiento de su aerocoche. Sus manos, cruzadas sobre las rodillas, estaban pálidas, destacando en su túnica amarilla, pero con fuertes venas que resaltaban bajo la piel del dorso.

–Usted viene conmigo por mi propia decisión, no por la de Kensie Graeme.

–Quiero saber por qué –le contesté tenso.

–Porque usted es muy peligroso –dijo lentamente, y se volvió a sentar mirándome con firmeza.

Esperaba que siguiera pero no lo hizo.

–¿Peligroso? –repliqué –. ¿Peligroso para quién?

–Para el futuro de todos nosotros.

Me le quedé mirando y estallé en una carcajada. Estaba verdaderamente enfadado.

–No es cierto –dije. Movió lentamente la cabeza sin dejar de mirarme; yo me sentía desconcertado ante esos ojos inocentes y abiertos como los de un niño, pero no pude ver en ellos al hombre.

–Está bien –continué –. Dígame, ¿por qué soy peligroso?

–Porque quiere destruir toda una raza, y usted ya sabe como.

* * *

Hubo un corto silencio. El aerocoche volaba por el cielo sin un sonido.

–Se me ocurre una cosa –dije lentamente –. ¡Me gustaría saber de dónde ha sacado esa idea singular!

–De nuestros cálculos ontogénicos –contestó Padma. con la misma calma que yo –. Y no es una presunción, Tam, como usted sabe.

– ¡Ah, sí! –repliqué –. Los ontogénicos. Voy a tener que estudiar esa ciencia.

–¿Lo ha hecho ya, no es cierto, Tam?

–¿Yo? –exclamé –. Supongo que sí. No entiendo muy bien en qué consiste todavía pero recuerdo que es algo sobre la evolución.

–La ontogenia –continuó Padma – es el estudio de los efectos de la evolución sobre las fuerzas que actúan recíprocamente en la sociedad humana.

–¿Soy yo una fuerza recíproca?

–Por el momento y durante los pasados años, sí –dijo Padma –. Y posiblemente durante algunos años en el futuro, pero puede también ser que no siga siéndolo.

–Esto parece una amenaza.

–En cierto sentido lo es.

–Los ojos de Padma se iluminaron mientras yo le miraba –. Usted es tan capaz de destruirse a sí mismo, como a los demás.

–No me gustaría hacerlo.

–Entonces –dijo Padma –será mejor que me escuche.

–Claro, con mucho gusto repliqué –. Mi oficio es escuchar. Dígame todo lo que sepa sobre la ontogenia y sobre mí mismo

Ajustó los controles y dio la vuelta a su asiento para mirarme otra vez.

La raza humana –explicó Padma – estalló en una explosión evolucionaría en el momento histórico en que la colonización interestelar se había hecho ya corriente. Se sentó mirándome, mientras yo le escuchaba atentamente –. Esto sucedió por razones contrarias al instinto de la raza, pero que era una autoprotección esencial dada nuestra naturaleza.

Busqué en los bolsillos de mi chaqueta.

–Quizá sería mejor que tomara unas notas –dije.

–Como quiera –contestó Padma imperturbable –. Después de aquella explosión llegaron las Culturas dedicadas individualmente a la faceta única de la personalidad humana. La faceta combativa, la lucha, fueron los Dorsai. La faceta que entregaba al individuo en brazos de una u otra fe, correspondió a los Amistosos. La faceta filosófica fue la creada por la Cultura Exótica a la que pertenezco, y a todas ellas las llamamos las Culturas Divididas.

– ¡Ah, sí!, ya he oído hablar de las Culturas Divididas –repliqué.

–Usted sabe algo de ellas, Tam, pero no las conoce de verdad.

–¿Que no las conozco?

–No –continuó Padma –porque usted, como todos nuestros antepasados, pertenece a la Tierra. Son hombres viejos, todo espectro. Los pueblos divididos están más adelantados que ustedes en su evolución.

Sentí de pronto que un nudo me sofocaba la garganta dejándome un regusto amargo.

– ¡Oh!, temo no verlo así.

–Porque no quiere –continuó Padma –. Si quisiera debería admitir que son distintos a ustedes, y que deben ser juzgados de acuerdo con normas diferentes.

–¿Diferentes? ¿Cómo?

–Diferentes en el sentido de que todos los pueblos divididos, incluyéndome a mí, comprenden por instinto, pero que el hombre todo –espectro debe elucubrar para comprender. –Padma se movió un poco en su asiento –. Tendrá una idea, Tam, si usted se imagina a un miembro de la Cultura Dividida que es un hombre como usted, poseído y poseedor de una monomanía que le empuja por completo a ser un tipo exclusivo de persona, pero con la diferencia de que en vez de sentir una atrofia de todas aquellas partes restantes de su organismo tanto físico como mental que no estuvieran en activo para la mayor eficacia de su obsesión vital como le ocurriría a usted...

–¿Por qué a mi particularmente? –le interrumpí.

–A todos los hombre que son todo espectro les ocurriría –dijo Padma con calma – en cambio nosotros en vez de dejar que se atrofien nos adiestramos para que también sirvan a nuestro objetivo y por eso no hay enfermos entre nosotros sino solo individuos llenos de salud y muy diferentes a ustedes.

–¿Salud? –dije viendo al subalterno Amistoso, de Nueva Tierra in mente

–La salud como cultura. No como individuos mutilados ocasionalmente de aquella cultura.

–Lo siento, pero no puedo creerlo –contesté.

–Pues tiene que hacerlo, Tam –dijo Padma –. Y en su caso usted no quiere darnos crédito porque intenta aprovecharse de la debilidad que ve en la cultura que debe destruir.

–¿Y qué debilidad es esa?

–La debilidad normal, es decir, lo contrario de la fuerza –dijo Padma –. Las Culturas Divididas no son viables.

A decir verdad, me sentía desconcertado.

–¿No son viables? ¿Quiere decir que no pueden bastarse a si mismas?

–Claro que no –dijo Padma –Enfrentada a una expansión en el espacio, la raza humana reaccionó al desafío de un ambiente diferente, intentando adaptarse a él y lo consiguió separando todos los elementos de su personalidad para ver cual sobrevivía mejor. Ahora que todos esos elementos, las Culturas Divididas, han sobrevivido y se han adaptado, es la hora de engendrarse en ellas de nuevo, para producir un ser humano mas duro, orientado al universo.

El auto aéreo empezó a descender, cerca ya de nuestro destino.

–¿Qué van a hacer conmigo? –pregunté al fin.

–Si se frustra una de las Culturas Divididas, no podrán adaptarse en sí mismas como el hombre todo –espectro haría, y morirán. Y cuando la raza vuelva a integrarse, se perderá para ella aquel valioso elemento.

–Quizá que no se pierda –dije a mi vez con voz suave.

–Una pérdida vital –dijo Padma –. Y puedo probarlo. Usted, un hombre todo –espectro, lleva en sí un elemento de cada Cultura Dividida; si admite esto, puede identificarse aún con aquellos que quiere destruir. Tengo pruebas para demostrárselo ¿Quiere mirar hacia allí?

La nave aterrizo y la puerta de mi lado se abrió. Salí con Padma y Kensie nos estaba aguardando.

Miré a Padma y a Kensie, que permanecía con nosotros, me pasaba a mí la cabeza y más de dos cabezas al Enlace –Exterior. Kensie me miraba sin ninguna expresión particular; sus ojos no eran como los de su hermano gemelo, pero, por alguna razón, no podía hacer que nuestras miradas se encontraran.

–Soy periodista –dije –. Como es natural, tengo la mente despierta.

Padma comenzó a caminar hacia el edificio del Cuartel General; Kensie iba con nosotros y creo que Janol y algunos más nos seguían detrás, aunque no miré para asegurarme de ello.

Entramos en la oficina donde había conocido a Graeme, únicamente Kensie, Padma y yo. Sobre el escritorio de Graeme únicamente Kensie, Padma y yo. Sobre el escritorio de Graeme había una carpeta del archivo; la cogió, extrajo una fotocopia y me la entregó cuando me acercaba.

La tomé y no tuve duda de su autenticidad.

