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miércoles, 6 de marzo de 2013

LOVECRAFT - CUENTOS

CUENTOS



EL COLOR SURGIDO DEL ESPACIO
H. P. Lovecraft
Al Oeste de Arkham, las colinas se yerguen selváticas, y hay valles con profundos bosques en los cuales no ha resonado
nunca el ruido de un hacha. Hay angostas y oscuras cañadas donde los árboles se inclinan fantásticamente, y donde
discurren estrechos arroyuelos que nunca han captado el reflejo de la luz del sol. En las laderas menos agrestes hay casas
de labor, antiguas y rocosas, con edificaciones cubiertas de musgo, rumiando eternamente en los misterios de la Nueva
Inglaterra; pero todas ellas están ahora vacías, con las amplias chimeneas desmoronándose y las paredes pandeándose
debajo de los techos a la holandesa.
Sus antiguos moradores se marcharon, y a los extranjeros no les gusta vivir allí. Los francocanadienses lo han intentado,
los italianos lo han intentado, y los polacos llegaron y se marcharon. Y ello no es debido a nada que pueda ser oído, o
visto, o tocado, sino a causa de algo puramente imaginario. El lugar no es bueno para la imaginación, y no aporta sueños
tranquilizadores por la noche. Esto debe ser lo que mantiene a los extranjeros lejos del lugar, ya que el viejo Ammi Pierce
no les ha contado nunca lo que él recuerda de los extraños días. Ammi, cuya cabeza ha estado un poco desequilibrada
durante años, es el único que sigue allí, y el único que habla de los extraños días; y se atreve a hacerlo, porque su casa está
muy próxima al campo abierto y a los caminos que rodean a Arkham.
En otra época había un camino sobre las colinas y a través de los valles, que corría en mea recta donde ahora hay un
marchito erial; pero la gente dejó de utilizarlo y se abrió un nuevo camino que daba un rodeo hacia el sur. Entre la
selvatiquez del erial pueden encontrarse aún huellas del antiguo camino, a pesar de que la maleza lo ha invadido todo.
Luego, los oscuros bosques se aclaran y el erial muere a orillas de unas aguas azules cuya superficie refleja el cielo y
reluce al sol. Y los secretos de los extraños días se funden con los secretos de las profundidades; se funden con la oculta
erudición del viejo océano, y con todo el misterio de la primitiva tierra.
Cuando llegué a las colinas y valles para acotar los terrenos destinados a la nueva alberca, me dijeron que el lugar estaba
embrujado. Esto me dijeron en Arkham, y como se trata de un pueblo muy antiguo lleno de leyendas de brujas, pensé que
lo de embrujado debía ser algo que las abuelas habían susurrado a los chiquillos a través de los siglos. El nombre de
"marchito erial" me pareció muy raro y teatral, y me pregunté cómo habría llegado a formar parte de las tradiciones de un
pueblo puritano. Luego vi con mis propios ojos aquellas cañadas y laderas, y ya no me extrañó que estuvieran rodeadas de
una leyenda de misterio. Las vi por la mañana, pero a pesar de ello estaban sumidas en la sombra. Los árboles crecían
demasiado juntos, y sus troncos eran demasiado grandes tratándose de árboles de Nueva Inglaterra. En las oscuras
avenidas del bosque había demasiado silencio, y el suelo estaba demasiado blando con el húmedo musgo y los restos de
infinitos años de descomposición.
En los espacios abiertos, principalmente a lo largo de l~ línea del antiguo camino, había pequeñas casas de labor; n veces,
con todas sus edificaciones en pie, y a veces con sólo un par de ellas, y a veces con una solitaria chimenea o una derruida
bodega. La maleza reinaba por todas partes, y seres furtivos susurraban en el subsuelo. Sobre todas las cosas pesaba una
rara opresión; un toque grotesco de irrealidad, como si fallara algún elemento vital de perspectiva o de claroscuro. No me
extrañó que los extranjeros no quisieran permanecer allí, ya que aquélla no era una región que invitara a dormir en ella. Su
aspecto recordaba demasiado el de una región extraída de un cuento de terror.
Pero nada de lo que había visto podía compararse, en lo que a desolación respecta, con el marchito erial. Se encontraba en
el fondo de un espacioso valle; Ningún otro nombre hubiera podido aplicársele con más propiedad, ni ninguna otra cosa se
adaptaba tan perfectamente a un nombre. Era como si un poeta hubiese acuñado la frase después de haber visto aquella
región. Mientras la contemplaba, pensé que era la consecuencia de un incendio; pero, ¿por qué no había crecido nunca
nada sobre aquellos cinco acres de gris desolación, que se extendía bajo el cielo como una gran mancha corroída por el
ácido entre bosques y campos? Discurre en gran parte hacia el norte de la línea del antiguo camino, pero invade un poco el
otro lado. Mientras me acercaba experimenté una extraña sensación de repugnancia, y sólo me decidí a hacerlo porque mi
tarea me obligaba a ello. En aquella amplia extensión no había vegetación de ninguna clase; no había más que una capa de
fino polvo o ceniza gris, que ningún viento parecía ser capaz de arrastrar. Los árboles más cercanos tenían un aspecto
raquítico y enfermizo, y muchos de ellos aparecían agostados o con los troncos podridos. Mientras andaba
apresuradamente vi a mi derecha los derruidos restos de una casa de labor, y la negra boca de un pozo abandonado cuyos
estancados vapores adquirían un extraño matiz al ser bañados por la luz del sol. El desolado espectáculo hizo que no roe
maravillara ya de los asustados susurros de los moradores de Arkham. En los alrededores no había edificaciones ni ruinas
de ninguna clase; incluso en los antiguos tiempos, el lugar dejó de ser solitario y apartado. Y a la hora del crepúsculo,
temeroso de pasar de nuevo por aquel ominoso lugar, tomé el camino del sur, a pesar de que significaba dar un gran rodeo.
Por la noche interrogué a algunos habitantes de Arkham acerca del marchito erial, y pregunté qué significado tenía la frase
"los extraños días" que había oído murmurar evasivamente. Sin embargo, no pude obtener ninguna respuesta concreta, y lo
único que saqué en claro era que el misterio se remontaba a una fecha mucho más reciente de lo que había imaginado. No
se trataba de una vieja leyenda, ni mucho menos, sino de algo que había ocurrido en vida de los que hablaban conmigo.
Había sucedido en los años ochenta, y una familia desapareció o fue asesinada. Los detalles eran algo confusos; y como
todos aquellos con quienes hablé me dijeron que no prestara crédito a las fantásticas historias del viejo Ammi Pierce,
decidí ir a visitarle a la mañana siguiente, después de enterarme de que vivía solo en una ruinosa casa que se alzaba en el
lugar donde los árboles empiezan a espesarse. Era un lugar muy viejo, y había empezado a exudar el leve olor miásmico
que se desprende de las casas que han permanecido en pie demasiado tiempo. Tuve que llamar insistentemente para que el
anciano se levantara, y cuando se asomó tímidamente a la puerta me di cuenta de que no se alegraba de verme. No estaba
tan débil como yo había esperado; sin embargo sus ojos parecían desprovistos de vida, y sus andrajosas ropas y su barba
blanca le daban un aspecto gastado y decaído.
No sabiendo cómo enfocar la conversación para que me hablara de sus "fantásticas historias", fingí que me había llevado
hasta allí la tarea a que estaba entregado; le hablé de ella al viejo Ammi, formulándole algunas vagas preguntas acerca del
distrito. Ammi Pierce era un hombre más culto y más educado de lo que me habían dado a entender, y se mostró más
comprensivo que cualquiera de los hombres con los cuales había hablado en Arkham. No era como otros rústicos que
había conocido en las zonas donde iban a construirse las albercas. Ni protestó por las millas de antiguo bosque y de tierras
de labor que iban a desaparecer bajo las aguas, aunque quizá su actitud hubiera sido distinta de no haber tenido su hogar
fuera de los límites del futuro lago. Lo único que mostró fue alivio; alivio ante la idea de que los valles por los cuales había
vagabundeado toda su vida iban a desaparecer. Estarían mejor debajo del agua..., mejor debajo del agua desde los extraños
días. Y, al decir esto, su ronca voz se hizo más apagada, mientras su cuerpo se inclinaba hacia delante y el dedo índice de
su mano derecha empezaba a señalar de un modo tembloroso e impresionante.
Fue entonces cuando olla historia, y mientras la ronca voz avanzaba en su relato, en una especie de misterioso susurro, me
estremecí una y otra vez a pesar de que estábamos en pleno verano. Tuve que interrumpir al narrador con frecuencia, para
poner en claro puntos científicos que él sólo conocía a través de lo que habla dicho un profesor, cuyas palabras repetía
como un papagayo, aunque su memoria habla empezado ya a flaquear; o para tender un puente entre dato y dato, cuando
fallaba su sentido de la lógica y de la continuidad. Cuando hubo terminado, no me extrañó que su mente estuviera algo
desequilibrada, ni que a la gente de Arkham no le gustara hablar del marchito erial. Me apresuré a regresar a mi hotel antes
de la puesta del sol, ya que no quería tener las estrellas sobre mi cabeza encontrándome al aire libre. Al día siguiente
regresé a Boston para dar mi informe. No podía ir de nuevo a aquel oscuro caos de antiguos bosques y laderas, ni
enfrentarme otra vez con aquel gris erial donde el negro pozo abría sus fauces al lado de los derruidos restos de una casa
de labor. La alberca iba a ser construida inmediatamente, y todos aquellos antiguos secretos quedarían enterrados para
siempre bajo las profundas aguas. Pero creo que ni cuando esto sea una realidad, me gustará visitar aquella región por la
noche..., al menos, no cuando brillan en el cielo las siniestras estrellas.
Todo empezó, dijo el viejo Ammi, con el meteorito. Antes no se hablan oído leyendas de ninguna clase, e incluso en la
remota época de las brujas aquellos bosques occidentales no fueron ni la mitad de temidos que la pequeña isla del
Miskatonic, donde el diablo concedía audiencias al lado de un extraño altar de piedra, más antiguo que los indios. Aquéllos
no eran bosques hechizados, y su fantástica oscuridad no fue nunca terrible hasta los extraños días. Luego había llegado
aquella blanca nube meridional, se había producido aquella cadena de explosiones en el aire, y aquella columna de humo
en el valle. Y, por la noche, todo Arkham se habla enterado de que una gran piedra había caído del cielo y se había
incrustado en la tierra, junto al pozo de la casa de Nahum Gardner. La casa que se había alzado en el lugar que ahora
ocupaba el marchito erial.
Nahum había ido al pueblo para contar lo de la piedra, y al pasar ante la casa de Ammi Pierce se lo había contado también.
En aquella época. Ammi tenía cuarenta años, y todos los extraños acontecimientos estaban profundamente grabados en su
cerebro. Ammi y su esposa habían acompañado a los tres profesores de la Universidad de Miskatonic que se presentaron a
la mañana siguiente para ver al fantástico visitante que procedía del desconocido espacio estelar, y hablan preguntado
cómo era que Nahum había dicho, el día antes, que era muy grande. Nahum, señalando la pardusca mole que estaba junto a
su pozo, dijo que se había encogido. Pero los sabios replicaron que las piedras no encogen. Su calor irradiaba
persistentemente, y Nahum declaró que había brillado débilmente toda la noche. Los profesores golpearon la piedra con un
martillo de geólogo y descubrieron que era sorprendentemente blanda. En realidad, era tan blanda como si fuera artificial,
y arrancaron, más bien que escoplearon, una muestra para llevársela a la Universidad a fin de comprobar su naturaleza.
Tuvieron que meterla en un cubo que le pidieron prestado a Nahum, ya que el pequeño fragmento no perdía calor. En su
viaje de regreso se detuvieron a descansar en la casa de Ammi, y parecieron quedarse pensativos cuando Mrs. Pierce
observó que el fragmento estaba haciéndose más pequeño y había empezado a quemar el fondo del cubo. Realmente, no
era muy grande, pero quizás habían cogido un trozo menor de lo que habían supuesto.
Al día siguiente - todo esto ocurría en el mes de junio de 1882 -, los profesores se presentaron de nuevo, muy excitados. Al
pasar por la casa de Ammi le contaron lo que había sucedido con la muestra, diciendo que habla desaparecido por
completo cuando la introdujeron en un recipiente de cristal. El recipiente también había desaparecido, y los profesores
hablaron de la extraña afinidad de la piedra con el silicón. Había reaccionado de un modo increíble en aquel laboratorio
perfectamente ordenado; sin sufrir ninguna modificación ni expeler ningún gas al ser calentada al carbón mostrándose
completamente negativa al ser tratada con bórax y revelándose absolutamente no-volátil a cualquier temperatura
incluyendo la del soplete de oxihidrogeno. En el yunque apareció como muy maleable, y en la oscuridad su luminosidad
era muy notable. Negándose obstinadamente a enfriarse, provocó una gran excitación entre los profesores; y cuando al ser
calentada ante el espectroscopio mostró unas brillantes bandas distintas a las de cualquier color conocido del espectro
normal, se habló de nuevos elementos, de raras propiedades ópticas, y de todas aquellas cosas que los intrigados hombres
de ciencia suelen decir cuando se enfrentan con lo desconocido.
Caliente como estaba, fue comprobada en un crisol con todos los reactivos adecuados. El agua no hizo nada. Ni el ácido
clorhídrico. El ácido nítrico e incluso el agua regia se limitaron a resbalar sobre su tórrida invulnerabilidad. Ammi se
encontró con algunas dificultades para recordar todas aquellas cosas, pero reconoció algunos disolventes a medida que se
los mencionaba en el habitual orden de utilización: amoniaco y sosa cáustica, alcohol y éter, bisulfito de carbono y una
docena más; pero, a pesar de que el peso iba disminuyendo con el paso del tiempo, y de que el fragmento parecía enfriarse
ligeramente, los disolventes no experimentaron ningún cambio que demostrara que habían atacado a la sustancia. Desde
luego, se trataba de un metal. Era magnético, en grado extremo; y después de su inmersión en los disolventes ácidos
parecían existir leves huellas de la presencia de hierro meteórico, de acuerdo con los datos de Widmanstalten. Cuando el
enfriamiento era ya considerable colocaron el fragmento en un recipiente de cristal para continuar las pruebas Y a la
mañana siguiente, fragmento y recipiente habían desaparecido sin dejar rastro, y únicamente una chamuscada señal en el
estante de madera donde los habían dejado probaba que había estado realmente allí.
Esto fue lo que los profesores le contaron a Ammi mientras descansaban en su casa, y una vez más fue con ellos a ver el
pétreo mensajero de las estrellas, aunque en esta ocasión su esposa no le acompañó. Comprobaron que la piedra habla
encogido realmente, y ni siquiera los más escépticos de los profesores pudieron dudar de lo que estaban viendo. Alrededor
de la masa pardusca situada junto al pozo había un espacio vacío, un espacio que eran dos pies menos que el día anterior.
Estaba aún caliente, y los sabios estudiaron su superficie con curiosidad mientras separaban otro fragmento mucho mayor
que el que se habían llevado. Esta vez ahondaron más en la masa de piedra, y de este modo pudieron darse cuenta de que el
núcleo central no era completamente homogéneo.
Habían dejado al descubierto lo que parecía ser la cara exterior de un glóbulo empotrado en la sustancia. El color, parecido
al de las bandas del extraño espectro del meteoro, era casi imposible de describir; y sólo por analogía se atrevieron a
llamarlo color. Su contextura era lustrosa, y parecía quebradiza y hueca. Uno de los profesores golpeó ligeramente el
glóbulo con un martillo, y estalló con un leve chasquido. De su interior no salió nada, y el glóbulo se desvaneció como por
arte de magia, dejando un espacio esférico de unas tres pulgadas de diámetro, Los profesores pensaron que era probable
que encontraran otros glóbulos a medida que la sustancia envolvente se fuera fundiendo.