* * *

Era un memorándum del mayor Bright, que ostentaba el grado superior en la Junta del Gobierno de Armonía y Asociación, dirigido al Jefe de Guerra Amistoso, en el Centro de la Defensa X, en Armonía. Estaba fechado dos meses antes; era una hoja de una sola molécula en la que la escritura no podía falsificarse ni borrarse, y decía así:

Le informamos en nombre de Dios:

Puesto que la Voluntad del Señor es que nuestros Hermanos en Santa María no progresen, se ordena que de aquí en adelante no se les envíen más reemplazos, o personal o suministros. Pues sí nuestro capitán consigue con nosotros la victoria, seguramente la obtendremos sin más gastos. Y si es Su voluntad que no venzamos, sería un acto impío emplear los viáticos de las Comunidades de Dios, en un intento de defraudar su Voluntad.

Se le ordena también que a nuestros Hermanos de Santa María no se les haga saber que en el futuro no se les enviará nueva ayuda, que pueden llevar su fe como testimonio en las batallas, como siempre, y que las Comunidades de Dios serán amparadas.

Rogamos cumpla esta orden, en el Nombre del Señor:

Por orden del llamado...

Bright

El Mayor Entre Los Escogidos.

Por encima del memorándum vi que Graeme y Padma me vigilaban.

–¿Cómo han conseguido esto? –dije –. Naturalmente no van a decírmelo.

De pronto sentí sudor en las palmas de las manos por lo que el material aceitoso de la hoja se me escapaba entre los dedos. Lo agarré con fuerza, alzando la voz para mantener sus miradas fijas en mi rostro.

–¿Qué vamos a hacer? Ya lo sabemos, nadie ignora que Bright los había abandonado. Aquello lo probaba. ¿Por qué se molestan en mostrármelo?

–Pensé –dijo Padma – que le haría cambiar un poco, quizás hacerle ver las cosas desde otro punto de vista.

–No dije que no fuera posible. Les digo que un periodista mantiene siempre la mente alerta. Como es natural, escogía mis palabras con todo cuidado –. Si pudiera examinarlo y...

Esperaba que se lo llevara usted –dijo Padma.

–¿Eso esperaba?

–Si usted profundizara y comprendiera lo que Bright quiere decir, entendería la diferencia que hay en los Amistosos. Podría verlos de otra manera.

–No lo creo –dije –. Pero...

–Permítame que le suplique que haga lo que pueda –dijo Padma –. Llévese el memorándum.

Por un momento permanecí en silencio, mientras Padma me miraba, y Kensie se destacaba a su espalda. Luego encogiéndome de hombros me metí el memorándum en el bolsillo.

–Muy bien –dije –. Me lo llevaré a mi habitación y pensaré en todo esto. He traído un coche que debe estar por algún sitio, ¿no es así? –Y miré a Kensie.

–Está a diez kilómetros –dijo Kensie –. De todas formas no podría pasar. Nos estamos trasladando para el asalto y los Amistosos están haciendo maniobras para salir a nuestro encuentro.

–Tome mi auto aéreo –dijo Padma –. Las banderas de la Embajada le servirán de mucho.

–Muchas gracias –repliqué. –salimos juntos hacia el auto aéreo. Pasé junto a Janol en la oficina exterior y me miró con gesto agrio. No se lo censuré.

Llegamos al auto aéreo y entré en él.

–Puede devolver el aerocoche en cualquier lugar en el que se halle –dijo Padma, mientras yo entraba en la parte superior del aparato –. Es un préstamo que le hace la Embajada, Tam, y no quisiera tener disgustos.

–No –le contesté –, no tiene por qué preocuparse

Cerré la puerta y puse en marcha los controles.

Era un sueño de aerocoche. Se deslizaba tan ligero como una pluma y en un segundo me hallé a dos mil pies de altura, y muy lejos del punto de partida.

Procuré serenarme hasta encontrar en mi bolsillo el memorándum.

Lo saqué para mirarlo y mi mano aún temblaba un poco al sostenerlo.

Tenía aquí, en mi puño, por fin, lo que había estado buscando desde un principio y el mismo Padma había insistido para que me lo llevara

Era la palanca de Arquímedes que movería no un mundo, sino catorce y empujaría a los Amistosos hacia su extinción.

VI

Me estaban esperando y convergieron sobre el vehículo en cuanto aterricé en el interior del recinto de los Amistosos. Eran cuatro de sus hombres con rifles negros a punto de disparar.

Parecían los únicos que quedaban. Como si Black hubiera hecho marchar el resto de su equipo de batalla, y aquéllos fueran los rezagados que pude ver. Veteranos de guerra. Uno era el ordenanza que había estado en la oficina la primera noche que volví del campamento Exótico, al que le pregunté si había ordenado a sus hombres que mataran a los prisioneros. Otro era el Dirigente de Fuerza, el grado más inferior, pero que hacía las funciones de comandante, como Black, un comandante que actuaba como Jefe de Campo de la Expedición, una situación equivalente a la de Kensie Graeme. Los otros dos soldados eran subalternos, o similares. Los conocía a todos. Eran ultrafanáticos y ellos también me conocían, por lo que nos comprendimos al instante.

–Tengo que ver al comandante –dije mientras salía, antes de que pudieran preguntármelo.

–¿Sobre qué asunto? –dijo el Jefe de Fuerza –. Este aerocoche no tiene por qué estar aquí. Ni usted tampoco.

Yo insistí:

–Debo ver al comandante Black inmediatamente. No estaba aquí en un aerocoche llevando las banderas de la Embajada Exótica, si no fuera absolutamente necesario.

No podían arriesgarse a no dar importancia a mis razones para ver a Black, y yo lo sabía. Discutieron un poco, pero como yo insistiera en ver al comandante, el Jefe de Fuerza me llevó por fin a la misma oficina exterior donde había hecho siempre antesala para ver a Black.

Vi a Jamethon Black solo en su oficina.

Estaba poniéndose el correaje, como había visto a Graeme hacerlo antes. Sobre Graeme, el correaje y las armas parecían de juguete. Sobre el delicado cuerpo de Jamethon parecían demasiado pesados para que pudiera soportarlo.

–¿Cómo está, Mr. Olyn? –dijo él.

Atravesé la habitación sacando el memorándum de mi bolsillo. Se volvió un poco para mirarlo, mientras con sus dedos abrochaba los botones del correaje, acariciando ligeramente sus armas al darse la vuelta hacia mí.

–¿Está dispuesto a dar la batalla a los Exóticos? –le pregunté.

Asintió. Nunca me había sentido tan cerca de él. A través de la habitación hubiera creído que mantenía su habitual expresión pétrea, pero, a pocos pasos, vi la línea cansada de una sonrisa que se dibujaba en los ángulos de su boca.

–Es mi obligación, Mr. Olyn.

–Buena obligación –le repliqué –. Cuando sus superiores en Armonía le han borrado de sus libros.

–Ya le he dicho –repuso con tono plácido – que los Escogidos en el Señor no se traicionan entre sí.

–¿Está usted seguro? –pregunté.

Una vez más vi aquel pequeño fantasma de su sonrisa fatigada.

–Es un asunto. Mr. Olyn, en el que estoy más versado que usted.

* * *

Lo miré a los ojos, cansados pero serenos, y eché una ojeada al lado de la mesa escritorio donde estaba todavía la fotografía con el anciano, la mujer y la niña

–¿Es su familia? –pregunté.

–Sí contestó.

–Me parece que usted pensaba en ellos en otra ocasión como ésta.

–Pienso en ellos casi siempre.

–Pero, pese a eso va a salir y hacer que le maten.

–Eso es contestó.

– ¡Seguro! –dije –. ¡Lo hará! Había alcanzado un gran autocontrol de mis nervios, pero ahora era como si una carcoma me estuviera royendo en mi interior desde que conocí la muerte de Dave Empecé a temblar –. Porque todos ustedes son unos hipócritas, todos los Amistosos. Son tan mentirosos, están tan podridos en la claridad de sus propias mentiras, que si alguien se las arrancara no les dejarían nada. ¿No es así? Por lo tanto, prefiere morir antes que admitir que va a cometer un suicidio, como si éste no fuera la cosa más gloriosa del universo. Prefiere morir que admitir que está comido por las dudas como cualquier otro, porque tiene miedo.

Di unos pasos hacia él, pero no se movió.

–¿Quién es usted para intentar esta locura? –dije –. ¿Quién? Veo a través suyo cómo es la gente de los otros mundos. ¡Sé que está enterado de la clase de mascarada que son las Comunidades Unidas! ¡ Sé que conoce su modo de vida y que ésta no es precisamente ejemplar! ¡Conozco a su Mayor Bright con toda su caterva de viejos llenos de prejuicios, que son sólo unos tiranos en un mundo hambriento, a los que no importa un ardite la religión ni nada, mientras consigan lo que se proponen. Sé que usted lo sabe... ¡y voy a obligarle que lo reconozca!

Y le mostré el memorándum.

– ¡Léalo!

Lo cogió, mientras yo me separaba unos pasos, temblando al mirarle.

Lo examinó durante un largo espacio de tiempo, al punto que yo contenía la respiración. Su rostro no cambió de expresión cuando me devolvió el papel.

–Puedo darle un vehículo para ir a encontrarse con Graeme –dije –. Podemos cruzar las líneas en el auto aéreo del Enlace –Exterior. Usted puede conseguir que se rindan, sin disparar un solo tiro.

Meneó la cabeza y me miró de un modo particular, con una expresión que no pude descifrar.

–¿Qué quiere decir?... ¿No acepta? –pregunté.

–Es mejor que se quede aquí –dijo –. Aun con las banderas de la Embajada pueden disparar al auto aéreo desde las líneas. –Y se volvió como si fuera a marcharse.

–¿Dónde va? –le grité. Estaba delante de él y otra vez le pasaba el memorándum por las narices –. Es auténtico. ¡No puede cerrar los ojos a la evidencia!

* * *



Se detuvo y me miró; me cogió el puño y me hizo a un lado la mano y el puño con que yo tenía en alto el memorándum. Sus dedos eran delgados, pero mucho más fuertes de lo que pensaba, así que dejé caer el brazo ante él, aun cuando no tuviera intención de hacerlo.

–Sé que es auténtico, y tendré que avisarle de que no se vuelva a mezclar en mis asuntos, Mr. Olyn. Ahora tengo que irme. –Pasó ante mí y se dirigió a la puerta.

–¡Está mintiendo! –le grité mientras él continuaba andando, y quise detenerle. Entonces agarré el solidógrafo que estaba en su escritorio y lo aplasté contra el suelo.

Se volvió como un gato, mirando los trozos que estaban a mis pies.

–¡Esto es lo que usted hace! –le grité señalándolos.

Regresó sin decir una palabra e inclinándose reunió con cuidado las piezas, una a una; las puso en su bolsillo y se irguió alzando su rostro hacia el mío, y cuando vi sus ojos me quedé sin aliento.

–Si mis deberes –dijo en voz baja – no fueran en este momento...

Se detuvo, y vi cómo sus ojos me miraban; y lentamente vi cómo cambiaban y el asesino que había en ellos se suavizó hasta convertirse en algo prodigioso.

–¡Tú...! –dijo con suavidad –. ¡Tú no tienes fe!

Había abierto la boca para hablar, pero lo que dijo me detuvo; y me quedé como si me hubieran dado un golpe en la boca del estómago, sin aliento para contestar. El continuaba mirándome.

–¿Qué le hace pensar –dijo –, que este memorándum cambiaría, mis ideas?

– ¡Lo ha leído! –replique – Bright escribió que ustedes eran un asunto perdido aquí, por lo que no recibirían más ayuda, y ninguno se atrevía a decírselo por temor de que se rindiera al saberlo.

–¿Es eso lo que ha leído? ¿ Precisamente eso?

–¿Qué otra cosa podría leer en él?

–Lo que está escrito. –Se detuvo frente a mí y ahora su mirada ya no se apartó de la mía –. Lo ha leído sin fe, dejando fuera el Nombre y la voluntad del Señor. El Mayor Bright no escribió que nos iban abandonar, sino que, puesto que la nuestra era una causa perdida, nos ponía en manos de nuestro Capitán y nuestro Dios. y, además, escribió que no debíamos saber nada, que nadie aquí debía tentarnos para hacernos buscar en vano la palma del martirio. Mire, Mr. Olyn. Está aquí abajo, en blanco y negro.

– ¡ Pero esto no es lo que quería decir! ¡No quería decir esto!

Sacudió la cabeza.

–Mr. Olyn, no puedo dejarle con esta desilusión.

Me le quedé mirando y vi en su rostro cómo se reflejaba la simpatía que sentía por mí.

–Es su propia ceguera lo que le desilusiona –exclamo –. No ve nada, y cree que ningún hombre puede ver. Nuestro Señor no es sólo un nombre, sino todas las cosas. Por esto en nuestras comunidades no hay adornos, y despreciamos cualquier pintura que medie entre nuestras creencias y nosotros. Escuche, Mr. Olyn, esas mismas comunidades no son más que tabernáculos de la Tierra. Nuestros Superiores y Dirigentes, aunque sean Escogidos y Ungidos, no son más que hombres mortales. A ninguna de estas cosas o gentes, escuchamos con atención los que tenemos nuestra fe, sino sólo la misma voz de la conciencia dentro de nosotros.

Hizo una pausa; de todos modos yo no podía hablar...

–Supongamos que es lo que usted pretende –continuó cada vez con voz más suave –, supongamos que todo lo que dice es cierto; y que nuestros superiores no son más que voraces tiranos, y que nosotros estamos abandonados aquí por su voluntad egoísta y sólo para cumplir un propósito falso y lleno de vanidad. No. –La voz de Jamethon se alzó –. Déjeme hablar como si lo hiciera para mi solo. Supongamos que usted, tuviera que darme pruebas de que todos nuestros superiores mentían y de que nuestros propios convenios eran una patraña. ¡Supongamos que pudiera demostrarme –su rostro y su voz se alzaron hacia mí – que todo es perversión y falsedad, y que ni entre los Exóticos, ni aún en la casa de mi padre, hubiera fe o esperanza! Si pudiera demostrarme que ningún milagro me podría salvar, que ningún alma me sostendría y que se me oponían todas las legiones del universo, todavía yo, yo solo, Mr. Olyn, seguiría adelante como me han ordenado hasta el fin del universo, hasta la culminación de la eternidad. ¡Pues sin fe no soy más que un pedazo de tierra, pero con mi fe no hay fuerza que pueda detenerme!

Dejó de hablar y se volvió. Y le vi cómo cruzaba la habitación y salía.

Me quedé allí, clavado en mi sitio, hasta que oí fuera, en el recinto cuadrado, el sonido de un aerocoche militar que despegaba.

Desperté de mi éxtasis y salí del edificio.

Cuando irrumpí en el recinto, el aerocoche militar acababa de salir y en él pude ver a Black con sus cuatro subordinados, por lo que no pude más que gritarle cuando se alejaba –. Eso está bien para ustedes, ¿pero qué pasará con sus hombres?

No podían oírme y yo lo sabía. Por mi rostro rodaban lágrimas incontenibles, pero seguí gritando hacia el aire.

–¡Están matando a Sus hombres para probar sus motivos! ¡No pueden escucharme! ¡Están matando a hombres indefensos!

Sin hacer caso, el aerocoche militar se dirigió rápidamente hacia el Sudeste, donde convergían las fuerzas combatientes. Y las paredes de duro cemento y los edificios del recinto vacío me devolvieron las palabras con un eco profundo y burlón.

VII

Debía haber ido al puerto espacial, pero no obstante regresé al aerocoche y crucé como un rayo las líneas en busca del Puesto de Mando de Graeme.

Me importaba tan poco mi vida como la de un Amistoso. Creo que me dispararon, por lo menos dos veces, a pesar de las banderas de la Embajada que ondeaban en el vehículo. Encontré por casualidad el Puesto de Mando y descendí.

Cuando salí del vehículo, los hombres alistados me rodearon. Les mostré mis credenciales y subimos a donde estaba la pantalla militar, colocada al aire libre, al borde de unos robles frondosos y de gran altura. Graeme, Padma y toda su plana mayor estaban reunidos contemplando los movimientos de sus tropas y del enemigo. Se discutía en voz baja, y una fuerte corriente de informes llegaba del centro de comunicaciones, sito a unos quince pies de altura, con respecto al suelo.