La conjetura era equivocada, ya que los investigadores no consiguieron encontrar otro glóbulo, a pesar de que taladraron la
masa por diversos lugares. En consecuencia, decidieron llevarse la nueva muestra que hablan recogido... y cuya conducta
en el laboratorio fue tan desconcertante como la de su predecesora. Aparte de ser casi plástica, de tener calor, magnetismo
y ligera luminosidad, de enfriarse levemente en poderosos ácidos, de perder peso y volumen en el aire y de atacar a los
compuestos de silicón con el resultado de una mutua destrucción. La piedra no presentaba características de identificación;
y al fin de las pruebas, los científicos de la Universidad se vieron obligados a reconocer que no podían clasificarla. No era
nada de este planeta, sino un trozo del espacio exterior; y, como tal, estaba dotado de propiedades exteriores y
desconocidas y obedecía a leyes exteriores y desconocidas.
Aquella noche hubo una tormenta, y cuando los profesores acudieron a casa de Nahum al día siguiente, se encontraron con
una desagradable sorpresa. La piedra, magnética como era, debió poseer alguna peculiar propiedad eléctrica; ya que había
"atraído al rayo", como dijo Nahum, con una singular persistencia. En el espacio de una hora, ~ granjero vio cómo el rayo
hería seis veces la masa que se encontraba junto al pozo, y al cesar la tormenta descubrió que la piedra había desaparecido.
Los científicos, profundamente decepcionados, tras comprobar el hecho de la total desaparición, decidieron que lo único
que podían hacer era regresar al laboratorio y continuar analizando el fragmento que se habían llevado el día anterior y que
como medida de precaución hablan encerrado en una caja de plomo. El fragmento duró una semana transcurrida la cual no
se había llegado a ningún resultado positivo. La piedra desapareció, sin dejar ningún residuo, y con el tiempo los
profesores apenas creían que habían visto realmente aquel misterioso vestigio de los insondables abismos exteriores; aquel
único, fantástico mensaje de otros universos y otros reinos de materia energía, y entidad.
Como era lógico, los periódicos de Arkham hablaron mucho del incidente y enviaron a sus reporteros a entrevistar a
Nahum y a su familia. Un rotativo de Boston envío también un periodista, y Nahum se convirtió rápidamente en una
especie de celebridad local. Era un hombre delgado, de unos cincuenta años, que vivía con su esposa y sus tres hijos del
producto de lo que cultivaba en el valle. El y Ammi se hacían frecuentes visitas, lo mismo que sus esposas; y Ammi solo
tenía frases de elogio para él después de todos aquellos anos. Parecía estar orgulloso de la atención que habla despertado el
lugar, y en las semanas que siguieron a su aparición y desaparición habló con frecuencia del meteorito. Los meses de julio
y agosto fueron cálidos; y Nahum trabajó de firme en sus campos, y las faenas agrícolas le cansaron más de lo que le
habían cansado otros años, por lo que llegó a la conclusión de que los años habían empezado a pesarle.
Luego llegó la época de la recolección. Las peras v manzanas maduraban lentamente, y Nahum aseguraba que sus huertas
tenían un aspecto más floreciente que nunca. La fruta crecía hasta alcanzar un tamaño fenomenal y un brillo musitado, y su
abundancia era tal que Nahum tuvo que comprar unos cuantos barriles más a fin de poder embalar la futura cosecha. Pero
con la maduración llegó una desagradable sorpresa, ya que toda aquella fruta de opulenta presencia resultó incomible. En
vez del delicado sabor de las peras y manzanas, la fruta tenía un amargor insoportable. Lo mismo ocurrió con los melones
y los tomates, y Nahum vio con tristeza cómo se perdía toda su cosecha. Buscando una explicación a aquel hecho, no tardó
en declarar que el meteorito había envenenado el suelo, y dio gracias al cielo porque la mayor parte de las otras cosechas
se encontraban en las tierras altas a lo largo del camino.
El invierno se presentó muy pronto, y fue muy frío. Ammi veía a Nahum con menos frecuencia que de costumbre, y
observó que empezaba a tener un aspecto preocupado. También el resto de la familia había asumido un aire taciturno; y
fueron espaciando sus visitas a la iglesia y su asistencia a los diversos acontecimientos sociales de la comarca. No pudo
encontrarse ningún motivo para aquella reserva o melancolía, aunque todos los habitantes de la casa daban muestras de
cuando en cuando de un empeoramiento en su estado de salud física y mental. Esto se hizo más evidente cuando el propio
Nahum declaró que estaba preocupado por ciertas huellas de pasos que había visto en la nieve. Se trataba de las habituales
huellas invernales de las ardillas rojas, de los conejos blancos y de los zorros, pero el caviloso granjero afirmó que
encontraba algo raro en la naturaleza y disposición de aquellas huellas. No fue más explícito, pero parecía creer que no era
característica de la anatomía y las costumbres de ardillas y conejos y zorros. Ammi no hizo mucho caso de todo aquello
hasta una noche que pasó por delante de la casa de Nahum en su trineo, en su camino de regreso de Clark's Corners. En el
cielo brillaba la luna, y un conejo cruzó corriendo el camino, y los saltos de aquel conejo eran más largos de lo que les
hubiera gustado a Ammi y a su caballo. Este último, en realidad, se hubiera desbocado si su dueño no hubiera empuñado
las riendas con mano firme. A partir de entonces, Ammi mostró un mayor respeto por las historias que contaba Nahum, y
se preguntó por qué los perros de Gardner parecían estar tan asustados y temblorosos cada mariana. Incluso habían perdido
el ánimo para ladrar.
En el mes de febrero, los chicos de McGregor, de Meadow Hill, salieron a cazar marmotas, y no lejos de las tierras de
Gardner capturaron un ejemplar muy especial. Las proporciones de su cuerpo parecían ligeramente alteradas de un modo
muy raro, imposible de describir, en tanto que su rostro tenía una expresión que hasta entonces nadie había visto en el
rostro de una marmota. Los chicos quedaron francamente asustados y tiraron inmediatamente el animal, de modo que por
la comarca sólo circulo la grotesca historia que los mismos chicos contaron. Pero esto, unido a la historia del conejo que
asustaba a los caballos en las inmediaciones de la casa de Nahum, dio pie a que empezara a tomar cuerpo una leyenda,
susurrada en voz baja.
La gente aseguraba que la nieve se había fundido mucho mas rápidamente en los alrededores de la casa de Nahum que en
otras partes, y a principios de marzo se produjo una agitada discusión en la tienda de Potter, de Clark's Corners. Stephen
Rice había pasado por las tierras de Gardner a primera hora de la mañana, y se había dado cuenta de que la hierba fétida
empezaba a crecer en todo el fangoso suelo. Hasta entonces no se había visto hierba fétida de aquel tamaño, y su color era
tan raro que no podía ser descrito con palabras. Sus formas eran monstruosas, y el caballo había relinchado lastimeramente
ante la presencia de un hedor que hirió también desagradablemente el olfato de Stephen. Aquella misma tarde, varias
personas fueron a ver con sus propios ojos aquella anomalía, y todas estuvieron de acuerdo en que las plantas de aquella
clase no podían brotar en un mundo saludable. Se mencionaron de nuevo los frutos amargos del otoño anterior, y corrió de
boca en boca que las tierras de Nahum estaban emponzoñadas. Desde luego, se trataba del meteorito; y recordando lo
extraño que les había parecido a los hombres de la Universidad, varios granjeros hablaron del asunto con ellos.
Un día, hicieron una visita a Nahum; pero como se trataba de unos hombres que no prestaban crédito con facilidad a las
leyendas, sus conclusiones fueron muy conservadoras. Las plantas eran raras, desde luego, pero toda la hierba fétida es
más o menos rara en su forma y en su color. Quizás algún elemento mineral del meteorito había penetrado en la tierra, pero
no tardaría en desaparecer. Y en cuanto a las huellas en la nieve y a los caballos asustados... se trataba únicamente de
habladurías sin fundamento, que habían nacido a consecuencia de la caída del meteorito. Pero unos hombres serios no
podían tener en cuenta las habladurías de los campesinos, ya que los supersticiosos labradores dicen y creen cualquier
cosa. Ese fue el veredicto de los profesores acerca de los extraños días. Sólo uno de ellos, encargado de analizar dos
redomas de polvo en el curso de una investigación policíaca, año y medio más tarde, recordó que el extraño color de la
hierba fétida era muy parecida al de las insólitas bandas de luz que reveló el fragmento del meteoro en el espectroscopio de
la Universidad, y al del glóbulo que encontraran en el interior de la piedra. En el análisis que el mencionado profesor llevó
a cabo, las muestras revelaron al principio las mismas insólitas bandas, aunque más tarde perdieran la propiedad.
Los árboles florecieron prematuramente alrededor de la casa de Nahum, y por la noche se mecían ominosamente al viento.
El segundo hijo de Nahum, Thaddeus, un muchacho de quince años, juraba que los árboles se mecían también cuando no
hacía viento; pero ni siquiera los más charlatanes prestaron crédito a esto. Desde luego, en el ambiente había algo raro.
Toda la familia Gardner desarrolló la costumbre de quedarse escuchando, aunque no esperaban oír ningún sonido al cual
pudieran dar nombre. La escucha era en realidad resultado de momentos en que la conciencia parecía haberse desvanecido
en ellos. Desgraciadamente, esos momentos eran más frecuentes a medida que pasaban las semanas, hasta que la gente
empezó a murmurar que toda la familia Nahum estaba mal de la cabeza. Cuando salió la primera saxífraga, su color era
también muy extraño; no completamente igual al de la hierba fétida, pero indudablemente afín a él e igualmente
desconocido para cualquiera que lo viera. Nahum cogió algunos capullos y se los llevó a Arkham para enseñarlos al editor
de la Gazette, pero aquel dignatario se limitó a escribir un artículo humorístico acerca de ellos, ridiculizando los temores y
las supersticiones de los campesinos. Fue un error de Nahum contarle a un estólido ciudadano la conducta que observaban
las mariposas - también de gran tamaño- en relación con aquellas saxífragas.
Abril aportó una especie de locura a las gentes de la comarca y empezaron a dejar de utilizar el camino que pasaba por los
terrenos de Nahum, hasta abandonarlo por completo. Era la vegetación. Los renuevos de los árboles tenían unos extraños
colores, y a través del suelo de piedra del patio y en los prados contiguos crecían unas plantas que solamente un botánico
podía relacionar con la flora de la región. Pero lo más raro de todo era el colorido, que no correspondía a ninguno de los
matices que el ojo humano había visto hasta entonces. Plantas y arbustos se convirtieron en una siniestra amenaza,
creciendo insolentemente en su cromática perversión. Ammi y los Gardner opinaron que los colores tenían para ellos una
especie de inquietante familiaridad, y llegaron a la conclusión de que les recordaban el glóbulo que había sido descubierto
dentro del meteoro. Nahum labró y sembró los diez acres de terreno que poseía en la parte alta, sin tocar los terrenos que
rodeaban su casa. Sabía que sería trabajo perdido y tenía la esperanza de que aquellas extrañas hierbas que estaban
creciendo arrancarían toda la ponzoña del suelo. Ahora estaba preparado para cualquier cosa, por inesperada que pudiera
parecer, y se había acostumbrado a la sensación de que cerca de él había algo que esperaba ser oído. El ver que los vecinos
no se acercaban por su casa le molestó, desde luego; pero afectó todavía más a su esposa. Los chicos no lo notaron tanto
porque iban a la escuela todos los días; pero no pudieron evitar el enterarse de las habladurías, las cuales les asustaron un
poco, especialmente a Thaddeus, que era un muchacho muy sensible.
En mayo llegaron los insectos, y la hacienda de Gardner se convirtió en un lugar de pesadilla, lleno de zumbidos y de
serpenteos. La mayoría de aquellos animales tenían un aspecto insólito y se movían de un modo muy raro, y sus
costumbres nocturnas contradecían todas las anteriores experiencias. Los Gardner adquirieron el hábito de mantenerse
vigilantes durante la noche. Miraban en todas direcciones en busca de algo..., aunque no podían decir de qué. Fue entonces
cuando comprobaron que Thaddeus había estado en lo cierto al hablar de lo que ocurría con los árboles. Mistress Gardner
fue la primera en comprobarlo una noche que se encontraba en la ventana del cuarto contemplando la silueta de un arce
que se recortaba contra un cielo iluminado por la luna. Las ramas del arce se estaban moviendo y no corría el menor soplo
de viento. Cosa de la savia, seguramente. Las cosas más extrañas resultaban ahora normales. Sin embargo, el siguiente
descubrimiento no fue obra de ningún miembro de la familia Gardner. Se habían familiarizado con lo anormal hasta el
punto de no darse cuenta de muchos detalles. Y lo que ellos no fueron capaces de ver fue observado por un viajante de
comercio de Boston, que pasó por allí una noche, ignorante de las leyendas que corrían por la región. Lo que contó en
Arkham apareció en un breve artículo publicado por la Gazette; y aquel articulo fue lo que todos los granjeros, incluido
Nahum, se echaron primero a los ojos. La noche había sido oscura, pero alrededor de una granja del valle - que todo el
mundo supo que se trataba de la granja de Nahum- la oscuridad había sido menos intensa. Una leve, aunque visible,
fosforescencia parecía surgir de toda la vegetación, y en un momento determinado un trozo de aquella fosforescencia se
deslizó furtivamente por el patio que había cerca del granero.
Los pastos no parecían haber sufrido los efectos de aquella insólita situación, y las vacas pacían libremente cerca de la
casa, pero hacia finales de mayo la leche empezó a ser mala. Entonces Nahum llevó a las vacas a pacer a las tierras altas y
la leche volvió a ser buena. Poco después el cambio en la hierba y en las hojas, que hasta entonces se habían mantenido
normalmente verdes, pudo apreciarse a simple vista. Todas las hortalizas adquirieron un color grisáceo y un aspecto
quebradizo. Ammi era ahora la única persona que visitaba a los Gardner, y sus visitas fueron espaciándose más y más.
Cuando cerraron la escuela, por ser época de vacaciones, los Gardner quedaron virtualmente aislados del mundo, y a veces
encargaban a Ammi que les hiciera sus compras en el pueblo. Continuaban desmejorando física y mentalmente, y nadie
quedó sorprendido cuando circuló la noticia de que Mrs. Gardner se había vuelto loca.
Esto ocurrió en junio, alrededor del aniversario de la caída del meteoro, y la pobre mujer empezó a gritar que veía cosas en
el aire, cosas que no podía describir. En su desvarío no pronunciaba ningún nombre propio, sino solamente verbos y
pronombres. Las cosas se movían, y cambiaban, y revoloteaban, y los oídos reaccionaban a impulsos que no eran del todo
sonidos. Nahum no la envió al manicomio del condado, sino que dejó que vagabundeara por la casa mientras fuera
inofensiva para sí misma y para los demás. Cuando su estado empeoró no hizo nada. Pero cuando los chicos empezaron a
asustarse y Thaddeus casi se desmayó al ver la expresión del rostro de su madre al mirarle, Nahum decidió encerrarla en el
ático. En julio, Mrs. Gardner dejó de hablar y empezó a arrastrarse a cuatro patas, y antes de terminar el mes, Nahum se
dio cuenta de que su esposa era ligeramente luminosa en la oscuridad, tal como ocurría con la vegetación de los
alrededores de la casa.
Esto sucedió un poco antes de que los caballos se dieran a la fuga. Algo les había despertado durante la noche, y sus
relinchos y su cocear habían sido algo terrible. A la mañana siguiente, cuando Nahum abrió la puerta del establo, los
animales salieron disparados como alma que lleva el diablo. Nahum tardó una semana en localizar a los cuatro, y cuando
los encontró se vio obligado a matarlos porque se hablan vuelto locos y no había quien los manejara. Nahum le pidió
prestado un caballo a Ammi para acarrear el heno, pero el animal no quiso acercarse al granero. Respingó, se encabritó y
relinchó, y al final tuvieron que dejarlo en el patio, mientras los hombres arrastraban el carro hasta situarlo junto al
granero. Entretanto, la vegetación iba tomándose gris y quebradiza. Incluso las flores, cuyos colores hablan sido tan
extraños, se volvían grises ahora, y la fruta era gris y enana e insípida. Las jarillas y el trébol dorado dieron flores grises y
deformes, y las rosas, las rascamoños y las malvarrosas del patio delantero tenían un aspecto tan horrendo, que Zenas, el
mayor de los hijos de Nahum, las cortó todas. Al mismo tiempo fueron muriéndose todos los insectos, incluso las abejas
que habían abandonado sus colmenas.
En septiembre toda la vegetación se había desmenuzado, convirtiéndose en un polvillo grisáceo, y Nahum temió que los
árboles murieran antes de que la ponzoña se hubiera desvanecido del suelo. Su esposa tenía ahora accesos de furia, durante
los cuales profería unos gritos terribles, y Nahum y sus hijos vivían en un estado de perpetua tensión nerviosa. No se
trataban ya con nadie, y cuando la escuela volvió a abrir sus puertas los chicos no acudieron a ella. Fue Ammi, en una de
sus raras visitas, quien descubrió que el agua del pozo ya no era buena. Tenía un gusto endiablado, que no era exactamente
fétido ni exactamente salobre, y Ammi aconsejó a su amigo que excavara otro pozo en las tierras altas para utilizarlo hasta
que el suelo volviera a ser bueno. Sin embargo, Nahum no hizo el menor caso de aquel consejo, ya que habla llegado a
impermeabilizarse contra las cosas raras y desagradables. El y sus hijos siguieron utilizando la teñida agua del pozo,
bebiéndola con la misma indiferencia con que comían sus escasos y mal cocidos alimentos y conque realizaban sus
improductivas y monótonas tareas a través de unos días sin objetivo. Había algo de estólida resignación en todos ellos,
como si anduvieran en otro mundo entre hileras de anónimos guardianes hacia un lugar familiar y seguro.
Thaddeus se volvió loco en septiembre, después de una visita al pozo. Había ido allí con un cubo y había regresado con las
manos vacías, encogiendo y agitando los brazos y murmurando algo acerca de "los colores movibles que había allí abajo".
Dos locos en una familia representaban un grave problema, pero Nahum se portó valientemente. Dejó que el muchacho se
moviera a su antojo durante una semana, hasta que empezó a portarse peligrosamente, y entonces lo encerró en el ático,
enfrente de la habitación ocupada por su madre. El modo como se gritaban el uno al otro desde detrás de sus cerradas
puertas era algo terrible, especialmente para el pequeño Merwin, que imaginaba que su madre y su hermano hablaban en
algún terrible lenguaje que no era de este mundo. Merwin se estaba convirtiendo en un chiquillo peligrosamente
imaginativo, y su estado empeoró desde que encerraron al hermano que había sido su mejor compañero de juegos.
Casi al mismo tiempo empezó la mortalidad entre el ganado. Las aves de corral adquirieron un color gris y murieron
rápidamente. Los cerdos engordaron desordenadamente y luego empezaron a experimentar repugnantes cambios que nadie
podía explicar. Su carne era desaprovechable, desde luego, y Nahum no sabía qué pensar ni qué hacer. Ningún veterinario
rural quiso acercarse a su casa, y el veterinario de Arkham quedó francamente desconcertado. La cosa resultaba tanto más
inexplicable por cuanto aquellos animales no habían sido alimentados con la vegetación emponzoñada. Luego les llegó el
turno a las vacas. Ciertas zonas, y a veces el cuerpo entero, aparecieron anormalmente hinchadas o comprimidas, y
aquellos síntomas fueron seguidos de atroces colapsos o desintegraciones. En las últimas fases - que terminaban siempre
con la muerte- adquirían un color grisáceo y un aspecto quebradizo, tal como había ocurrido con los cerdos. En el caso de
las vacas no podía hablarse de veneno, ya que estaban encerradas en mi establo. Ninguna mordedura de un animal salvaje
podía haber inoculado el virus, ya que no hay ningún animal terrestre que pueda pasar a través de unos obstáculos sólidos.
Debía tratarse de una enfermedad natural..., aunque resultaba imposible conjeturar qué clase de enfermedad producía
aquellos terribles resultados. En la época de la cosecha no quedaba ningún animal vivo en la casa, ya que el ganado y las
aves de corral habían muerto y los perros habían huido. Los perros, en número de tres, habían desaparecido una noche y no
volvieron a aparecer. Los cinco gatos se habían marchado un poco antes, pero su desaparición apenas fue notada, ya que
en la casa no había ahora ratones y únicamente Mrs. Gardner sentía cierto afecto por los graciosos felinos.
El 19 de octubre, Nahum se presentó en casa de Ammi con espantosas noticias. La muerte había sorprendido al pobre
Thaddeus en su habitación del ático, y le habla sorprendido de un modo que no podía ser contado. Nahum había excavado
una tumba en la parte trasera de la granja y había metido allí lo que encontró en la habitación. En la habitación no podía
haber entrado nadie, ya que la pequeña ventana enrejada y la cerradura de la puerta estaban intactas; pero lo sucedido tenía
muchos puntos de contacto con lo ocurrido en el establo. Ammi y su esposa consolaron al atribulado granjero lo mejor que
pudieron, aunque no consiguieron evitar un estremecimiento. El horror parecía rondar alrededor de los Gardner y de todo
lo que tocaban, y la sola presencia de uno de ellos en la casa era como un soplo de regiones innominadas e innominables.
Ammi acompañó a Nahum a su hogar de muy mala gana e hizo lo que pudo para calmar los histéricos sollozos del
pequeño Merwín. Zenas no necesitaba ser calmado. Se encontraba en un estado de completo atontamiento y se limitaba a
mirar fijamente un punto indeterminado del espacio y a obedecer lo que su padre le ordenaba. Y Ammi pensó que ese
estado de abulia era lo mejor que podía ocurrirle. De cuando en cuando los gritos de Merwin eran contestados desde el
ático, y en respuesta a una mirada interrogadora Nahum dijo que su esposa estaba muy débil. Cuando se acercaba la noche,
Ammi se las arregló para marcharse, ya que ningún sentimiento de amistad podía hacerle permanecer en aquel lugar
cuando la vegetación empezaba a brillar débilmente y los árboles podían o no moverse sin que soplara el viento. Era una
verdadera suerte para Ammi el hecho de que no fuese una persona imaginativa. De haberlo sido, de haber podido
relacionar y reflexionar en todos los portentos que le rodeaban, no cabe duda de que hubiese perdido la chaveta. A la hora
del crepúsculo regresó apresuradamente a su casa, sintiendo resonar terriblemente en sus oídos los gritos de la loca y del
pequeño Merwin.
Tres días más tarde Nahum se presentó en casa de Ammi muy de mañana, y en ausencia de su huésped le contó a Mrs.
Pierce una horrible historia que ella escuchó temblando de miedo. Esta vez se trataba del pequeño Mervin. Había
desaparecido. Había salido de la casa cuando ya era de noche con un farol y un cubo para traer agua, y no había regresado.
Hacia días que su estado no era normal y se asustaba de todo. El padre oyó un frenético grito en el patio, pero cuando abrió
la puerta y se asomó, el muchacho había desaparecido. No se vela ni rastro de él, y en ninguna parte brillaba el farol que se
había llevado. En aquel momento, Nahum creyó que el farol y el cubo habían desaparecido también; pero al hacerse de
día, y al regreso de su búsqueda de toda la noche por campos y bosques, Nahum había descubierto unas cosas muy raras
cerca del pozo: una retorcida y semifundida masa de hierro, que había sido indudablemente el farol; y junto a ella un asa
doblada junto a otra masa de hierro, asimismo retorcida y semifundida, que correspondía al cubo. Eso fue todo. Nahum
imaginaba lo inimaginable. Mrs. Pierce estaba como atontada, y Ammi, cuando llegó a casa y oyó la historia, no pudo dar
ninguna opinión. Merwin habla desaparecido, y sería inútil decírselo a la gente que vivía en aquellos alrededores y que
huían de los Gardner como de la peste. Tan inútil como decírselo a los ciudadanos de Arkham, que se reían de todo. Thad
había desaparecido, y ahora había desaparecido Merwin. Algo estaba arrastrándose y arrastrándose, esperando ser visto y
oído. Nahum no tardaría en morirse, y deseaba que Ammi velara por su esposa y por Zenas, si es que le sobrevivían. Todo
aquello era un castigo de alguna clase, aunque Nahum no podía adivinar a qué se debía, ya que siempre había vivido en el
santo temor de Dios.
Durante más de dos semanas, Ammi no tuvo ninguna noticia de Nahum; y entonces, preocupado por lo que pudiera haber
ocurrido, dominó sus temores y efectuó una visita a la casa de los Gardner. De la chimenea no salía humo y por unos
instantes el visitante temió lo peor. El aspecto de la granja era impresionante: hierba y hojas grisáceas en el suelo, parras
cayéndose a pedazos de arcaicas paredes y aleros, y enormes árboles desnudos silueteándose malignamente contra el gris
cielo de noviembre. Ammi no pudo dejar de notar que se habla producido un sutil cambio en la inclinación de las ramas.
Pero Nahum estaba vivo, después de todo. Estaba muy débil y reposaba en un catre en la cocina de techo bajo, pero
conservaba la lucidez y seguía dando órdenes a Zenas. La estancia estaba mortalmente fría; y al ver que Ammi se
estremecía, Nahum le gritó a Zenas que trajera más leña. La leña, en realidad, era muy necesaria, ya que el cavernoso
hogar estaba apagado y vacío, y el viento que se filtraba chimenea abajo era helado. De pronto, Nahum le preguntó si la
leña que habla traído su hijo le hacía sentirse más cómodo, y entonces Ammi se dio cuenta de lo que había ocurrido.
Finalmente, la mente del granjero había dejado de resistir a la intensa presión de los acontecimientos.
Interrogando discretamente a su vecino, Ammi no consiguió poner en claro lo que le había sucedido a Zenas. "En el pozo...
vive en el pozo...", fue todo lo que su padre dijo.
Luego el visitante recordó súbitamente a la esposa loca y cambió de tema. "¿Nabby? Está aquí, desde luego...", fue la
sorprendida respuesta del pobre Nahum, y Ammi no tardó en darse cuenta de que tendría que investigar por sí mismo.
Dejando al inofensivo granjero en su catre, cogió las llaves que estaban colgadas detrás de la puerta y subió los chirriantes
escalones que conducían al ático. La parte alta de la casa estaba completamente silenciosa y no se oía el menor ruido en
ninguna dirección. De las cuatro puertas a la vista, sólo una estaba cerrada, y en ella probó Ammi varias llaves del manojo
que había cogido. A la tercera tentativa la cerradura giró, y Ammi empujó la puerta pintada de blanco.
El interior de la habitación estaba completamente a oscuras, ya que la ventana era muy pequeña y estaba medio tapada por
las rejas de hierro; y Ammi no pudo ver absolutamente nada. El aire estaba muy viciado, y antes de seguir adelante tuvo
que entrar en otra habitación y llenarse los pulmones de aire respirable. Cuando volvió a entrar vio algo oscuro en un
rincón, y al acercarse no pudo evitar un grito de espanto. Mientras gritaba creyó que una nube momentánea había tapado la
escasa claridad que penetraba por la ventana, y un segundo después se sintió rozado por una espantosa corriente de vapor.
Unos extraños colores danzaron ante sus ojos; y si el horror que experimentaba en aquellos momentos no le hubiera
impedido coordinar sus ideas hubiera recordado el glóbulo que el martillo de geólogo había aplastado en el interior del
meteorito, y la malsana vegetación que habla crecido durante la primavera. Pero, en el estado en que se hallaba, sólo pudo
pensar en la horrible monstruosidad que tenía enfrente, y que sin duda alguna habla compartido la desconocida suerte del
joven Thaddeus y del ganado. Pero lo más terrible de todo era que aquel horror se movía lenta y visiblemente mientras
continuaba desmenuzándose.
Ammi no me dio más detalles de aquella escena, pero la forma del rincón no reapareció en su relato como un objeto
movible. Hay cosas que no pueden ser mencionadas, y lo que se hace por humanidad es a veces cruelmente juzgado por la
ley. Comprendí que en aquella habitación del ático no quedó nada que se moviera, y que no dejar allí nada capaz de
moverse debió de ser algo horripilante y capaz de acarrear un tormento eterno. Cualquiera, no tratándose de un estólido
granjero, se hubiera desmayado o enloquecido, pero Ammi volvió a cruzar el umbral de la puerta pintada de blanco y
encerró el espantoso secreto detrás de él. Ahora debía ocuparse de Nahum; éste tenía que ser alimentado y atendido, y
trasladado a algún lugar donde pudieran cuidarle.
Cuando empezaba a bajar la oscura escalera, Ammi oyó un estrépito debajo de él. Incluso le pareció haber oído un grito, y
recordó nerviosamente la corriente de vapor que le había rozado mientras se hallaba en la habitación del ático. Oprimido
por un vago temor, oyó más ruidos debajo suyo. Indudablemente estaban arrastrando algo pesado, y al mismo tiempo se
oía un sonido todavía más desagradable, como el que produciría una fuerte succión. Sintiendo aumentar su terror, pensó en
lo que había visto en el ático. ¡Santo cielo! ¿En qué fantástico mundo de pesadilla había penetrado? No se atrevió a
avanzar ni a retroceder, y permaneció inmóvil, temblando, en la negra curva del rellano de la escalera. Cada detalle de la
escena estallaba de nuevo en su cerebro.
De repente se oyó un frenético relincho proferido por el caballo de Ammi, seguido inmediatamente por un ruido de cascos
que hablaba de una precipitada fuga. Al cabo de un instante, caballo y calesa estaban fuera del alcance del oído, dejando al
asustado Ammi, inmóvil en la oscura escalera, la tarea de conjeturar qué podía haberles impulsado a desaparecer tan
repentinamente. Pero aquello no fue todo. Se produjo otro ruido fuera de la casa. Una especie de chapoteo en el agua...,
debió de haber sido en el pozo. Ammi había dejado a Hero desatado cerca del pozo, y algún animalito debió meterse entre
sus patas, asustándolo, y dejándose caer después en el pozo. Y la casa seguía brillando con una pálida fosforescencia.
¡Dios mío! ¡Qué antigua era la casa! La mayor parte de ella edificada antes de 1670, y el tejado holandés más tarde de
1730.
En aquel momento se oyó el ruido de algo que se arrastraba por el suelo de la planta baja, y Ammi aferró con fuerza el
palo que había cogido en el ático sin ningún propósito determinado. Procurando dominar sus nervios, terminó su descenso
y se dirigió a la cocina. Pero no llegó a ella, ya que lo que buscaba no estaba ya allí. Había salido a su encuentro, y hasta
cierto punto estaba aún vivo. Si se habla arrastrado o si había sido arrastrado por fuerzas externas, es cosa que Ammi no
hubiera podido decir; pero la muerte había tomado parte en ello. Todo había ocurrido durante la última media hora, pero el
proceso de desintegración estaba ya muy avanzado. Había allí una horrible fragilidad, debida a lo quebradizo de la materia,
y del cuerpo se desprendían fragmentos secos. Ammi no pudo tocarlo, limitándose a contemplar horrorizado la retorcida
caricatura de lo que había sido un rostro. "¿Qué ha pasado, Nahum..., qué ha pasado?", Susurró, y los agrietados y
tumefactos labios apenas pudieron murmurar una respuesta final.