El sol derramaba sus rayos sobre las copas de los árboles. Era casi el mediodía de una mañana brillante y cálida. Durante mucho tiempo nadie me miró, hasta que Janol, volviéndose desde la pantalla, me divisó al lado de los computadoras. Su rostro tenía una expresión helada. Sin duda recordaba lo que le había hecho, pero yo debía tener muy mal aspecto porque después de un rato se acercó con una copa y la dejó sobre la parte superior de un computador.

–Beba esto –dijo rápidamente, y se marchó.

Al beberlo noté que era un whisky Dorsai, y lo apuré de un trago sin saborearlo, pero es evidente que me sentó muy bien, ya que a los pocos minutos el mundo me parecía otra cosa, y comencé a pensar de nuevo.

Me dirigí a Janol para darle las gracias.

–No hay de qué. –No me miró, y siguió revolviendo los papeles que había sobre la mesa.

–Janol –le dije –. Dígame lo que pasa.

–Véalo usted mismo, contestó inclinándose sobre los papeles.

–No puedo verlo por mí mismo, ya sabe por qué. Mire, siento mucho lo ocurrido, pero era mi deber. ¿Puede decirme lo que pasa y luego luchar conmigo?

–Ya sabe que no puedo discutir con civiles. –Y su rostro se suavizo –. Está bien, vamos.

Me condujo al otro lado de la pantalla militar, donde se hallaban Padma y Kensie, y señaló hacia una especie de triángulo oscuro entre dos serpenteantes líneas de luz. Por arriba se alineaban focos y luces de diversas formas.

–Aquí están los ríos MacIntock y Sarah –y señaló las líneas serpenteantes –, a diez millas de Joseph's Town. Es un terreno más bien alto, con colinas cubiertas de maleza. Un buen terreno para una defensa contumaz, pero un mal lugar para verse atrapado.

–¿Por qué?

Señaló las dos líneas de los ríos.

–Retroceda y se encontrará suspendido sobre los acantilados del río. No es un camino fácil de cruzar, ya que no da refugio a las tropas en retirada. El resto del camino es casi todo tierras de labranza, al otro lado de los ríos hasta Joseph's Town.

Su dedo retrocedió desde el punto en el que se juntaban las líneas del río, después de una pequeña zona de oscuridad en el interior de los aros de luz que la rodeaban.

–Por otra parte, si nos acercamos a este terreno desde nuestra posición, ha de ser también a través de los campos abiertos, granjas estrechas de labranza, dispersas entre pantanos y marismas. Si luchamos aquí, nos veremos en una posición difícil para cualquier ejército, pues el primero que ataque se encontrará en seguida en apuros.

–¿Va a luchar usted?

–Depende. Black ha enviado sus carros blindados ligeros. Ahora está llevándolos hacia las tierras altas, entre los ríos. Somos muy superiores en numero y equipo, y no hay motivo para no seguir avanzando hasta que lo tengamos cogido.

–¿No hay motivo? –pregunté.

–No desde un punto de vista táctico. –Y Janol miró a la pantalla –. No podemos encontrarnos en apuros, a menos que tuviéramos que retirarnos de pronto. Y no lo haríamos antes de conseguir una gran ventaja que nos hiciera imposible quedarnos allí.

Miré su perfil.

–¿Y si fuera derrotado Graeme? –le dije.

Trasladó su mirada hasta mí y añadió:

–No hay peligro de que esto suceda.

* * *

Hubo cierto cambio en los movimientos y voces de la gente que nos rodeaba, y ambos nos volvimos a mirar.

Todo el mundo se agrupaba alrededor de la pantalla. Avanzamos por entre la multitud, y pudimos ver en la pantalla la imagen de una pequeña pradera, la bandera Amistosa ondeaba con su fina cruz negra sobre campo blanco, al lado de una gran mesa instalada sobre la hierba. Había a cada lado de la mesa un sillón tapizado, pero sólo una persona –un oficial Amistoso, estaba junto a ella en actitud de espera. Había varios arbustos de lilas al borde las colinas, que bajaban por los robles de color ceniza, y los capullos de las lavandas comenzaban a oscurecer, pues la estación tocaba a su fin. ¡Qué diferente había sido todo hace veinticuatro horas! Al lado izquierdo de la pantalla pude ver el asfalto gris de una carretera.

–Conozco ese lugar... –empecé a decir volviéndome a Janol.

–¡Cállese! –replicó levantando un dedo. A nuestro alrededor todos guardaban silencio, sólo frente a nuestro grupo se oía una voz

–... es una tregua.

–¿La han pedido ellos? –dijo la voz de Kensie.

–No, señor.

–Bien, sigamos mirando. –Se distinguía un movimiento al frente. El grupo empezó a disgregarse y vi a Kensie y a Padma dirigirse al área donde el aerocoche estaba aparcado. Me mezclé entre la pequeña concurrencia como si fuera uno de los auxiliares, corriendo detrás de ellos.

Oía a Janol que gritaba a mi espalda, pero no le presté atención y me dirigí a Kensie y Padma, que se volvieron al oírme.

–Quiero ir con ustedes, –les dije.

–Está bien, Janol –Kensie dijo mirando detrás de mí –. Puede dejarlo con nosotros.

–Sí, señor. –Y vi cómo Janol se volvía y salía.

–¿Quiere usted venir conmigo, Mr. Olyn? –preguntó Kensie.

–Conozco ese lugar –le expliqué –. Precisamente hoy he pasado en el coche por allí. Los Amistosos se apostaban por toda la pradera y a ambos lados de la colina. No hablaban para nada de tregua.

Durante un largo intervalo, Kensie me miró como si estuviera meditando en alguna medida táctica.

–Entonces, vamos –dijo. Se volvió hacia Padma –. ¿ Se queda aquí?

–Como es zona de combate, será mejor que no me quede – y Padma volvió su rostro hacia mí – Buena suerte, Mr. Olyn –me dijo. Y se marchó. Contemplé su figura envuelta en la túnica amarilla, escondiéndose por unos segundos entre la hierba y apareciendo de nuevo; luego giré hacia Graeme, que se hallaba a mitad de camino del aerocoche militar más cercano, y corrí en su seguimiento.

Era un carro de combate menos lujoso que el del Enlace –Exterior, y Kensie no voló a dos mil pies, sino que hizo que se arrastrara entre los árboles, a pocos palmos del suelo. Los asientos estaban sujetos. Oí el ruido de contacto metálico que producía su pistola de muelles al moverse a mi lado a cada movimiento que hacía ante los controles.

Al fin llegamos al borde del triángulo que formaban la colina y los bosques ocupados por los Amistosos, y ascendimos una ladera bajo el amparo de los robles de tiernas hojas.

Su número era más que suficiente para cubrir una mayor extensión de terreno. Entre sus troncos como pilares, el suelo aparecía sombreado y tapizado con las oscuras hojas muertas. Cerca de la cresta de la colina tropezamos con una unidad de tropas de los Exóticos, que descansaba a la espera de la orden de ataque. Kensie salió del coche y devolvió el saludo al Jefe de la Fuerza.

–¿Ha visto usted la mesa que han colocado los Amistosos? –preguntó Kensie.

–Sí, comandante. Aquel oficial que han cogido, está todavía allí. Si sube a la punta del acantilado podrá verlo, así como los muebles.

–Está bien –replicó Kensie –. Mantenga a sus hombres aquí. El periodista y yo iremos a echar un vistazo. A doscientas yardas se hallaba la mesa, con la figura inmóvil negra del oficial Amistoso, de pie, en su parte más lejana.

–¿Qué piensa de todo esto, Mr. Olyn? –preguntó Kensie, mirando por entre los árboles.

–¿Por qué no le ha disparado alguien? –pregunté.

–Queda mucho tiempo para dispararle –contestó –, antes de que pueda conseguir cubrirse en la otra parte. Si es que al fin y al cabo tenemos que matarle, que es lo que me gustaría saber –. Usted ha visto hace poco al comandante Amistoso. ¿Le dio la impresión de que estaba dispuesto a rendirse?

–¡No! –repliqué.

–Ya entiendo –dijo Kensie.

–¿No cree realmente que vayan a rendirse? ¿Qué le hace suponer semejante cosa?

–La mesa de tregua se coloca generalmente para discutir las condiciones entre las fuerzas enemigas –dijo Kensie.

–Pero no le ha pedido que vaya a verle.

–No –Kensie vigilaba a los oficiales Amistosos, inmóviles a la luz del sol –. Podría ir contra sus principios solicitar conversaciones de tregua, aunque a la postre no hubiera nada que discutir y nos encontráramos junto a la mesa uno frente al otro.

Dio media vuelta señalando con la mano. El jefe de Fuerza, que había estado esperando al pie de la ladera, a nuestras espaldas, inició la ascensión.

–¿Señor? –le dijo a Kensie.

–¿Hay alguna fuerza Amistosa entre esos árboles en el camino?

–Cuatro hombres, eso es todo, señor. Nuestros prismáticos nos permiten divisarlos con toda claridad. No intentan ocultarse.

–Comprendo, jefe.

–¿Quiere algo más, señor?

–Hágame el favor de bajar a la pradera para preguntar al oficial Amistoso qué es lo que sucede.

–Sí, señor.

Permanecimos mirando al jefe de Fuerza, que bajaba la ladera por entre los árboles. Cruzó la hierba –daba la impresión que iba muy despacio y llegó hasta el oficial Amistoso.

Se quedaron mirándose el uno al otro; estaban hablando, pero no pudimos oír sus voces. La bandera, con su fina cruz negra, ondeaba en la brisa que soplaba en aquel momento. Entonces el jefe de Fuerza se volvió y trepó hasta donde nos hallábamos.

* * *

Se detuvo frente a Kensie, saludándole.

–Comandante –dijo –, el comandante de las tropas Elegidas de Dios desea verle en el campo para discutir la rendición. –Se paró para tomar aliento –. Si usted quiere acercarse a la mesa para reunirse con él.

–Gracias, jefe de Fuerza –contestó Kensie. Miró al campo y a la mesa –. Creo que voy a bajar.

–No sabe lo que hace –dije.

–Jefe de Fuerza –exclamó Kensie –. Forme a sus hombres bajo la cúspide de la ladera, por la parte de atrás, Si se rinde, voy a insistir para que vuelva conmigo a este sitio inmediatamente.

–Sí, señor.

–Esta forma de proceder sin una convocatoria formal para parlamentar puede significar que desean rendirse primero y hacerlo saber más tarde a las tropas. De forma que tenga listos a sus hombres. Si Black quiere poner a sus oficiales frente a un hecho consumado, no seremos nosotros quienes le pongamos dificultades.

–No va a rendirse –dije.

–Mr. Olyn –replicó Kensie volviéndose hacia mí –. Le sugiero que vuelva detrás de la cresta de la colina. El jefe de Fuerza le dará algo en qué ocuparse.

–No –exclamé –. Voy a bajar. Si se trata de una conversación de tregua para discutir las condiciones de rendición, no tienen ningún objetivo militar y entonces tengo perfecto derecho a estar presente. Si no fuera así, ¿qué iría usted a hacer?

Kensie me miró de una forma extraña durante unos segundos.

–Está bien, venga conmigo.

Kensie y yo bajamos por entre los árboles por las escarpadas pendientes de la ladera. La suela de nuestras botas resbalaba, al tiempo que los tacones se nos hundían a cada paso. Mientras caminaba por entre las lilas aspiraba el suave y delicado perfume –casi desaparecido ahora – de los capullos próximos a marchitarse.

Al otro lado de la pradera, en línea recta con la mesa, cuatro figuras de negro se nos aproximaban. Una de ellas era Jamethon Black.

Kensie y Jamethon se saludaron.

–Comandante Black –dijo Kensie.

–Sí, comandante Graeme, estoy en deuda con usted por encontrarse aquí conmigo –replicó Jamethon.

–Es mi deber y un placer, comandante.

–Desearía discutir las condiciones de rendición.

–Puedo ofrecerle las habituales que se aplican a las tropas en su situación, según el Código de Mercenarios –dijo Kensie.

–No me ha comprendido, señor –exclamó Jamethon –, es la rendición de ustedes lo que he venido a discutir.

* * *

La bandera se plegó.

De pronto vi a los hombres de negro midiendo el campo como los había visto el día anterior. Habían estado precisamente donde ahora nos hallábamos nosotros.

–Temo que la incomprensión sea mutua, comandante –dijo Kensie –. Estoy en una situación estratégica superior y su derrota es cierta. Yo no necesito rendirme.

–¿No va a rendirse?

–No –contestó Kensie con fuerza.

De pronto me fijé en los cinco postes del lugar en el que los suboficiales, oficiales, y Jamethon estaban ahora. El poste que se hallaba frente a ellos se había caído.

– ¡Cuidado! –le grité a Kensie. Pero era demasiado tarde.

Los acontecimientos se precipitaron. El jefe de Fuerza había saltado frente a Jamethon, mientras los otros cinco sacaban sus dagas. Oí cómo se plegaba de nuevo la bandera y el sonido que hacía al arrollarse permaneció en mis oídos durante bastante tiempo.

Por vez primera vi entonces a un hombre de los Dorsai en acción La reacción de Kensie fue tan rápida, tan imponente, como si hubiera leído el pensamiento de Jamethon un instante antes de que los Amistosos preparasen sus armas. Cuando sus manos tocaron las dagas ya se había lanzado sobre la mesa con la pistola de muelles en la mano. Pareció dirigirse en derechura al jefe de Fuerza. Ambos se encontraron y sólo Kensie pudo proseguir su carrera. Rodó, alejándose del jefe de Fuerza que quedaba tendido sobre la hierba. Se arrodilló, disparó y se arrojó hacia adelante rodando otra vez.

El ordenanza que estaba a la derecha de Jamethon cayó. Jamethon y los dos restantes se volvieron para tratar de detener a Kensie. Los otros que quedaban se colocaron ante Jamethon, todavía sin apuntarle con sus armas. Kensie dejó de correr como si se encontrara ante un muro de piedra. Se agazapó y disparó dos veces más. Los dos Amistosos cayeron por separado, uno a cada lado.

Ahora Jamethon se hallaba frente a Kensie; su pistola en la mano a punto de disparar. Jamethon hizo fuego, y una luz azul brilló en el aire, pero Kensie se había dejado caer otra vez. Echado en la hierba, sobre un costado y apoyado en un codo, apretó el gatillo de su pistola de muelles por dos veces.

El arma de Jamethon pendía de su mano. Estaba inclinado sobre la mesa, agarrado fuertemente con la mano libre para no caer. Hizo otro esfuerzo para levantar el arma, pero no pudo; ésta cayó de su mano. No podía sostenerse en la mesa, se volvió un poco y su rostro miró hacia donde yo estaba. Su expresión era tan serena como siempre, pero había algo distinto en sus ojos cuando me miró reconociéndome, algo extraño como la mirada de un hombre que mira al adversario por quien ha sido vencido. Una ligera sonrisa se dibujó en los ángulos de sus finos labios. Como una sonrisa de triunfo interior.

–Mr. Olyn... –murmuró. Y en aquel momento la vida abandonó su cuerpo y cayó al lado de la mesa.

Unas explosiones cercanas sacudieron el suelo bajo mis pies. Desde la cresta de la colina, a nuestras espaldas, el jefe de Fuerza a quien Kensie había dejado allí estaba lanzando bombas de humo entre nosotros y los Amistosos de la pradera. Un muro de humo gris se elevaba entre nosotros y la colina más alejada, formando una cortina que nos cubría de la vista del enemigo. Se alzaba hacia el cielo azul como una barrera infranqueable. Sólo quedábamos en pie, Kensie y yo.

La débil sonrisa permanecía aún en el rostro de Jamethon.

VIII

Como en un deslumbramiento, vi a las tropas Amistosas rendirse aquel mismo día. Era una postura que sus oficiales encontraron justificada.

Ni aun sus superiores esperaban verse envueltos en una situación a la que les había llevado un comandante de campo, muerto por razones estratégicas que no habían sido explicadas a los oficiales.