"Nada..., nada...; el color... quema...; frío y húmedo, pero quema...; vive en el pozo..., lo he visto..., una especie de humo...
igual que las flores de la pasada primavera...; el pozo brilla por la noche... Se llevó a Thad, y a Merwín, y a Zenas..., todas
las cosas vivas...; sorbe la vida de todas las cosas...; en aquella piedra tuvo que llegar en aquella piedra...; la aplastaron...;
era el mismo color..., el mismo, - como las flores y las plantas...; tiene que haber más...; crecieron..., lo he visto esta
semana...; tuvo que darle fuerte - a Zenas...; era un chico fuerte, lleno de vida...; le golpea a uno la mente y luego se
apodera de él...; quema mucho...; en el agua del pozo...; no pueden sacarle de allí..., ahogarle... Se ha llevado también a
Zenas...; tenias razón...; el agua está embrujada... ¿Cómo está Nabby, Ammi?... Mi cabeza no funciona...; no sé cuánto
hace que no le he subido comida...; la cosa atacó también a ella...; el color...; su rostro tiene el mismo color por las
noches..., y el color quema y sorbe; procede de algún lugar donde las cosas no son como aquí...; uno de los profesores lo
dijo...; tenía razón mira, Ammi, está sorbiendo más..., sorbiendo la vida..."
Pero eso fue todo. La cosa que había hablado no podía hablar más porque se había encogido completamente. Ammi lo
cubrió con un mantel a cuadros blancos y rojos y salió de la casa por la puerta trasera. Trepó por la ladera que conduela a
las tierras altas y regresó a su hogar por ~ camino del Norte y los bosques. No pudo pasar junto al pozo desde el cual habla
huido su caballo. Miró hacia el pozo a través de una ventana y recordó el chapoteo que habla oído..., el chapoteo de algo
que se habla sumergido en el pozo después de lo que había hecho con el desdichado Nahum...
Cuando Ammi llegó a su casa se encontró con que el caballo y la calesa le habían precedido; su esposa le aguardaba llena
de ansiedad. Después de tranquilizarla, sin darle ninguna explicación, se dirigió a Arkham y notificó a las autoridades que
la familia Gardner ya no existía. No entró en detalles, limitándose a hablar de las muertes de Nahum y de Nabby; la de
Thaddeus era ya conocida, y dijo que la causa de la muerte parecía ser la misma extraña dolencia que había atacado al
ganado. También dijo que Merwin y Zenas habían desaparecido. En la jefatura de policía le interrogaron ampliamente, y al
final se vio obligado a acompañar a tres agentes a la granja de Gardner, juntamente con el coroner, el médico forense y el
veterinario que había atendido a los animales enfermos. Ammi fue con ellos de muy mala gana, ya que la tarde estaba muy
avanzada y temía que la noche le cogiera en aquel lugar maldito, aunque era un consuelo saber que iba a estar acompañado
de tantos hombres.
Los seis hombres montaron en un carro, siguiendo a la calesa de Ammi, y llegaron a la granja alrededor de las cuatro. A
pesar de que los agentes estaban acostumbrados a presenciar espectáculos horripilantes, todos se estremecieron a la vista
de lo que fue encontrado debajo del mantel a cuadros rojos y blancos, y en la habitación del ático. El aspecto de la granja,
con su desolación gris, era ya bastante terrible, pero aquellos dos retorcidos objetos sobrepasaban toda medida de horror.
Nadie pudo contemplarlos más allá de un par de segundos, e incluso el médico forense admitió que allí habla muy poco
que examinar. Podían analizarse unas muestras, desde luego, de modo que él mismo se encargó de agenciárselas..., y al
parecer aquellas muestras provocaron el más inextricable rompecabezas con que se enfrentara nunca el laboratorio de la
Universidad. Bajo el espectroscopio, las muestras revelaron un espectro desconocido, muchas de cuyas bandas eran iguales
que las que había revelado el extraño meteoro al ser analizado. La propiedad de emitir aquel espectro se desvaneció en un
mes, y el polvo consistía principalmente en fosfatos y carbonatos alcalinos.
Ammi no les hubiera hablado del pozo, de haber sabido que iban a actuar inmediatamente. Se acercaba la puesta de sol y
estaba ansioso por marcharse de allí. Pero no pudo evitar el dirigir miradas nerviosas al pozo, cosa que fue observada por
uno de los policías, el cual le interrogó Ammi admitió que Nahum había temido a algo que estaba escondido en el pozo...
hasta el punto de que no se había atrevido a comprobar si Merwin o Zenas se hablan caído dentro. La policía decidió
vaciar el pozo y explorarlo inmediatamente, de modo que Ammi tuvo que esperar, temblando, mientras el pozo era
vaciado cubo a cubo. El agua hedía de un modo insoportable, y los hombres tuvieron que taparse las narices con sus
pañuelos para poder terminar la tarea. Menos mal que el trabajo no fue tan largo como hablan creído, ya que el nivel del
agua era sorprendentemente bajo. No es necesario hablar con demasiados detalles de lo que encontraron. Merwin y Zenas
estaban allí los dos, aunque sus restos eran principalmente esqueléticos. Habla también un pequeño cordero y un perro
grande en el mismo estado de descomposición, aproximadamente, y cierta cantidad de huesos de animales más pequeños.
El limo del fondo parecía inexplicablemente poroso y burbujeante, y un hombre que bajó atado a una cuerda y provisto de
una larga pértiga se encontró con que podía hundir la pértiga en el fango en toda su longitud sin encontrar ningún
obstáculo.
La noche se estaba echando encima y entraron en la casa en busca de faroles. Luego, cuando vieron que no podían sacar
nada más del pozo, volvieron a entrar en la casa y conferenciaron en la antigua sala de estar mientras la intermitente
claridad de una espectral media luna iluminaba a intervalos la gris desolación del exterior. Los hombres estaban
francamente perplejos ante aquel caso y no podían encontrar ningún elemento convincente que relacionara las extrañas
condiciones de los vegetales, la desconocida enfermedad del ganado y de las personas, y las inexplicables muertes de
Merwin y Zenas en el pozo. Habían oído los comentarios y las habladurías de la gente, desde luego; pero no podían creer
que hubiese ocurrido algo contrario a las leyes naturales. Era evidente que el meteoro había emponzoñado el suelo pero la
enfermedad de personas y animales que no hablan comido nada crecido en aquel suelo era harina de otro costal. ¿Se
trataba del agua del pozo? Posiblemente. No sería mala idea analizarla. Pero ¿por qué singular locura se hablan arrojado
los dos muchachos al pozo? Habían actuado - de un modo muy similar... y sus restos demostraban que los dos hablan
padecido a causa de la muerte quebradiza y gris. ¿Por qué todas las cosas se volvían grises y quebradizas?
El coroner, sentado junto a una ventana que daba al patio, fue el primero en darse cuenta de la fosforescencia que había
alrededor del pozo. La noche habla caído del todo, y los terrenos que rodeaban la granja parecían brillar débilmente con
una luminosidad que no era la de los rayos de la luna; pero aquella nueva fosforescencia era algo definido y distinto, y
parecía surgir del negro agujero como la claridad apagada de un faro, reflejándose amortiguadamente en las pequeñas
charcas que el agua vaciada del pozo había formado en el suelo. La fosforescencia tenía un color muy raro, y mientras
todos los hombres se acercaban a la ventana para contemplar el fenómeno, Ammi lanzó una violenta exclamación. El color
de aquella fantasmal fosforescencia le resultaba familiar. Lo había visto antes, y se sintió lleno de temor ante lo que podía
significar. Lo había visto en aquel horrendo glóbulo quebradizo hacía dos veranos, lo había visto en la vegetación durante
la primavera, y había creído verlo por un instante aquella misma mañana contra la pequeña ventana enrejada de la horrible
habitación del ático donde habían ocurrido cosas que no tenían explicación. Había brillado allí por espacio de un segundo,
y una espantosa corriente de vapor le había rozado..., y luego el pobre Nahum habla sido arrastrado por algo de aquel
color. Nahum lo había dicho al final..., había dicho que era como el glóbulo y las plantas. Después se había producido la
fuga en el patio y el chapoteo en el pozo..., y ahora aquel pozo estaba proyectando a la noche un pálido e insidioso reflejo
del mismo diabólico color.
Una prueba fehaciente de la viveza mental de Ammi es que en aquel momento de suprema tensión se sintió intrigado por
algo que era fundamentalmente científico. Se preguntó cómo era posible recibir la misma impresión de una corriente de
vapor deslizándose en pleno día por una ventana abierta al cielo matinal, y de una fosforescencia nocturna proyectándose
contra el negro y desolado paisaje. No era lógico..., resultaba antinatural... Y entonces recordó las últimas palabras
pronunciadas por su desdichado amigo "Procede de algún lugar donde las cosas no son como aquí..., uno de los profesores
lo dijo...
Los tres caballos que se encontraban en el exterior de la casa, atados a unos árboles junto al camino, estaban ahora
relinchando y coceando frenéticamente. El conductor del carro se dirigió hacia la puerta para ver qué sucedía, pero Ammi
apoyó una mano en su hombro. "No salga usted - susurró. No sabemos lo que sucede ahí afuera. Nahum dijo que en el
pozo vivía algo que sorbía la vida. Dijo que era algo que había surgido de una bola redonda como la que vimos dentro del
meteorito que cayó aquí hace más de un año. Dijo que quemaba y sorbía, y que era una nube de color como la
fosforescencia que ahora sale del pozo, y que nadie puede saber lo que es. Nahum creía que se alimentaba de todo lo
viviente y afirmó que lo había visto la pasada semana. Tiene que ser algo caído del cielo, igual que el meteorito, tal como
dijeron los profesores de la Universidad. Su forma y sus actos no tienen nada que ver con el mundo de Dios. Es algo que
procede del más allá."
De modo que el hombre se detuvo, indeciso, mientras la fosforescencia que salía del pozo se hacía más intensa y los
caballos coceaban y relinchaban con creciente frenesí. Fue realmente un espantoso momento; con los restos monstruosos
de cuatro personas - dos en la misma casa y dos en el pozo, y aquella desconocida iridiscencia que surgía de las fangosas
profundidades. Ammi había cerrado el paso al conductor del carro llevado por un repentino impulso, olvidando que a él
mismo no le había sucedido nada después de ser rozado por aquella horrible columna de vapor en la habitación del ático,
pero no se arrepentía de haberlo hecho. Nadie podía saber lo que había aquella noche en el exterior; nadie podía conocer la
índole de los peligros que podían acechar a un hombre enfrentado con una amenaza completamente desconocida.
De repente, uno de los policías que estaba en la ventana profirió una exclamación. Los demás se le quedaron mirando, y
luego siguieron la dirección de los ojos de su compañero. No había necesidad de palabras. Lo que había de discutible en
las habladurías de los campesinos ya no podría ser discutido en adelante porque allí había seis testigos de excepción, media
docena de hombres que, por la índole de sus profesiones, no creían más que lo que velan con sus propios ojos. Ante todo
es necesario dejar sentado que a aquella hora de la noche no soplaba ningún viento. Poco después empezó a soplar, pero en
aquel momento el aire estaba completamente inmóvil. Y, sin embargo, en medio de aquella tensa y absoluta calma, los
árboles del patio estaban moviéndose. Se movían morbosa y espasmódicamente, agitando sus desnudas ramas, en
convulsivas y epilépticas sacudidas, hacia las nubes bañadas por la luz de la luna; arañando con impotencia el aire inmóvil,
como empujados por una misteriosa fuerza subterránea que ascendiera desde debajo de las negras raíces.
Por espacio de unos segundos todos los hombres reunidos en la granja de Gardner contuvieron el aliento. Luego, una nube
más oscura que las demás veló la luna, y la silueta de las agitadas ramas se disipó momentáneamente. En aquel instante un
grito de espanto se escapó de todas las gargantas, ya que el horror no se había desvanecido con la silueta, y en un pavoroso
momento de oscuridad más profunda los hombres vieron retorcerse en la copa del más alto de los árboles un millar de
diminutos puntos fosforescentes, brillando como el fuego de San Telmo o como las lenguas de fuego que descendieron
sobre las cabezas de los Apóstoles el día de Pentecostés. Era una monstruosa constelación de luces sobrenaturales, como
un enjambre de luciérnagas necrófagas bailando una infernal zarabanda sobre una ciénaga maldita; y su color era el mismo
que Ammi habla llegado a reconocer y a temer. Entretanto, la fosforescencia del pozo se hacía cada vez más brillante,
infundiendo en los hombres reunidos en la granja una sensación de anormalidad que anulaba cualquier imagen que sus
mentes conscientes pudieran formar. Ya no brillaba: estaba vertiéndose hacia afuera. Y mientras la informe corriente de
indescriptible color abandonaba el pozo, parecía flotar directamente hacia el cielo.
El veterinario se estremeció y se acercó a la puerta para echar la doble barra. Ammi estaba también muy impresionado y
tuvo que limitarse a señalar con la mano, por falta de voz, cuando quiso llamar la atención de los demás sobre la creciente
luminosidad de los árboles. Los relinchos de los caballos se habían convertido en algo espantoso, pero ni uno solo de
aquellos hombres se hubiese aventurado a salir por nada del mundo. El brillo de los árboles fue en aumento, mientras sus
inquietas ramas parecían extenderse más y más hacia la verticalidad. De pronto se produjo una intensa conmoción en el
camino, y cuando Ammi alzó la lámpara para que proyectara un poco más de claridad al exterior, comprobaron que los
frenéticos caballos habían roto sus ataduras y huían enloquecidos con el carro.
La impresión sirvió para soltar varias lenguas y se intercambiaron inquietos susurros. "Se extiende sobre todas las cosas
orgánicas que hay por aquí", murmuró el médico forense. Nadie contestó, pero el hombre que había bajado al pozo
aventuró la opinión de que su pértiga debió de haber removido algo intangible. "Fue algo terrible – añadió -. No había
fondo de ninguna clase. Unicamente fango, y burbujas, y la sensación de algo oculto debajo..."
El caballo de Ammi seguía coceando y relinchando desesperadamente en el camino exterior y casi ahogó el débil sonido
de la voz de su dueño mientras éste murmuraba sus deshilvanadas reflexiones. "Salió de aquella piedra..., fue creciendo y
alimentándose de todas las cosas vivas...; se alimentaba de ellas, alma y cuerpo... Thad y Merwin, Zenas y Nabby...
Nahum fue el último... Todos bebieron agua del ....... Se apoderó de ellos... Llegó del más allá, donde las cosas no son
como aquí..., y ahora regresa al lugar de donde procede..."
En aquel momento, mientras la columna de desconocido color brillaba con repentina intensidad y empezaba a entrelazase,
con fantásticas sugerencias de forma que cada uno de los espectadores describió más tarde de un modo distinto, el
desdichado Hello profirió un aullido que ningún hombre hablo oído nunca salir de la garganta de un caballo. Todos los que
estaban en la casa se taparon los oídos, y Ammi se apartó de la ventana horrorizado. Cuando miró de nuevo hacia el
exterior, el pobre animal yacía inerte en el suelo bañado por la luz de la luna entre las astilladas varas de la calesa. Y allí se
quedó hasta que lo enterraron al día siguiente. Pero el momento presente no permitía entregarse a lamentaciones, ya que
casi en el mismo instante uno de los policías les llamó silenciosamente la atención sobre algo terrible que estaba
sucediendo en el interior de la habitación donde se encontraban. Donde no alcanzaba la claridad de la lámpara podía verse
una débil fosforescencia que había empezado a invadir toda la estancia. Brillaba en el suelo de tablas y en la raída
alfombra, y resplandecía débilmente en los marcos de las pequeñas ventanas. Corría de un lado para otro, llenando puertas
y muebles. A cada momento se hacia más intensa, y al final se hizo evidente que las cosas vivientes debían abandonar
enseguida aquella casa.
Ammi les mostró la puerta trasera y el camino que conducía a las tierras altas. Avanzaron con paso inseguro, como
sonámbulos, y no se atrevieron a mirar atrás hasta que llegaron al camino del Norte. Ninguno de ellos hubiera osado pasar
por el camino que discurría junto al pozo... Cuando miraron atrás, hacia el valle y la distante granja de Gardner,
contemplaron un horrible espectáculo. Toda la granja brillaba con el espantoso y desconocido color; árboles, edificaciones
e incluso la hierba que no habla sido transformada aún en quebradiza y gris. Las ramas estaban todas extendidas hacia el
cielo, coronadas con lenguas de fuego, y radiantes goterones del mismo monstruoso fuego ardían encima de la casa, del
granero y de los cobertizos. Era una escena de una visión de Fusell, y sobre todo el resto reinaba aquella borrachera de
luminoso amorfismo, aquel extraño arco iris de misterioso veneno del pozo..., hirviendo, saltando, centelleando y
burbujeando malignamente en su cósmico e irreconocible cromatismo.
Luego, súbitamente, la horrible cosa salió disparada verticalmente hacia el cielo, como un cohete o un meteoro, sin dejar
ningún rastro detrás de ella y desapareciendo a través de un redondo y curiosamente simétrico agujero abierto en las nubes,
antes de que ninguno de los hombres pudiera expresar su asombro. Ningún espectador podría olvidar nunca aquel
espectáculo, y Ammi se quedó mirando estúpidamente el camino que habla seguido el color hasta mezclarse con las
estrellas de la Vía Láctea. Pero su mirada fue atraída inmediatamente hacia la tierra por el estrépito que acababa de
producirse en el valle. Había sido un estrépito, y no una explosión, como afirmaron algunos de los componentes del grupo.
Pero el resultado fue el mismo, ya que en un caleidoscópico instante la granja y sus alrededores parecieron estallar,
enviando hacia el cenit una nube de coloreados y fantásticos fragmentos. Los fragmentos se desvanecieron en el aire,
dejando una nube de vapor que al cabo de un segundo se habla desvanecido también. Los asombrados espectadores
decidieron que no valía la pena esperar a que volviera a salir la luna para comprobar los efectos de aquel cataclismo en la
granja de Nahum.
Demasiado asustados incluso para aventurar alguna teoría, los siete hombres regresaron a Arkham por el camino del Norte.
Ammi estaba peor que sus compañeros y les suplicó que le acompañaran hasta su casa en vez de dirigirse directamente al
pueblo. Por nada del mundo hubiera cruzado el bosque solo a aquella hora de la noche. Estaba más asustado que los demás
porque había sufrido una impresión que los otros se hablan ahorrado, y se sentía oprimido por un temor que por espacio de
muchos años no se atrevió a mencionar. Mientras el resto de los espectadores en aquella tempestuosa colina habla vuelto
estólidamente sus rostros al camino, Ammi habla mirado hacia atrás por un instante para contemplar el sombrío valle de
desolación al que tantas veces había acudido. Y habla visto algo que se alzaba débilmente para hundirse de nuevo en el
lugar desde el cual el informe horror habla salido disparado hacia el cielo. Era solamente un color..., aunque no era ningún
color de nuestra tierra ni de los cielos. Y porque Ammi reconoció aquel color, y supo que sus últimos y débiles restos
debían seguir ocultos en el pozo, nunca ha estado completamente cuerdo desde entonces.
Ammi no se acercaría a aquel lugar por nada del mundo. Hace cuarenta y cuatro años que sucedieron los hechos que acabo
de narrar, pero Ammi no ha vuelto a pisar aquellas tierras y le alegra saber que pronto quedarán enterradas debajo de las
aguas. También a mí me alegra la idea, ya que no me gustó nada ver cómo cambiaba de color la luz del sol al reflejarse en
aquel abandonado pozo. Espero que el agua será siempre muy profunda, pero aunque así sea nunca la beberé. No creo que
regrese a la región de Arkham. Tres de los hombres que habían estado con Ammi volvieron al día siguiente para ver las
ruinas a la luz del día, pero en realidad no habla ruinas. Unicamente los ladrillos de la chimenea, las piedras de la bodega,
algunos restos minerales y metálicos, y el brocal de aquel nefando pozo. A excepción del caballo de Ammi, que enterraron
aquella misma mañana, y de la calesa, que no tardaron en devolver a su dueño, todas las cosas que habían tenido vida
habían desaparecido. Sólo quedaban cinco acres de desierto polvoriento y grisáceo, y desde entonces no ha crecido en
aquellos terrenos ni una brizna de hierba. En la actualidad aparece como una gran mancha comida por el ácido en medio de
los bosques y campos, y los pocos que se han atrevido a acercarse por allí a pesar de las leyendas campesinas le han dado
el nombre de "erial maldito".
Las leyendas campesinas son muy extrañas. Y podrían ser incluso más extrañas silos hombres de la ciudad y los químicos
universitarios tuvieran el interés suficiente para analizar el agua de aquel pozo olvidado, o el polvo gris que ningún viento
parece dispersar. Los botánicos podrían estudiar también la sorprendente flora que crece en los límites de aquellos
terrenos, ya que de este modo podrían confirmar o refutar lo que dice la gente: que la zona emponzoñada está
extendiéndose poco a poco, quizás una pulgada al año... La gente dice que el color de la hierba que crece en aquellos
alrededores no es el que le corresponde y que los animales salvajes dejan extrañas huellas en la nieve cuando llega el
invierno. La nieve no parece cuajar tanto en el erial maldito como en otros lugares. Los caballos - los pocos que quedan en
esta época motorizada- se ponen nerviosos en el silencioso valle; y los cazadores no pueden acercarse con sus perros a las
inmediaciones del erial maldito.
Dicen también que las influencias mentales son muy malas; y que todos los que han tratado de establecerse allí, extranjeros
en su inmensa mayoría, han tenido que marcharse acosados por extrañas fantasías y sueños. Ningún viajero ha dejado de
experimentar una sensación de extrañeza en aquellas profundas hondonadas, y los artistas tiemblan mientras pintan unos
bosques cuyo misterio es tanto de la mente como de la vista. Y yo mismo estoy sorprendido de la sensación que me
produjo mi único paseo solitario por aquellos lugares antes de que Ammi me contara su historia.
No me pregunten mi opinión. No sé: esto es todo. La única persona que podía ser interrogada acerca de los extraños días es
Ammi, ya que la gente de Arkham no quiere hablar de este asunto, y los tres profesores que vieron el meteorito y su
coloreado glóbulo están muertos. ¿Había otros glóbulos? Probablemente. Uno de ellos consiguió alimentarse y escapar, en
tanto que otro no había podido alimentarse suficientemente y continuaba en el pozo... Los campesinos dicen que la zona
emponzoñada se ensancha una pulgada cada año, de modo que tal vez existe algún tipo de crecimiento o de alimentación
incluso ahora. Pero, sea lo que sea lo que haya allí, tiene que verse trabado por algo, ya que de no ser así se extendería
rápidamente. ¿Está atado a las raíces de aquellos árboles que arañan el aire?
Lo que es, sólo Dios lo sabe. En términos de materia, supongo que la cosa que Ammi describió puede ser llamada un gas,
pero aquel gas obedecía a unas leyes que no son de nuestro cosmos. No era fruto de los planetas y soles que brillan en los
telescopios y en las placas fotográficas de nuestros observatorios. No era ningún soplo de los cielos cuyos movimientos y
dimensiones miden nuestros astrónomos o consideran demasiado vastos para ser medidos. No era más que un color
surgido del espacio..., un pavoroso mensajero de unos reinos del infinito situados más allá de la Naturaleza que nosotros
conocemos; de unos reinos cuya simple existencia aturde el cerebro con las inmensas posibilidades extracósmicas que
ofrece a nuestra imaginación.
Dudo mucho de que Ammi me mintiera de un modo consciente, y no creo que su historia sea el relato de una mente
desquiciada, como supone la gente de la ciudad. Algo terrible llegó a las colinas y valles con aquel meteoro, y algo terrible
- aunque ignoro en qué medida- sigue estando allí. Me alegra pensar que todos aquellos terrenos quedarán inundados por
las aguas. Entretanto, espero que no le suceda nada a Ammi. Vio tanto de la cosa..., y su influencia era tan insidiosa... ¿Por
qué ~o ha sido capaz de marcharse a vivir a otra parte? Ammí es un anciano muy simpático y muy buena persona, y
cuando la brigada de trabajadores empiece su tarea tengo que escribir al ingeniero jefe para que no le pierda de vista. Me
disgustaría recordarle como una gris, retorcida y quebradiza monstruosidad de las que turban cada día más mi sueño.
FIN

H. P. LOVECRAFT
EL EXTRAÑO
EL EXTRAÑO
H. P. Lovecraft
Infeliz es aquel a quien sus recuerdos infantiles sólo traen miedo y tristeza. Desgraciado aquel
que vuelve la mirada hacia horas solitarias en bastos y lúgubres recintos de cortinados marrones y
alucinantes hileras de antiguos volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles
descomunales y grotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente en las alturas sus
ramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron... a mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el
arruinado y sin embargo, me siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos
recuerdos marchitos cada vez que mi mente amenza con ir más allá, hacia el otro.
No sé dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y
con altos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras. Las piedras de los agrietados
corredores estaban siempre odiosamente húmedas y por doquier se percibía un olor maldito, como de
pilas de cadáveres de generaciones muertas. Jamás había luz, por lo que solía encender velas y
quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas terribles
arboledas se elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra, sobrepasaba el ramaje
y salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y sólo se podía ascender a ella por un
escarpado muro poco menos que imposible de escalar.
Debo haber vivido años en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. Seres vivos debieron haber
atendido a mis necesidades, y sin embargo no puedo rememorar a persona alguna excepto yo mismo, ni
ninguna cosa viviente salvo ratas, muerciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo que, quienquiera
me haya cuidado, debió haber sido asombrosamente viejo, puesto que mi primera representación mental
de una persona viva fue la de algo semejante a mí, pero retorcido, marchito y deteriorado como el castillo.
Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos esparcidos por las criptas de piedra
cavadas en las profundidades de los cimientos. En mi fantasía asociaba estas cosas con los hechos
cotidianos y los hallaba más reales que las figuras en colores de seres vivos que veía en muchos libros
mohosos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Maestro alguno me urgió o me guió, y no recuerdo haber
escuchado en todos esos años voces humanas..., ni siquiera la mía; ya que, si bien había leído acerca de
la palabra hablada nunca se me ocurrió hablar en voz alta. Mi aspecto era asimismo una cuestión ajena a
mi mente, ya que no había espejos en el castillo y me limitaba, por instinto, a verme como un semejante
de las figuras juveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a
causa de lo poco que recordaba.
Afuera, tendido en el pútrido foso, bajo los árboles tenebrosos y mudos, solía pasarme horas
enteras soñando lo que había leído en los libros; añoraba verme entre gentes alegres, en el mundo
soleado allende de la floresta interminable. Una vez traté de escapar del bosque, pero a medida que me
alejaba del castillo las sombras se hacían más densas y el aire más impregnado de crecientes temores,
de modo que eché a correr frenéticamente por el camino andado, no fuera a extraviarme en un laberinto
de lúgubre silencio.
Y así, a través de crepúsculos sin fin, soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué. Hasta que
en mi negra soledad, el deseo de luz se hizo tan frenético que ya no pude permanecer inactivo y mis
manos suplicantes se elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de la arboleda se hundía
en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví escalar la torre, aunque me cayera; ya que mejor era
vislumbrar un instante el cielo y perecer, que vivir sin haber contemplado jamás el día.
A la húmeda luz crepuscular subí los vetustos peldaños de piedra hasta llegar al nivel donde se
interrumpían, y de allí en adelante, trepando por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie, seguí
mi peligrosa ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y sin peldaños; negro,
ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de espantados murciélagos. Pero más horrenda aún era
la lentitud de mi avance, ya que por más que trepase, las tinieblas que me envolvían no se disipaban y un
frío nuevo, como de moho venerable y embrujado, me invadió. Tiritando de frío me preguntaba por qué
no llegaba a la claridad, y, de haberme atrevido, habría mirado hacia abajo. Antojóseme que la noche
había caído de pronto sobre mí y en vano tanteé con la mano libre en busca del antepecho de alguna
ventana por la cual espiar hacia afuera y arriba y calcular a qué altura me encontraba.
De pronto, al cabo de una interminable y espantosa ascensión a ciegas por aquel precipicio
cóncavo y desesperado, sentí que la cabeza tocaba algo sólido; supe entonces que debía haber ganado
la terraza o, cuando menos, alguna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad, palpé un
obstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible. Luego vino un mortal rodeo a la torre,
aferrándome de cualquier soporte que su viscosa pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mi mano,
tanteando siempre, halló un punto donde la valla cedía y reanudé la marcha hacia arriba, empujando la
losa o puerta con la cabeza, ya que utilizaba ambas manos en mi cauteloso avance. Arriba no apareció
luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más alto, supe que por el momento mi ascensión había
terminado, ya que la puerta daba a una abertura que conducía a una superficie plana de piedra, de mayor
circunferencia que la torre inferior, sin duda el piso de alguna elevada y espaciosa cámara de
observación. Me deslicé sigilosamente por el recinto tratando que la pesada losa no volviera a su lugar,
pero fracasé en mi intento. Mientras yacía exhausto sobre el piso de piedra, oí el alucinante eco de su
caída, pero con todo tuve la esperanza de volver a levantarla cuando fuese necesario.
Creyéndome ya a una altura prodigiosa, muy por encima de las odiadas ramas del bosque, me
incorporé fatigosamente y tanteé la pared en busca de alguna ventana que me permitiese mirar por vez
primera el cielo y esa luna y esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos me
decepcionaron, ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanterías de mármol cubiertas de aborrecibles
cajas oblongas de inquietante dimensión. Más reflexionaba y más me preguntaba qué extraños secretos
podía albergar aquel alto recinto construido a tan inmensa distancia del castillo subyacente. De pronto
mis manos tropezaron inesperadamente con el marco de una puerta, del cual colgaba una plancha de
piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas incisiones que la cubrían. La puerta estaba cerrada,
pero haciendo un supremo esfuerzo superé todos los obstáculos y la abrí hacia adentro. Hecho esto,
invadióme el éxtasis más puro jamás conocido; a través de una ornamentada verja de hierro, y en el
extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde la puerta recién descubierta, brillando
plácidamente en todo su esplendor estaba la luna llena, a la que nunca había visto antes, salvo en
sueños y en vagas visiones que no me atrevía a llamar recuerdos.
Seguro ahora de que había alcanzado la cima del castillo, subí rápidamente los pocos peldaños
que me separaban de la verja; pero en eso una nube tapó la luna haciéndome tropezar, y en la oscuridad
tuve que avanzar con mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro cuando llegué a la verja, que hallé
abierta tras un cuidadoso examen pero que no quise trasponer por temor de precipitarme desde la
increíble altura que había alcanzado. Luego volvió a salir la luna.
De todos los impactos imaginables, ninguno tan demoníaco como el de lo insondable y
grotescamente inconcebible. Nada de lo soportado antes podía compararse al terror de lo que ahora
estaba viendo; de las extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama en sí era tan
simple como asombroso, ya que consistía meramente en esto: en lugar de una impresionante perspectiva
de copas de árboles vistas desde una altura imponente, se extendía a mi alrededor, al mismo nivel de la
verja, nada menos que la tierra firme, separada en compartimentos diversos por medio de lajas de
mármol y columnas, y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo devastado capitel brillaba
fantasmagóricamente a la luz de la luna.