No esperé el fin de los acontecimientos. No tenía nada que esperar. En un momento, la situación en el campo de batalla se había volcado como una olla irresistible sobre nuestras cabezas, elevándose, girando por todas partes para estrellarse en un impacto que hubiera resplandecido por todos los mundos del hombre. Ahora, y de pronto, ya no estaba sobre nosotros. Sólo había un silencio que se arrastraba a lo lejos, llevándose consigo los recuerdos del pasado.

No había nada para mí. Nada. Si Jamethon hubiera conseguido matar a Kensie, aun cuando hubiera provocado la rendición de las tropas Exóticas sin derramamiento de sangre, yo debía de haber intentado hacer algo, como él lo hiciera, aunque su fracaso le costara la vida. ¿Quién se iba a preocupar ahora de los Amistosos?

Me embarqué hacia la Tierra como el hombre que vive en un sueño, preguntándome el por qué de todo aquello.

De regreso a la Tierra, dije a mis directores que no me encontraba bien, y después de un ligero reconocimiento lo creyeron. Me tomé unas largas vacaciones en La Haya, y me dediqué a husmear en las Bibliotecas Centrales de la Red de Noticias, buscando ciegamente por entre los montones de escritos y material de referencias todo lo que se relacionase con los mundos de los Amistosos, los Dorsai y los Exóticos. ¿Para qué? No lo sabía. También revisé gran número de noticias concernientes al asunto de Santa María, y mientras trabajaba, no cesaba de beber. Me sentía como un soldado condenado a muerte por faltar a su deber. Entonces, entre tanta noticia me llegó la información de que el cuerpo de Jamethon volvería a Armonía para los funerales; y, de pronto, advertí que eso era lo que estaba esperando: las honras inmerecidas que dedicaban aquellos fanáticos, a quien con cuatro paniaguados había intentado asesinar al comandante enemigo al amparo de una bandera de tregua. ¡Cuántas cosas se podían escribir aún sobre aquel tema!

Me afeité, tomé una ducha, me puse mi mejor traje y fui a ver a mis superiores para que me enviasen de incógnito a Armonía, con intención de escribir un reportaje sobre los funerales de Jamethon.

Las felicitaciones del director de la Red de Noticias, que me había enviado a Santa María, fueron mi mejor carta de presentación, ya que todavía se hallaban frescas en la memoria de mis superiores y así fue cómo me mandaron allí.

* * *

Cinco días después estaba en Armonía, en una pequeña ciudad llamada «Recordado por el Señor». Los edificios eran de cemento y burbujas de plástico, aunque resultaba evidente que habían sido constituidos para que durasen muchos años. El suelo de la ciudad, fino y pedregoso, estaba pavimentado como los campos de Santa María cuando llegué allí procedente de otro mundo, pues en Armonía estaba entrando la primavera por su hemisferio septentrional. Y también llovía cuando salí del puerto espacial de la ciudad, como lo había hecho en Santa María aquel primer día. Pero los campos Amistosos que vi no mostraban la rica oscuridad de los de Santa María, sólo una delgada y dura negror en la humedad, que era como el color de los uniformes de sus guerreros.

Me dirigí a la iglesia, precisamente cuando llegaba la gente. El cielo entraba con su oscuridad en el interior de la iglesia aumentando las tinieblas, pues los Amistosos no se permiten ventanas ni luces artificiales en los lugares de culto. Una claridad gris, un viento frío y la lluvia penetraba por la entrada sin puerta de la parte posterior de la iglesia. Por el único rectángulo abierto en el techo se filtraba la acuosa luz del sol sobre el cuerpo de Jamethon puesto en una plataforma colocada sobre un andamio. Una cubierta transparente protegía al cadáver de la lluvia, que caía a chorros por el espacio abierto y bajaba por las paredes. Pero el principal oficiante del Servicio Fúnebre y cualquiera que se acercase a ver el cadáver, sabían que se exponían a las inclemencias del tiempo.

Me puse en la cola de gente, adelantando lentamente hacia el pasillo central, detrás del cadáver. A mi lado, las vallas en las que la congregación se hallaba durante el servicio se perdían en las tinieblas. Las vigas inclinadas del tejado se ocultaban en la oscuridad. No había música, sólo el sonido profundo de algunas voces que rezaban a mi lado en las hileras de bancos, se mezclaba en una especie de ritmo con un tono de tristeza. Como Jamethon, la gente era muy morena, procedente del Norte de Africa. Oscuros en la oscuridad, se mezclaban y perdían en las tinieblas.

Me acerqué por fin a Jamethon. Estaba igual a como lo recordaba. La muerte no había tenido el poder de cambiarlo. Yacía boca arriba, con las manos a los lados y los labios tan firmes y rígidos como siempre. Sólo sus ojos estaban cerrados.

A causa de la humedad cojeaba notablemente y cuando me separé del cadáver noté que me tocaban en el codo. Me volví bruscamente. No llevaba el uniforme de corresponsal; y para pasar más disimulado iba vestido de paisano.

Miré al rostro de la jovencita del solidógrafo de Jamethon. En la lluviosa luz gris sus facciones desdibujadas parecían sacadas de un ventanal de cristales de una antigua catedral de la Vieja Tierra.

–¿Le han herido? –me dijo con voz dulce –. Usted debe ser uno de los Mercenarios que le conoció en Newton, antes de que fuera enviado a Armonía. Sus padres, que son también los míos hallarían la paz en el Señor si pudieran saludarle.

El viento soplaba junto con la lluvia sobre la abertura del techo y el frío me helaba hasta los huesos.

–¡No! –dije –. No soy yo. No lo conocía. –Y me separé bruscamente de la joven, abriéndome paso por entre la multitud hasta salir a un pasillo.

Al cabo de un rato me di cuenta de lo que había hecho, y regresé lentamente. Seguí caminando cada vez más despacio hacia el fondo de la iglesia, donde había un pequeño lugar para descansar, ante la primera hilera de vallas. Me quedé mirando cómo entraba la gente. No cesaban de venir, caminando envueltos en sus negros ropajes, con la cabeza inclinada y sin dejar de rezar en voz baja.

Permanecí allí, un poco más atrás de la entrada, medio aterido y presa de los más tristes pensamientos, con el frío que había traído de la Tierra y que me dejaba exhausto. Las voces zumbaban a mí alrededor. Estaba medio dormido y no podía recordar por qué había venido.

Entonces la voz de una niña surgió de la confusión, volviéndome a la realidad.

– ... lo negó, pero estoy segura de que es uno de los Mercenarios que estaban con Jamethon en Newton. Cojea al andar y sólo puede ser un soldado herido.

* * *

Era la voz de la hermana de Jamethon, que sonaba con un acento más fuerte en su propio idioma que el que había empleado al hablarme a mí, un extranjero. Me desperté completamente y la vi de pie en la entrada, a pocos pasos de mí, acompañada de dos personas mayores que reconocí como la antigua pareja del solidógrafo de Jamethon. Un súbito terror me paralizó.

– ¡No! –apenas pude gritarle –. No le conozco. Nunca le había visto. ¡No sé de lo que están hablando! –Y me volví, lanzándome por la entrada de la iglesia hacia la lluvia protectora.

Durante un largo rato no hice más que correr, y sólo me detuve cuando no oí ninguna pisada tras de mí.

Estaba solo, al descubierto. El día era ahora aún más oscuro y la lluvia caía con más fuerza. A mí alrededor sólo veía tinieblas, y una cortina de oscuridad se hacía más y más espesa como un sonido de tambores. No podía ver lo que había en el interior de los coches aparcados que se hallaban frente a mí; y era seguro que no podían ver tampoco desde la iglesia. Levanté mi rostro y dejé que la lluvia me golpeara las mejillas y los párpados entornados.

–¿Así que –dijo una voz a mi espalda – usted no le conoció?

Las palabras parecían cortarme por la mitad, y me sentí como un lobo acorralado, y como un lobo me volví.

–Sí, ¡le conocí! –grité.

Delante de mí estaba Padma con una túnica azul que la lluvia no parecía mojar. Sus vacías manos, que en su vida habían sostenido un arma, estaban cruzadas ante él. Pero la parte de lobo que había en mi, supo que en lo que a mí concernía, estaba armado hasta los dientes como un cazador.