Medio inconsciente, abrí la verja y avancé bamboleándome por la senda de grava blanca que se
extendía en dos direcciones. Por aturdida y caótica que estuviera mi mente, persistía en ella ese frenético
anhelo de luz, ni siquiera el pasmoso descubrimiento de momentos antes podía detenerme. No sabía, ni
me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero estaba resuelto a ir en pos de
luminosidad y alegría a toda costa. No sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi ámbito y mis
circunstancias; sin embargo, a medida que proseguía mi tambaleante marcha, se insinuaba en mí una
especie de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no del todo fortuito, sin rumbo fijo por campo
abierto; unas veces sin perder de vista el camino, otras abandonándolo para internarme, lleno de
curiosidad, por praderas en las que sólo alguna ruina ocasional revelaba la presencia, en tiempos
remotos, de una senda olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a nado un rápido río cuyos restos
de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente mucho tiempo atrás desaparecido.
Habían transcurrido más de dos horas cuando llegué a lo que aparentemente era mi meta: un
venerable castillo cubierto de hiedras, enclavado en un gran parque de espesa arboleda, de alucinante
familiaridad para mí, y sin embargo lleno de intrigantes novedades. Vi que el foso había sido rellenado y
que varias de las torres que yo bien conocía estaban demolidas, al mismo tiempo que se erguían nuevas
alas que confundían al espectador. Pero lo que observé con el máximo interés y deleite fueron las
ventanas abiertas, inundadas de esplendorosa claridad y que enviaban al exterior ecos de la más alegre
de las francachelas. Adelantándome hacia una de ellas, miré el interior y vi un grupo de personas
extrañamente vestidas, que departían entre sí con gran jarana. Como jamás había oído la voz humana,
apenas sí podía adivinar vagamente lo que decían. Algunas caras tenían expresiones que despertaban
en mí remotísimos recuerdos; otras me eran absolutamente ajenas.
Salté por la ventana y me introduje en la habitación, brillantemente iluminada, a la vez que mi
mente saltaba del único instante de esperanza al más negro de los desalientos. La pesadilla no tardó en
venir, ya que, no bien entré, se produjo una de las más aterradoras reacciones que hubiera podido
concebir. No había terminado de cruzar el umbral cuando cundió entre todos los presentes un inesperado
y súbito pavor, de horrible intensidad, que distorsionaba los rostros y arrancaba de todas las gargantas
los chillidos más espantosos. El desbande fue general, y en medio del griterío y del pánico varios
sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían enloquecidos. Muchos se taparon los ojos con
las manos y corrían a ciegas llevándose todo por delante, derribando los muebles y dándose contra las
paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las numerosas puertas.
Solo y aturdido en el brillante recinto, escuchando los ecos cada vez más apagados de aquellos
espeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me acechaba sin que yo lo
viera. A primera vista el lugar parecía vacío, pero cuando me dirigí a una de las alcobas creí detectar una
presencia... un amago de movimiento del otro lado del arco dorado que conducía a otra habitación,
similar a la primera. A medida que me aproximaba a la arcada comencé a percibir la presencia con más
nitidez; y luego, con el primero y último sonido que jamás emití —un aullido horrendo que me repugnó
casi tanto como su morbosa causa—, contemplé en toda su horrible intensidad el inconcebible,
indescriptible, inenarrable monstruo que, por obra de su mera aparición, había convertido una alegre
reunión en una horda de delirantes fugitivos.
No puedo siquiera decir aproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto de todo lo
que es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era una fantasmagórica sombra de
podredumbre, decrepitud y desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de
algo que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que no era de este mundo
—o al menos había dejado de serlo—, y sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver en sus
rasgos carcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana reminiscencia de formas
humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que me estremecía más
aún.
Estaba casi paralizado, pero no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: un
tropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me tenía apresado el monstruo sin voz y sin
nombre. Mis ojos, embrujados por aquellos asqueantes ojos vítreos que los miraba fijamente, se negaba
a cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se veía ahora más confuso. Traté de levantar
la mano y disipar la visión, pero estaba tan anonadado que el brazo no respondió por entero a mi
voluntad. Sin embargo, el intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio y, bamboléandome, di
unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo adquirí de pronto la angustiosa noción de la
proximidad de la cosa, cuya inmunda respiración tenía casi la impresión de oír. Poco menos que
enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para detener a la fétida imagen, que se acercaba
más y más, cuando de pronto, mis dedos tocaron la extremidad putrefacta que el monstruo extendía por
debajo del arco dorado.
No chillé, pero todos los satánicos vampiros que cabalgan en el viento de la noche lo hicieron por
mí, a la vez que dejaron caer en mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos.
Supe en ese mismo instante todo lo ocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico castillo y sus
árboles; reconocí el edificio en el cual me hallaba; reconocí, lo más terrible, la impía abominación que se
erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos manchados.
Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la amargura, y ese bálsamo es el olvido. En el
supremo horror de ese instante olvidé lo que me había espantado y el estallido del recuerdo se
desvaneció en un caos de reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio fantasmal y
execrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando retorné al mausoleo de
mármol y descendí los peldaños, encontré que no podía mover la trampa de piedra; pero no lo lamenté,
ya que había llegado a odiar el viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los fantasmas, burlones
y cordiales, al viento de la noche, y durante el día juego entre las catacumbas de Nefre-Ka, en el
recóndito y desconocido valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es para mí, salvo la luz de la
luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para mí la alegría, salvo las innominadas fiestas
de Nitokris bajo la Gran Pirámide; y sin embargo en mi nueva y salvaje libertad, agradezco casi la
amargura de la alienación.
Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero; un extraño
a este siglo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos hacia
esa cosa abominable surgida en aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y toqué una fría
e inexorable superficie de pulido espejo.
F I N

H. P. LOVECRAFT
EN LA CRIPTA
EN LA CRIPTA∗
H. P. Lovecraft
Dedicado a C.W. Smith, que sugirió la idea central
Nada más absurdo, a mi juicio, que esa tópica asociación entre lo hogareño y lo saludable que
parece impregnar la psicología de la multitud. Mencione usted un bucólico paraje yanqui, un grueso y
chapucero enterrador de pueblo y un descuidado contratiempo con una tumba, y ningún lector esperará
otra cosa que un relato cómico, divertido pero grotesco. Dios sabe, empero, que la prosaica historia que
la muerte de George Birch me permite contar tiene, en sí misma, ciertos elementos que hacen que la más
oscura de las comedias resulte luminosa. Birch quedó impedido y cambió de negocio en 1881, aunque
nunca comentaba el asunto si es que podía evitarlo. Tampoco lo hacía su viejo médico, el doctor Davis,
que murió hace años. Se acepta generalmente que su dolencia y daños fueron resultado de un
desafortunado resbalón por el que Birch quedó encerrado durante nueve horas en el mortuorio
cementerio de Peck Valley, logrando salir sólo mediante toscos y destructivos métodos. Pero mientras
que esto es una verdad de la que nadie duda, había otros y más negros aspectos sobre los que el
hombre solía murmurar en sus delirios de borracho, cerca de su final. Se confió a mí porque yo era
médico, y porque probablemente sentía la necesidad de hablar con alguien después de la muerte de
Davis. Era soltero y carecía completamente de parientes.
Birch, antes de 1881, era el enterrador municipal de Peck Valley, siendo un rústico y primitivo,
incluso para como puede ser ese tipo de gente. Lo que he oído sobre sus métodos resulta increíble, al
menos para una ciudad, e incluso Peck Valley se había estremecido de haber conocido la dudosa ética
de sus artes mortuorias en materias tan escabrosas como el apropiarse de los forros, invisibles bajo la
tapa del ataúd, o el grado de dignidad que daba al disponer y adaptar los miembros no visibles de sus
inquilinos sin vida a unos recipientes no siempre calculados con exactitud precisa. Más concretamente,
Birch era dejado, insensible y profesionalmente indeseable, aunque no creo que fuera mala persona. Era,
sencillamente, tosco de temperamento y profesión... bruto, descuidado y borracho, y así lo probaba su
fácil tendencia a los accidentes, así como su carencia de esos mínimos de imaginación que mantiene el
ciudadano medio dentro de ciertos límites fijados por el buen gusto.
No sabría decir cuándo comienza la historia de Birch, ya que no soy un relator avezado. Supongo
que puede empezar en el frío Diciembre de 1880, cuando el terreno se heló y los sepultureros
descubrieron que no podían cavar más tumbas hasta la primavera. Afortunadamente, el pueblo era
pequeño y las muertes bastante escasas, por lo que fue imposible dar a todas las cargas inanimadas de
Birch un paraíso temporal en el simple y anticuado mortuorio. El enterrador se volvió doblemente
perezoso con aquel tiempo amargo y pareció sobrepasarse a sí mismo en descuido. Nunca había
colocado juntos tantos ataúdes flojos y contrahechos, o abandonado más flagrantemente el cuidado del
oxidado cerrojo de la puerta del mortuorio, que abría y cerraba a portazos, con el más negligente
abandono.
Al fin llegó el deshielo de primavera y las tumbas fueron laboriosamente habilitadas para los
nueve silenciosos frutos del espantoso cosechero que les aguardaba en la tumba. Birch, aun temiendo el
fastidio de remover y enterrar, comenzó a trasladarlos una desagradable mañana de abril, pero se
detuvo, tras depositar a un mortal inquilino en su eterno descanso, por culpa de una tremenda lluvia que
pareció irritar a su caballo. El cadáver era el de Darius Park, el nonagenario, cuya tumba no estaba lejos
del mortuorio. Birch decidió que, el día siguiente, empezaría con el viejo Matthew Fenner, cuya tumba
también se encontraba cerca; pero la verdad es que pospuso el asunto por tres días, no volviendo al
trabajo hasta el día 15, Viernes Santo. No siendo supersticioso, no se fijó en la fecha, aunque tras lo que
pasó se negó siempre a hacer algo de importancia en ese fatídico sexto día de la semana. Desde luego,
los sucesos de aquella noche cambiaron enormemente a George Birch.
La tarde del 15 de abril, viernes, Birch se dirigió a la tumba con caballo y carro, dispuesto a
trasladar el cuerpo de Matthew Fenner. Él admite que en aquellos momentos no estaba del todo sobrio,
aunque entonces no se daba tan plenamente a la bebida como haría más tarde, tratando de olvidar
ciertas cosas. Se encontraba sólo lo bastante mareado y descuidado como para fastidiar a su sensible
caballo, sofrenándolo junto al mortuorio, por lo que éste relinchó y piafó y se agitó, tal como lo hiciera la
ocasión anterior, cuando le molestó la lluvia. El día era claro, pero se había levantado un fuerte viento, y
Birch se alegró de contar con refugio mientras corría el cerrojo de hierro y entraba en el vestíbulo de la
cripta. Otro no podría haber soportado la húmeda y olorosa estancia, con los ocho ataúdes
descuidadamente colocados, pero Birch, en aquellos días, era insensible y sólo cuidaba de poner el
ataúd correcto en la tumba correspondiente. No había olvidado las críticas suscitadas por los parientes de
Hannah Bixby cuando, deseando transportar el cuerpo de ésta al cementerio de la ciudad a la que se
habían mudado, encontraron en la caja al juez Capwell bajo su lápida.
La luz era tenue, pero la vista de Birch era buena y no cogió por error el ataúd de Asaph Sawyer,
a pesar de que era muy similar. De hecho, había fabricado aquella caja para Matthew Fenner, pero la
dejó a un lado, por ser demasiado tosca y endeble, en un rapto de curioso sentimentalismo provocado
por el recuerdo de cuán amable y generoso fue con él el pequeño anciano durante su bancarrota, cinco
años antes. Había dado al viejo Matt lo mejor que su habilidad podía crear, pero era lo bastante
ahorrativo como para guardarse el ejemplar desechado y usarlo cuando Asaph Sawyer murió de fiebres
malignas. Sawyer no era un hombre amable y se contaban muchas historias sobre su casi inhumano
temperamento vengativo y su tenaz memoria para ofensas reales o fingidas. Con él, Birch no sintió
remordimientos cuando le asignó el destartalado ataúd que ahora apartaba de su camino, buscando la
caja de Fenner.
Fue justo al reconocer el ataúd del viejo Matt cuando la puerta se cerró de un portazo, empujada
por el viento, dejándolo en una penumbra aún más profunda que la de antes. El angosto tragaluz admitía
sólo el paso de los más débiles rayos, y el ventiladero sobre su cabeza virtualmente ninguna, así que se
vio obligado a un profano palpar mientras hacía un trastabilleante camino entre las cajas, rumbo al
pestillo. En esa penumbra fúnebre agitó el mohoso pomo, empujó las planchas de hierro y se preguntó
por qué el enorme portón se había vuelto repentinamente tan recalcitrante. En ese crepúsculo, además,
comenzó a comprender la verdad y gritó en voz alta, mientras su caballo, fuera, no pudo más que darle
una réplica, aunque poco amistosa. Porque el pestillo tanto tiempo descuidado se había roto sin duda,
dejando al descuidado enterrador atrapado en la cripta, víctima de su propia desidia.
Aquello debió suceder sobre las tres y media de la tarde. Birch, siendo de temperamento
flemático y práctico, no gritó durante mucho tiempo, sino que procedió a buscar algunas herramientas
que recordaba haber visto en una esquina de la sala. Es dudoso que sintiera todo el horror y lo
horripilante de su posición, pero el solo hecho de verse atrapado tan lejos de los caminos transitados por
los hombres era suficiente para exasperarlo por completo. Su trabajo diurno se había visto tristemente
interrumpido, y a no ser que la suerte llevase en aquellos momentos a algún caminante hasta las
cercanías, debería quedarse allí toda la noche o más tarde. Pronto apareció el montón de herramientas y,
seleccionando martillo y cincel, Birch regresó, entre los ataúdes, a la puerta. El aire había comenzado a
ser excesivamente malsano, pero no prestó atención a este detalle mientras se afanaba, medio a tientas,
contra el pesado y corroído metal del pestillo. Hubiera dado lo que fuera por tener una linterna o un cabo
de vela, pero, careciendo de ambos, chapuceaba como podía, medio a ciegas.
Cuando se cercioró de que el pestillo estaba bloqueado sin remisión, al menos para herramientas
tan rudimentarias y bajo tales condiciones tenebrosas de luz, Birch buscó alrededor otra forma de
escapar. La cripta había sido excavada en una ladera, por lo que el angosto túnel de ventilación del techo
corría a través de algunos metros de tierra, haciendo que esta dirección fuera inútil de considerar. Sobre
la puerta, no obstante, el tragaluz alto y en forma de hendidura, situado en la fachada de ladrillo, dejaba
pensar en que podría ser ensanchado por un trabajador diligente, de ahí que sus ojos se demoraran largo
rato sobre él mientras se estrujaba el cerebro buscando métodos de escapatoria. No había nada parecido
a una escalera en aquella tumba, y los nichos para ataúdes situados a los lados y el fondo —que Birch
apenas se molestaba en utilizar— no permitían trepar hasta encima de la puerta. Sólo los mismos
ataúdes quedaban como potenciales peldaños, y, mientras consideraba aquello, especuló sobre la mejor
forma de colocarlos. Tres ataúdes de altura, supuso, permitirían alcanzar el tragaluz, pero lo haría mejor
con cuatro, lo más estable posible. Mientras lo planeaba, no pudo por menos que desear que las
unidades de su planeada escalera hubieran sido hechas con firmeza. Que hubiera tenido la suficiente
imaginación como para desear que estuvieran vacías, ya resultaba más dudosa.
Finalmente, decidió colocar una base de tres, paralelos al muro, para colocar sobre ellos dos
pisos de dos y, encima de éstos, uno solo que serviría de plataforma. Tal estructura permitiría el ascenso
con un mínimo de problemas y daría la deseada altura. Aún mejor, pensó, podría utilizar sólo dos cajas
de base para soportar todo, dejando uno libre, que podría ser colocado en lo alto en caso de que tal
forma de escape necesitase aún mayor altitud. Y, de esta forma el prisionero se esforzó en aquel
crepúsculo, desplazando los inertes restos de mortalidad sin la menor ceremonia, mientras su Torre de
Babel en miniatura iba ascendiendo piso a piso. Algunos de los ataúdes comenzaron a rajarse bajo el
esfuerzo del ascenso, y él decidió dejar el sólidamente construido ataúd del pequeño Matthew Fenner
para la cúspide, de forma que sus pies tuvieran una superficie tan sólida, como fuera posible. En la
escasa luz había que confiar ante todo en el tacto para seleccionar la caja adecuada y, de hecho, la
encontró por accidente, ya que llegó a sus manos como a través de alguna extraña volición, después de
que la hubiera colocado inadvertidamente junto a otra en el tercer piso.
Al cabo, la torre estuvo acabada, y sus fatigados brazos descansaron un rato, durante el que se
sentó en el último peldaño de su espantable artefacto; luego, Birch ascendió cautelosamente con sus
herramientas y se detuvo frente al angosto tragaluz. Los bordes eran totalmente de ladrillo y había pocas
dudas de que, con unos pocos golpes de cincel, se abriría lo bastante como para permitir el paso de su
cuerpo. Mientras comenzaba a golpear con el martillo, el caballo, fuera, relinchaba en un tono que podría
haber sido tanto de aliento como de burla. Cualquiera de los dos supuestos hubiera sido apropiado, ya
que la inesperada tenacidad de la albañilería, fácil a simple vista, resultaba sin duda sardónicamente
ilustrativa de la vanidad de los anhelos de los mortales, aparte de motivo de una tarea cuya ejecución
necesitaba cada estímulo posible.
Llegó el anochecer y encontró a Birch aún pugnando. Trabajaba ahora sobre todo el tacto, ya que
nuevas nubes cubrieron la luna y, aunque los progresos eran todavía lentos, se sentía envalentonado por
sus avances en lo alto y lo bajo de la abertura. Estaba seguro que se podría tenerlo listo a medianoche...
aunque era una característica suya el que esto no contuviera para él implicaciones temibles. Ajeno a
opresivas reflexiones sobre la hora, el lugar y la compañía que tenía bajo sus pies, despedazaba
filosóficamente el muro de piedra, maldiciendo cuando le alcanzaba un fragmento en el rostro, y riéndose
cuando alguno daba en el cada vez más excitado caballo que piafaba cerca del ciprés. Al final, el agujero
fue lo bastante grande como para intentar pasar el cuerpo por él, agitándose hasta que los ataúdes se
mecieron y crujieron bajo sus pies. Descubrió que no necesitaba apilar otro para conseguir la altura
adecuada, ya que el agujero se encontraba exactamente en el nivel apropiado, siendo posible usarlo tan
pronto como el tamaño así lo permitiera.
Debía ser ya la medianoche cuando Birch decidió que podía atravesar el tragaluz. Cansado y
sudando, a pesar de los muchos descansos, bajó al suelo y se sentó un momento en la caja del fondo a
tomar fuerzas para esfuerzo final de arrastrarse y saltar al exterior. El hambriento caballo estaba
relinchando repetidamente y de forma casi extraña, y él deseó vagamente que parara. Se sentía
curiosamente desazonado por su inminente escapatoria y casi espantado de intentarlo, ya que su físico
tenía la indolente corpulencia de la temprana media edad. Mientras ascendía por los astillados ataúdes
sintió con intensidad su peso, especialmente cuando, tras llegar al de más arriba, escuchó ese agravado
crujir que presagiaba la fractura total de la madera. Al parecer, había planificado en vano elegir el más
sólido de los ataúdes para la plataforma, ya que, apenas apoyó todo su peso de nuevo sobre esa pútrida
tapa, ésta cedió, hundiéndole medio metro sobre algo que no quería ni imaginar. Enloquecido por el
sonido, o por el hedor que se expandió al aire libre, el caballo lanzó un alarido que era demasiado
frenético para un relincho, y se lanzó enloquecido a través de la noche, con la carreta traqueteando
enloquecidamente a su zaga.
Birch, en esa espantosa situación, se encontraba ahora demasiado abajo para un fácil ascenso
hacia el agrandado tragaluz, pero acumuló energías para un intento concreto. Asiendo los bordes de la
abertura, tratando de auparse cuando notó un extraño impedimento en forma de una especie de tirón en
sus dos tobillos. Enseguida sintió miedo por primera vez en la noche, ya que, aunque pugnaba, no
conseguía librarse del desconocido agarrón que hacía presa de sus tobillos en entorpecedora cautividad.
Horribles dolores, como de salvajes heridas, le laceraron las pantorrillas, y en su mente se produjo un
remolino de espanto mezclado con un inamovible materialismo que sugería astillas, clavos sueltos y
similares, propios de una caja rota de madera. Quizás gritó. Y en todo momento pateaba y se debatía
frenética y casi automáticamente mientras su conciencia casi se eclipsaba en un medio desmayo.
El instinto guió su deslizamiento a través del tragaluz, y, en el arrastrar que siguió, cayó con un
golpetazo sobre el húmedo terreno. No podía caminar, al parecer, y la emergente luna debió presenciar
una horrible visión mientras él arrastraba sus sangrantes tobillos hacia la portería del cementerio; los
dedos hundiéndose en el negro mantillo, apresurándose sin pensar, y el cuerpo respondiendo con una
enloquecedora lentitud que se sufre cuando uno es perseguido por los fantasmas de la pesadilla. No
obstante, era evidente que no había perseguidor alguno, ya que se encontraba solo y vivo cuando
Armington, el guarda respondió a sus débiles arañazos en la puerta.
Armington ayudó a Birch a llegar a una cama disponible y envió a su hijo pequeño, Edwin, a
buscar al doctor Davis. El herido estaba plenamente consciente, pero no pudo decir nada coherente, sino
simplemente musitar: "¡Ah, mis tobillos!" "Déjame", o "Encerrado en la tumba". Luego llegó el doctor con
su maletín, hizo algunas preguntas escuetas y quitó al paciente la ropa, los zapatos y los calcetines. Las
heridas, ya que ambos tobillos estaban espantosamente lacerados en torno a los tendones de Aquiles,
parecieron desconcertar sobremanera al viejo médico y, por último, casi espantarlo. Su interrogatorio se
hizo más que médicamente tenso, y sus manos temblaban al curar los miembros lacerados, vendándolos
como si desease perder de vista las heridas lo antes posible.
Siendo, como era Davis, un doctor frío e impersonal, el ominoso y espantoso interrogatorio
resultó de lo más extraño, intentando arrancar al fatigado enterrador cada mínimo detalle de su horrible
experiencia. Se encontraba tremendamente ansioso de saber si Birch estaba seguro —absolutamente
seguro— de que era el ataúd de Fenner en la penumbra, y de cómo había distinguido éste del duplicado
de inferior calidad del ruin de Asaph Sawyer. ¿Podría la sólida caja de Fenner ceder tan fácilmente?
Davis, un profesional con larga experiencia en el pueblo, había estado en ambos funerales, aparte de
haber atendido a Fenner como a Sawyer en su última enfermedad. Incluso se había preguntado, en el
funeral de éste último, cómo el vengático granjero podría caber en una caja tan acorde al diminuto
Fenner.
Davis se fue el cabo de dos horas largas, urgiendo a Birch a insistir en todo momento que sus
heridas eran producto enteramente de clavos sueltos y madera astillada. ¿Qué más, añadió, podría
probarse o creerse en cualquier caso? Pero haría bien en decir tan poco como pudiera y en no dejar que
otro médico tratase sus heridas. Birch tuvo en cuenta tal recomendación el resto de su vida, hasta que
me contó la historia, y cuando vi las cicatrices —antiguas y desvaídas como eran— convine en que había
obrado juiciosamente. Quedó cojo para siempre, porque los grandes tendones fueron dañados, pero creo
que mayor fue la cojera de su espíritu. Su forma de pensar, otrora flemática y lógica, estaba
indeleblemente afectada y resultaba penoso notar su respuesta a ciertas alusiones fortuitas como
"viernes", "tumba", "ataúd", y palabras de menos obvia relación. Su espantado caballo había vuelto a
casa, pero su ingenio nunca lo hizo. Cambió de negocio, pero siempre anduvo recomido por algo. Podía
ser sólo miedo, o miedo mezclado con una extraña y tardía clase de remordimiento por antiguas
atrocidades cometidas. La bebida, claro, sólo agravó lo que trataba de aliviar.
Cuando el doctor Davis dejó a Birch esa noche, tomó una linterna y fue al viejo mortuorio. La luna
brillaba en los dispersos trozos de ladrillo y en la roída fachada, así como en el picaporte de la gran
puerta, lista para abrirse con un toque desde el exterior. Fortificado por antiguas ordalías en salas de
dirección, el doctor entró y miró alrededor, conteniendo la náusea corporal y espiritual ante todo lo que
tenía ante la vista y el olfato. Gritó una vez, y luego lanzó un boqueo que era más terrible que cualquier
grito. Después huyó a la casa y rompió las reglas de su profesión alzando y sacudiendo a su paciente,
lanzándole una serie de estremecedores susurros que punzaron en sus oídos como el siseo del vitriolo.
—¡Era el ataúd de Asaph, Birch, tal como pensaba! Conozco sus dientes, con esa falta de
incisivos superiores... ¡Nunca, por dios, muestre esas heridas! El cuerpo estaba bastante corrompido,
pero si alguna vez he visto un rostro vengativo... o lo que fue un rostro... ya sabe que era como un
demonio vengativo... cómo arruinó al viejo Raymond treinta años después de su pleito de lindes, y cómo
pateo al perrillo que quiso morderle el agosto pasado... era el demonio encarnado, Birch, y creo que su
afán de revancha puede vencer a la misma Madre Muerte. ¡Dios mío, qué rabia! ¡No quiero ni pensar en
que se hubiera fijado en mí!.
—"¿Por qué lo hizo, Birch? Era un canalla, y no lo reprocho que le diera un ataúd de segunda,
¡pero fue demasiado lejos! Bastante tenía con apretujarlo de alguna manera ahí, pero usted sabía cuán
pequeño de cuerpo era el viejo Fenner.
—"Nunca podré borrar esa imagen de mis ojos mientras viva. Usted debió de patalear fuerte,
porque el ataúd de Asaph estaba en el suelo. Su cabeza se había roto, y todo estaba desparramado.
Mira que he visto cosas, pero eso era demasiado. ¡Ojo por ojo! Cielos, Birch, usted se lo buscó. La
calavera me revolvió el estómago, pero lo otro era peor... ¡Esos tobillos aserrados para hacerle caber en
el ataúd desechado de Matt Fenner!

H. P. LOVECRAFT
LA BESTIA EN LA
CUEVA
LA BESTIA EN LA CUEVA
H. P. Lovecraft
La horrible conclusión que se había ido abriendo camino en mi espíritu de manera gradual era
ahora una terrible certeza. Estaba perdido por completo, perdido sin esperanza en el amplio y laberíntico
recinto de la caverna de Mammoth. Dirigiese a donde dirigiese mi esforzada vista, no podía encontrar
ningún objeto que me sirviese de punto de referencia para alcanzar el camino de salida. No podía mi
razón albergar la más ligera esperanza de volver jamás a contemplar la bendita luz del día, ni de pasear
por los agradables valles y colinas del hermoso mundo exterior. La esperanza se había desvanecido. A
pesar de todo, educado como estaba por una vida entera de estudios filosóficos, obtuve una satisfacción
no pequeña de mi conducta desapasionada; porque, aunque había leído con frecuencia sobre el salvaje
frenesí en el que caían las víctimas de situaciones similares, no experimenté nada de esto, sino que
permanecí tranquilo tan pronto como comprendí que estaba perdido.
Tampoco me hizo perder ni por un momento la compostura la idea de que era probable que
hubiese vagado hasta más allá de los límites en los que se me buscaría. Si había de morir —reflexioné—,
aquella caverna terrible pero majestuosa sería un sepulcro mejor que el que pudiera ofrecerme cualquier
cementerio; había en esta concepción una dosis mayor de tranquilidad que de desesperación.
Mi destino final sería perecer de hambre, estaba seguro de ello. Sabía que algunos se habían
vuelto locos en circunstancias como esta, pero no acabaría yo así. Yo solo era el causante de mi
desgracia: me había separado del grupo de visitantes sin que el guía lo advirtiera; y, después de vagar
durante una hora aproximadamente por las galerías prohibidas de la caverna, me encontré incapaz de
volver atrás por los mismos vericuetos tortuosos que había seguido desde que abandoné a mis
compañeros.
Mi antorcha comenzaba a expirar, pronto estaría envuelto en la negrura total y casi palpable de
las entrañas de la tierra. Mientras me encontraba bajo la luz poco firme y evanescente, medité sobre las
circunstancias exactas en las que se produciría mi próximo fin. Recordé los relatos que había escuchado
sobre la colonia de tuberculosos que establecieron su residencia en estas grutas titánicas, por ver de
encontrar la salud en el aire sano, al parecer, del mundo subterráneo, cuya temperatura era uniforme,
para su atmósfera e impregnado su ámbito de una apacible quietud; en vez de la salud, habían
encontrado una muerte extraña y horrible. Yo había visto las tristes ruinas de sus viviendas
defectuosamente construidas, al pasar junto a ellas con el grupo; y me había preguntado qué clase de
influencia ejercía sobre alguien tan sano y vigoroso como yo una estancia prolongada en esta caverna
inmensa y silenciosa. Y ahora, me dije con lóbrego humor, había llegado mi oportunidad de comprobarlo;
si es que la necesidad de alimentos no apresuraba con demasiada rapidez mi salida de este mundo.
Resolví no dejar piedra sin remover, ni desdeñar ningún medio posible de escape, en tanto que
se desvanecían en la oscuridad los últimos rayos espasmódicos de mi antorcha; de modo que —
apelando a toda la fuerza de mis pulmones— proferí una serie de gritos fuertes, con la esperanza de que
mi clamor atrajese la atención del guía. Sin embargo, pensé mientras gritaba que mis llamadas no tenían
objeto y que mi voz —aunque magnificada y reflejada por los innumerables muros del negro laberinto que
me rodeaba— no alcanzaría más oídos que los míos propios.
Al mismo tiempo, sin embargo, mi atención quedó fijada con un sobresalto al imaginar que
escuchaba el suave ruido de pasos aproximándose sobre el rocoso pavimento de la caverna.
¿Estaba a punto de recuperar tan pronto la libertad? ¿Habrían sido entonces vanas todas mis
horribles aprensiones? ¿Se habría dado cuenta el guía de mi ausencia no autorizada del grupo y seguiría
mi rastro por el laberinto de piedra caliza? Alentado por estas preguntas jubilosas que afloraban en mi
imaginación, me hallaba dispuesto a renovar mis gritos con objeto de ser descubierto lo antes posible,
cuando, en un instante, mi deleite se convirtió en horror a medida que escuchaba: mi oído, que siempre
había sido agudo, y que estaba ahora mucho más agudizado por el completo silencio de la caverna, trajo
a mi confuso la noción temible e inesperada de que tales pasos no eran los que correspondían a ningún
ser humano mortal. Los pasos del guía, que llevaba botas, hubieran sonado en la quietud ultraterrena de
aquella región subterránea como una serie de golpes agudos e incisivos. Estos impactos, sin embargo,
eran blandos y cautelosos, como producidos por las garras de un felino. Además al escuchar con
atención, me pareció distinguir las pisadas de cuatro patas, en lugar de dos pies.