–¿Usted? –dije –. ¿Qué está haciendo aquí?

–Pensaba que usted vendría –dijo Padma con suavidad –Por lo tanto, yo también he venido. ¿Pero por qué está aquí, Tam? Entre estas personas, habrá por lo menos unos cuantos fanáticos que habrán oído más de un rumor sobre su participación en la muerte de Jamethon, y sobre la rendición de los Amistosos.

–¡Rumores! –replique –. ¿ Quién los inició?

–Usted –contestó Padma –. Por su actuación en Santa María. ¿No sabía que iba a arriesgar su vida viniendo hoy aquí?

Abrí la boca para negarlo, y entonces me di cuenta de lo que había sabido.

–¿ Qué pasaría si alguien les diera la voz de alarma? –dijo Padma –, ¿ si les dijera que Tam Olyn, el corresponsal de guerra en Santa María está aquí, de incógnito?

Le miré ceñudo con mis instintos de lobo.

–¿Puede justificarlo con sus principios Exóticos?

–No nos hemos comprendido –contestó Padma con calma –. Contratamos soldados para que luchen por nosotros, no en nombre de algún mandamiento moral, sino porque nuestra perspectiva emocional se pierde si nos vemos directamente implicados en la acción.

No anidaba en mi ningún temor. Sólo un sentimiento duro y vacío.

–Entonces, llámelos –dije.

Los ojos color avellana de Padma me observaban a través de la lluvia.

–Si eso fuera todo lo que necesitábamos –replicó – hubiera podido enviarles el aviso y no habría tenido necesidad de venir yo mismo.

–¿Por qué vino? –Mi voz se quebró en la garganta –. ¿Por qué se preocupa de mí y de los Exóticos?

–Nos preocupamos de todos los individuos –dijo Padma –. Pero nos preocupamos más por la raza, y usted sigue siendo un peligro para ella. Usted es un idealista, Tam, envuelto en motivos de destrucción. Hay una ley de conservación de las energías en las relaciones de causa y efecto al igual que en las otras ciencias. Su motivación destructora se vio defraudada en Santa María. Ahora puede invertirse y destruirle, o exteriorizarse contra toda la raza humana.

Me eché a reír y escuché la aspereza de mi risa.

–¿Qué va usted hacer con todo esto? –pregunté.

–Le mostraré cómo el cuchillo que usted tiene corta la mano que lo empuña y también cómo al enemigo que va destinado: Tengo noticias para usted, Tam. Kensie Graeme ha muerto.

* * *

–¿Muerto? –La lluvia parecía rugir en torno mío y el aparcamiento deslizábase bajo mis pies.

–Fue asesinado por tres hombres del Frente Azul en Blauvain, hace cinco días.

–Asesinado... –murmuré – ¿Por qué?

–Porque la guerra había terminado –dijo Padma –. A causa de la muerte de Jamethon y la rendición de las tropas Amistosas sin los preliminares de una guerra que hubiera asolado los campos abandonados por la población civil dispuesta favorablemente hacia nuestras tropas. Porque el Frente Azul se encontró más allá del poder, como resultado de estos sentimientos favorables. Esperaban, al matar a Graeme, provocar en sus tropas, un motín contra la población civil, por lo que el gobierno de Santa María hubiera ordenado regresar a nuestros Exóticos, y dejarles sin protección frente a las tácticas revolucionarias del Frente Azul.

Me le quedé mirando.

–Todas las cosas son recíprocas –dijo Padma –. Kensie fue lanzado a una promoción final para combatir otra vez en Mara o Kultis. El y su hermano Ian hubieran estado alejados de la guerra durante el resto de su vida profesional. A causa de la muerte de Jamethon, que permitió la rendición de sus tropas sin lucha, se produjo una situación que condujo al Frente Azul a asesinar a Kensie. Si usted y Jamethon no hubieran venido juntos a Santa María, y Jamethon hubiese ganado, Kensie viviría aún. Esto es lo que demuestran nuestros cálculos.

–¿Jamethon y yo? –mi aliento era entrecortado, tenía la garganta seca, y la lluvia seguía cayendo cada vez más fuerte.

–Usted fue el factor que ayudó a Jamethon a su resolución final –dijo Padma.

–¿Yo lo ayudé? –exclamé – ¡No es cierto!

–El veía a través de usted –dijo Padma –. El veía a través de la amarga venganza, la retorcida superficie que usted pensaba que era, el fondo idealista enterrado a tan gran profundidad en usted, que ni aún su tío hubiera podido borrar.

La lluvia tronaba entre nosotros, pero cada palabra de Padma me llegaba con claridad meridiana.

–¡No lo creo! –grité –. ¡No creo que hiciera nada de eso!

–Ya le dije –continuó Padma –, que usted no apreciaba completamente los adelantos evolutivos de nuestra Cultura Dividida. La fe de Jamethon no era de las que pueden verse conmovidas por factores externos. Si usted hubiera sido, en realidad, como su tío, él ni le habría escuchado. Le hubiera despedido como a un hombre sin alma. Pero creyó en usted, en vez de considerarle un poseso. Un hombre que hablaba con lo que el hubiera llamado la voz de Satanás.

–¡No lo creo! –grité.

–Sí que lo cree –continuó Padma –. No tiene otro remedio que creerlo, porque así sólo podría encontrar Jamethon su solución.

– ¡Solución!

–Era un hombre dispuesto a morir por su fe, pero como jefe se le hacía muy cuesta arriba que sus hombres muriesen por otras causas menos razonables. –Padma me miraba, y por un momento la lluvia amainó –. Pero usted le ofreció lo que él reconocía como la elección del diablo: su vida en este mundo, si pudiera rendir su fe y sus hombres, para evitar el conflicto que acabaría con su muerte y la de los suyos.

–¿Qué pensamiento más estúpido? –dije.

Dentro de la iglesia, las oraciones habían cesado y una sola voz fuerte y profunda había dado comienzo al Servicio de Difuntos.

–No es estúpido –exclamó Padma –. En el momento en que se dio cuenta, su respuesta se hizo más simple. Todo lo que podía hacer era negar lo que Satanás ofrecía. Debía comenzar con la absoluta necesidad de su propia muerte.

–¿Y esto era una solución? –procuré reír, pero la garganta me dolía.

–Era la única solución –dijo Padma –. Una vez lo hubo decidido, vio en seguida que la única posibilidad de que sus hombres se rindieran era la de que él muriera y se encontraran en una posición insostenible por motivos que sólo él conocía.

Noté que las palabras me salían sin sentirlo.

–¡Pero él no quería morir! –dije.

–Lo dejó en las manos de su Dios, y obró para que sólo un milagro pudiera salvarlo –continuó Padma.

–¿De qué está hablando? –y le miré. fijamente –. Preparó una mesa con una bandera de tregua, tomó cuatro hombres...

–No había bandera. Los hombres eran viejos que buscaban el martirio.

–¡Tomó cuatro! –grité –. Cuatro y uno hacen cinco. Cinco contra un solo hombre; yo estaba allí al lado de la mesa lo vi. Cinco contra...

–Tam.

* * *

Esta sola palabra me detuvo. De pronto empecé a sentir miedo. No quería oír lo que iba a decir. Tenía miedo de saber lo que iba a contarme. Lo que yo había sabido durante algún tiempo, y no quería oírle ni quería saber cómo lo decía.

La lluvia caía cada vez más fuerte, sin piedad, sobre nosotros y el asfalto, pero escuché cada palabra implacable a través de todos aquellos ruidos y sonidos.

La voz de Padma rugía en mis oídos como la lluvia, y una sensación de desamparo flotaba sobre mí como si tuviera una fiebre muy alta.

–¿Cree que Jamethon enloqueció durante unos momentos? Era un producto de Cultura Dividida. Reconocía a otro en Kensie. ¿Cree usted que por un minuto pensó que sólo un milagro podía hacer que él y los cuatro viejos fanáticos pudieran matar a un hombre armado, alerta y bien entrenado de los Dorsai, ¿a un hombre como Kensie Graeme? ¿Antes de que cayeran acribillados por las balas y muertos por ellos mismos?

Ellos... ellos... ellos...

Durante un largo rato escuché estas palabras que surgían de la lluvia y de la oscuridad. Como la lluvia y el viento detrás de las nubes, eso me levantó y arrastró alejándome por fin a esta alta, dura y pedregosa tierra que había vislumbrado cuando hice a Kensie Graeme la pregunta sobre si permitía el asesinato de los prisioneros Amistosos. Era ésta la tierra que siempre había evitado, pero a la que había llegado por fin.

Y recordé...

Desde el principio, había conocido en mi interior que el fanático que mató a Dave y a sus compañeros era la imagen de todos los Amistosos. Jamethon no era un asesino más. Yo había procurado hacer que lo pareciera a fin de ocultar mi propia vergüenza, mi propia auto –destrucción. Durante tres años me había mentido a mí mismo. La muerte de Dave no me había afectado como yo mismo me imaginaba.

Estaba sentado bajo aquel árbol viendo cómo Dave y los otros morían, mirando al ordenanza vestido de negro, cómo los mataba con su rifle, y en aquel momento mi pensamiento justificó tres años de caza en busca de una oportunidad para arruinar a Jamethon y destruir a los pueblos amistosos.

No fui yo el que pensó: ¿qué está haciendo allí, qué hace a esos hombres inocentes y desvalidos? Yo no pensé en nada tan noble. En aquel instante, sólo un pensamiento ocupaba mi mente y mi cuerpo. Había pensado simplemente... después de lo que ha hecho, ¿va a volver el arma contra mí?

* * *

Regresé al día y a la lluvia. Esta se apagaba, y Padma me sostenía en pie. Lo mismo que con Jamethon, estaba asombrado de la fuerza de sus manos.

–Déjeme ir –murmuré.

–¿Adónde va a ir, Tam? –preguntó Padma.

–A cualquier parte –musité –. Quiero salir de aquí. Me meteré en algún agujero de cualquier sitio y dejaré este asunto. Lo quiero dejar.

–Una acción –dijo Padma soltándome –, siempre produce efectos. La causa nunca cesa en sus efectos. Ahora no puede eludirlo, Tam. Sólo puede cambiar de partido.

– ¡De partido! –exclamé. La lluvia volvía a caer cada vez más deprisa –. ¿Qué partido? –Y le miré como si estuviera ebrio.

–El de que es uno –dijo Padma – y el opuesto que es el nuestro también. –La lluvia caía ahora ligeramente, y el día se aclaraba. Un pálido rayo de sol surgió por entre las finas nubes e iluminó el espacio entre nosotros –. Además hay dos fuertes influencias aparte de nosotros los Exóticos que pretenden transformar al hombre. No podemos calcularlas, comprenderlas todavía, más allá del hecho de que actúan casi como una sola voluntad individual y poderosa. Una parece ayudarle, otra, frustrar el proceso evolutivo; y sus influencias pueden ser rastreadas por lo menos hasta la primera aventura del hombre de la Tierra al espacio.

Moví la cabeza.

–No lo comprendo –farfullé –. No es asunto mío.

–Si lo es. Lo ha sido toda su vida –los ojos de Padma se iluminaron por un momento –. Una fuerza se entrometió en el nódulo de Santa María, con la forma de una unidad envuelta por una pérdida personal y orientada hacia la violencia. Esta fuerza era usted, Tam.

Procuré denegar con la cabeza de nuevo, pero comprendí que tenía razón.

–Está bloqueado en su esfuerzo –dijo Padma –. Pero la ley de conservación de la energía no puede ser negada. Cuando Jamethon le defraudó, su fuerza, transmutada, dejó el nódulo en la unidad de otro individuo, falseado por la pérdida personal y orientado hacia el efecto violento en la estructura.

Le miré y me humedecí los labios.

–¿Qué otra individualidad?

–lan Graeme.

Le miré más fijamente.

–Ian encontró a los tres asesinos de su hermano escondidos en la habitación de un hotel en Blauvain. Los mató con sus propias manos... y al hacerlo calmó a los Mercenarios y defraudó al Frente Azul. Pero luego dimitió y regresó al hogar de los Dorsal. Ahora se halla abrumado por el sentimiento de pérdida y amargura que usted llevaba consigo cuando llegó a Santa María.

–Padma hizo una pausa – y añadió con dulzura –. Ahora él posee una gran potencia fortuita que todavía no podemos calcular.

–Entonces... –mire a Padma –. ¿Significa que estoy libre?

Padma movió la cabeza.

–Sólo está usted abrumado por una fuerza diferente. Usted recibió todo el impacto y la carga del autosacrificio de Jamethon.

Me miró casi con simpatía, y a pesar de la luz del sol, empecé a temblar.

Así fue, y no pude negarlo. Jamethon, al dar su vida por una creencia, cuando yo me había desprendido de todas las creencias ante el rostro de la muerte, me había fundido y cambiado como el rayo funde y cambia la hoja de la espada sobre la que cae. No podía negar lo que me había sucedido.

–No –dije temblando –. No puedo hacer nada.

–Sí que puede –dijo Padma con calma –. Lo hará.

Desunió las manos que había tenido juntas desde el principio.

–El propósito por el que calculamos que le encontraríamos aquí ya se ha cumplido –dijo –. El idealismo básico en usted permanece aún. Ni su tío podría arrebatárselo. Sólo podría atacarlo, hasta que la amenaza de muerte en Nueva Tierra se volviera en su contra. Ahora usted ha sido moldeado en la forja de acontecimientos de Santa María.

Me reí, pero la garganta seguía doliéndome.

–No lo acabo de entender repliqué.

–Dele tiempo al tiempo –continuó Padma –. Las heridas necesitan tiempo para cicatrizar. Los nuevos brotes tienen que endurecerse como los músculos antes de volver a ser útiles. Ahora comprende mucho más la fe de los Amistosos, el valor de los Dorsai... y algo de la fuerza filosófica que atesoramos los Exóticos.

Se detuvo para sonreírme, con lo que casi era una sonrisa piadosa.

–Para usted debiera de haber estado todo claro hace mucho tiempo, Tam –dijo –, su trabajo es el de un intérprete entre lo viejo y lo nuevo. Su trabajo prepara la mente de la gente de todos los mundos... todo espectro y Cultura Dividida... para el día en que el talento de la raza se mezcle en una nueva generación. –La sonrisa se dulcificó, mientras su rostro se entristecía –. Usted vivirá más que yo para verlo. Adiós, Tam.

Se marcho. Por entre la tranquila bruma, aunque el aire parecía brillar, vi cómo caminaba solo hacia aquella iglesia de la que salía la voz que ahora anunciaba el número del himno final.

* * *





Como una centella, volví en mí, me dirigí al coche y entré. Ahora la lluvia casi había desaparecido y. el cielo se aclaraba cada ve más. La débil humedad que caía parecía dejar a la atmósfera más fresca, y suave.

Abrí las ventanas del coche, mientras lo sacaba del aparcamiento y lo dirigía hacia la larga carretera que había de llevarme al puerto espacial. Y por la ventana abierta a mi lado oí cómo cantaban el himno final dentro de la iglesia.

Era el himno de batalla de los soldados Amistosos. Mientras rodaba por la carretera, las voces parecían seguirme con fuerza. No con un sonido, lento y luctuoso como en las tristes canciones de despedida, sino fuerte –y triunfal como una canción de desfile en los labios de los que toman la ruta al principio de una nueva vida.

Soldado, no preguntes, ¡ahora o siempre!

Dónde a la guerra tus banderas van.

Los cantos me siguieron por el camino mientras me alejaba. Y a medida que me distanciaba, las voces se mezclaban hasta parecer una sola que cantara poderosamente. Por delante, las nubes se aclaraban. Bajo los rayos del sol, trozos de cielo azul parecían brillantes banderas ondeando al viento, como las enseñas de un ejército que marchara para siempre hacia tierras desconocidas.

Las miré mientras continuaba adelante, hacia donde se mezclaban en el cielo abierto; y durante un largo rato escuché el canto detrás de mi, mientras me dirigía al puerto espacial y a la nave para regresar a la Tierra que me esperaba bajo la luz del sol.

FIN