Quedé entonces convencido de que mis gritos habían despertado y atraído a alguna bestia feroz,
quizás a un puma que se hubiera extraviado accidentalmente en el interior de la caverna. Consideré que
era posible que el Todopoderoso hubiese elegido para mí una muerte más rápida y piadosa que la que
me sobrevendría por hambre; sin embargo, el instinto de conservación, que nunca duerme del todo, se
agitó en mi seno; y aunque el escapar del peligro que se aproximaba no serviría sino para preservarme
para un fin más duro y prolongado, determiné a pesar de todo vender mi vida lo más cara posible. Por
muy extraño que pueda parecer, no podía mi mente atribuir al visitante intenciones que no fueran
hostiles. Por consiguiente, me quedé muy quieto, con la esperanza de que la bestia —al no escuchar
ningún sonido que le sirviera de guía— perdiese el rumbo, como me había sucedido a mí, y pasase de
largo a mi lado. Pero no estaba destinada esta esperanza a realizarse: los extraños pasos avanzaban sin
titubear, era evidente que el animal sentía mi olor, que sin duda podía seguirse desde una gran distancia
en una atmósfera como la caverna, libre por completo de otros efluvios que pudieran distraerlo.
Me di cuenta, por tanto, de que debía estar armado para defenderme de un misterioso e invisible
ataque en la oscuridad y tantee a mi alrededor en busca de los mayores entre los fragmentos de roca que
estaban esparcidos por todas partes en el suelo de la caverna, y tomando uno en cada mano para su uso
inmediato, esperé con resignación el resultado inevitable. Mientras tanto, las horrendas pisadas de las
zarpas se aproximaban. En verdad, era extraña en exceso la conducta de aquella criatura. La mayor
parte del tiempo, las pisadas parecían ser las de un cuadrúpedo que caminase con una singular falta de
concordancia entre las patas anteriores y posteriores, pero —a intervalos breves y frecuentes— me
parecía que tan solo dos patas realizaban el proceso de locomoción. Me preguntaba cuál sería la especie
de animal que iba a enfrentarse conmigo; debía tratarse, pensé, de alguna bestia desafortunada que
había pagado la curiosidad que la llevó a investigar una de las entradas de la temible gruta con un
confinamiento de por vida en sus recintos interminables. Sin duda le servirían de alimento los peces
ciegos, murciélagos y ratas de la caverna, así como alguno de los peces que son arrastrados a su interior
cada crecida del Río Verde, que comunica de cierta manera oculta con las aguas subterráneas. Ocupé mi
terrible vigilia con grotescas conjeturas sobre las alteraciones que podría haber producido la vida en la
caverna sobre la estructura física del animal; recordaba la terrible apariencia que atribuía la tradición local
a los tuberculosos que allí murieron tras una larga residencia en las profundidades. Entonces recordé con
sobresalto que, aunque llegase a abatir a mi antagonista, nunca contemplaría su forma, ya que mi
antorcha se había extinguido hacía tiempo y yo estaba por completo desprovisto de fósforos. La tensión
de mi mente se hizo entonces tremenda. Mi fantasía dislocada hizo surgir formas terribles y terroríficas de
la siniestra oscuridad que me rodeaba y que parecía verdaderamente apretarse en torno de mi cuerpo.
Parecía yo a punto de dejar escapar un agudo grito, pero, aunque hubiese sido lo bastante irresponsable
para hacer tal cosa, a duras penas habría respondido mi voz. Estaba petrificado, enraizado al lugar en
donde me encontraba. Dudaba que pudiera mi mano derecha lanzar el proyectil a la cosa que se
acercaba, cuando llegase el momento crucial. Ahora el decidido “pat, pat” de las pisadas estaba casi al
alcance de la mano; luego, muy cerca. Podía escuchar la trabajosa respiración del animal y, aunque
estaba paralizado por el terror, comprendí que debía de haber recorrido una distancia considerable y que
estaba correspondientemente fatigado. De pronto se rompió el hechizo; mi mano, que mi sentido del oído
—siempre digno de confianza— casi alcanzó su objetivo: escuche como la cosa saltaba y volvía a caer a
cierta distancia; allí pareció detenerse.
Después de reajustar la puntería, descargué el segundo proyectil, con mayor efectividad esta vez;
escuché caer la criatura, vencida por completo, y permaneció yaciente e inmóvil. Casi agobiado por el
alivio que me invadió, me apoyé en la pared. La respiración de la bestia se seguía oyendo, en forma de
jadeantes y pesadas inhalaciones y exhalaciones; deduje de ello que no había hecho más que herirla. Y
entonces perdí todo deseo de examinarla. Al fin, un miedo supersticioso, irracional, se había manifestado
en mi cerebro, y no me acerqué al cuerpo ni continué arrojándole piedras para completar la extinción de
su vida. En lugar de esto, corrí a toda velocidad en lo que era —tan aproximadamente como pude
juzgarlo en mi condición de frenesí— la dirección por la que había llegado hasta allí. De pronto escuché
un sonido, o más bien una sucesión regular de sonidos. Al momento siguiente se habían convertido en
una serie de agudos chasquidos metálicos. Esta vez no había duda: era el guía. Entonces grité, aullé, reí
incluso de alegría al contemplar en el techo abovedado el débil fulgor que sabía era la luz reflejada de
una antorcha que se acercaba. Corrí al encuentro del resplandor y, antes de que pudiese comprender por
completo lo que había ocurrido, estaba postrado a los pies del guía y besaba sus botas mientras
balbuceaba —a despecho de la orgullosa reserva que es habitual en mí— explicaciones sin sentido,
como un idiota. Contaba con frenesí mi terrible historia; y, al mismo tiempo, abrumaba a quien me
escuchaba con protestas de gratitud. Volví por último a algo parecido a mi estado normal de conciencia.
El guía había advertido mi ausencia al regresar el grupo a la entrada de la caverna y —guiado por su
propio sentido intuitivo de la orientación— se había dedicado a explorar a conciencia los pasadizos
laterales que se extendían más allá del lugar en el que había hablado conmigo por última vez; y localizó
mi posición tras una búsqueda de más de tres horas.
Después de que hubo relatado esto, yo, envalentonado por su antorcha y por su compañía,
empecé a reflexionar sobre la extraña bestia a la que había herido a poca distancia de allí, en la
oscuridad y sugerí que averiguásemos, con la ayuda de la antorcha, qué clase de criatura había sido mi
víctima. Por consiguiente volví sobre mis pasos, hasta el escenario de la terrible experiencia. Pronto
descubrimos en el suelo un objeto blanco, más blanco incluso que la reluciente piedra caliza. Nos
acercamos con cautela y dejamos escapar una simultánea exclamación de asombro. Porque éste era el
más extraño de todos los monstruos extranaturales que cada uno de nosotros dos hubiera contemplado
en la vida. Resultó tratarse de un mono antropoide de grandes proporciones, escapado quizás de algún
zoológico ambulante: su pelaje era blanco como la nieve, cosa que sin duda se debía a la calcinadora
acción de una larga permanencia en el interior de los negros confines de las cavernas; y era también
sorprendentemente escaso, y estaba ausente en casi todo el cuerpo, salvo de la cabeza; era allí
abundante y largo que caía en profusión sobre los hombros. Tenía la cara vuelta del lado opuesto a
donde estábamos, y la criatura yacía casi directamente sobre ella. La inclinación de los miembros era
singular, aunque explicaba la alternancia en su uso que yo había advertido antes, por lo que la bestia
avanzaba a veces a cuatro patas, y otras en sólo dos. De las puntas de sus dedos se extendían uñas
largas, como de rata. Los pies no eran prensiles, hecho que atribuí a la larga residencia en la caverna
que, como ya he dicho antes, parecía también la causa evidente de su blancura total y casi ultraterrena
tan característica de toda su anatomía. Parecía carecer de cola.
La respiración se había debilitado mucho, y el guía sacó su pistola con la clara intención de
despachar a la criatura, cuando de súbito un sonido que ésta emitió hizo que el arma se le cayera de las
manos sin ser usada. Resulta difícil describir la naturaleza de tal sonido. No tenía el tono normal de
cualquier especie conocida de simios, y me pregunté si su cualidad extranatural no sería resultado de un
silencio completo y continuado por largo tiempo, roto por la sensación de llegada de luz, que la bestia no
debía de haber visto desde que entró por vez primera en la caverna. El sonido, que intentaré describir
como una especie de parloteo en tono profundo, continuó débilmente.
Al mismo tiempo, un fugaz espasmo de energía pareció conmover el cuerpo del animal. Las
garras hicieron un movimiento convulsivo, y los miembros se contrajeron. Con una convulsión del cuerpo
rodó sobre sí mismo, de modo que la cara quedó vuelta hacia nosotros. Quedé por un momento tan
petrificado de espanto por los ojos de esta manera revelados que no me apercibí de nada más. Eran
negros aquellos ojos; de una negrura profunda en horrible contraste con la piel y el cabello de nívea
blancura. Como los de las otras especies cavernícolas, estaban profundamente hundidos en sus órbitas y
por completo desprovistos de iris. Cuando miré con mayor atención, vi que estaban enclavados en un
rostro menos prognático que el de los monos corrientes, e infinitamente menos velludo. La nariz era
prominente. Mientras contemplábamos la enigmática visión que se representaba a nuestros ojos, los
gruesos labios se abrieron y varios sonidos emanaron de ellos, tras lo cual la cosa se sumió en el
descanso de la muerte.
El guía se aferró a la manga de mi chaqueta y tembló con tal violencia que la luz se estremeció
convulsivamente, proyectando en la pared fantasmagóricas sombras en movimiento.
Yo no me moví; me había quedado rígido, con los ojos llenos de horror, fijos en el suelo delante
de mí.
El miedo me abandonó, y en su lugar se sucedieron los sentimientos de asombro, compasión y
respeto; los sonidos que murmuró la criatura abatida que yacía entre las rocas calizas nos revelaron la
tremenda verdad: la criatura que yo había matado, la extraña bestia de la cueva maldita, era —o había
sido alguna vez— ¡¡¡UN HOMBRE!!!

H. P. LOVECRAFT
LA DECLARACIÓN DE
RANDOLPH CARTER
LA DECLARACIÓN DE RANDOLPH CARTER
H. P. Lovecraft
Les repito, caballeros, que su encuesta es inútil. Enciérrenme para siempre, si quieren;
ejecútenme, si necesitan una víctima para propiciar la ilusión que ustedes llaman justicia; pero yo no
puedo decir más de lo que ya he dicho. Todo lo que puedo recordar se lo he contado a ustedes con
absoluta sinceridad. No he ocultado ni desfigurado nada, y si algo continúa siendo vago, se debe
únicamente a la oscura nube que ha invadido mi cerebro... A esa nube, y a la confusa naturaleza de los
horrores que cayeron sobre mí.
Vuelvo a decir que ignoro lo que ha sido de Harley Warren, aunque creo —casi espero— que ha
encontrado la paz y el olvido definitivos, si es que existen en alguna parte. Es cierto que durante cinco
años he sido su amigo más íntimo, y que compartí parcialmente sus terribles investigaciones en lo
desconocido. No niego, aunque mi memoria no es todo lo precisa que sería de desear, que ese testigo
suyo puede habernos visto juntos como él dice en el camino de Gainsville, andando hacia Big Cypress
Swamp, a las once y media de aquella horrible noche. Y no tengo inconveniente en añadir que
llevábamos linternas eléctricas, azadas y un rollo de alambre con diversos instrumentos; ya que esos
objetos representaron un papel en la única escena que ha quedado grabada de un modo indeleble en mi
trastornada memoria. Pero de lo que siguió, y del motivo de que me encontraran solo y aturdido a orillas
del pantano a la mañana siguiente, insisto en que sólo sé lo que les he contado una y otra vez. Dicen
ustedes que no hay nada en el pantano o cerca de él que pudiera constituir el marco de aquel espantoso
episodio. Repito que no sé nada, aparte de lo que vi. Pudo ser una alucinación o una pesadilla —y
espero fervientemente que lo fueran—, pero eso es todo lo que recuerdo de lo ocurrido en aquellas
terribles horas, después de que nos alejamos de la vista de los hombres. Y el motivo de que Harley
Warren no haya regresado sólo pueden explicarlo él, o su espectro... o algo desconocido que no puedo
describir.
Como he dicho antes, las fantásticas investigaciones de Harley Warren no me eran
desconocidas, y hasta cierto punto las compartía. De su gran colección de libros raros y extraños sobre
temas prohibidos he leído todos los que están escritos en los idiomas que domino; muy pocos,
comparados con los escritos en idiomas que no entiendo. La mayoría, creo, son obras en lengua arábiga;
y el libro inspirado por el espíritu del mal —el libro que Warren se llevó en su bolsillo al otro mundo— que
provocó los acontecimientos, estaba escrito en unos caracteres que nunca había visto. Warren no quiso
decirme nunca lo que contenía aquel libro. En cuanto a la naturaleza de nuestras investigaciones...,
¿tengo que repetir que no gozo ya de una plena comprensión? Y encuentro misericordioso que sea así,
ya que eran unas investigaciones terribles, que yo compartía más por renuente fascinación que por
verdadera inclinación. Warren siempre me había dominado, y a veces le temía. Recuerdo cómo me
estremecí ante la expresión de su rostro la noche anterior al espantoso acontecimiento, mientras hablaba
ininterrumpidamente de su teoría, de que ciertos cadáveres no se corrompen nunca sino que
permanecen enteros en sus tumbas durante un millar de años. Pero ahora no le temo, ya que sospecho
que ha conocido horrores más allá de mis posibilidades de comprensión. Ahora temo por él. Repito que
no tenía la menor idea de nuestro objetivo de aquella noche. Desde luego, tenía mucho que ver con el
libro que Warren llevaba —aquel libro antiguo en caracteres indescifrables que le había llegado de la
India un mes antes—, pero juro que ignoraba lo que esperábamos descubrir. Su testigo dice que nos vio
a las once y media en el camino de Gainsville, en dirección al pantano de Big Cypress. Probablemente es
cierto, aunque yo no lo recuerdo claramente. En mi cerebro sólo quedó grabada una escena, y debió
producirse mucho después de medianoche, ya que una pálida luna en cuarto menguante estaba muy alta
en el cielo, velada por gasas semitransparentes. El lugar era un antiguo cementerio; tan antiguo, que
temblé ante las múltiples evidencias de años inmemoriales. Se encontraba en una profunda y húmeda
hondonada, cubierta de musgo y de maleza, y llena de un vago hedor que mi fantasía asoció
absurdamente con piedras en descomposición. Por todas partes veíanse señales de descuido y
decrepitud, y parecía acosarme la idea de que Warren y yo éramos los primeros seres vivientes que
invadíamos un silencio letal de siglos. Por encima del borde de la hondonada la luna menguante atisbaba
a través de los fétidos vapores que parecían brotar de ignotas catacumbas, y a sus débiles y oscilantes
rayos pude distinguir una repulsiva formación de antiquísimos mausoleos, panteones y tumbas; todos en
estado ruinoso, cubiertos de musgo y con manchas de humedad, y parcialmente ocultos por una
lujuriante vegetación.
Mi primera impresión vívida de mi propia presencia en aquella terrible necrópolis se refiere al acto
de detenerme con Warren ante una determinada tumba y de desprendernos de la carga que al parecer
habíamos llevado. Observé entonces que yo había traído una linterna eléctrica y dos azadas, en tanto
que mi compañero había cargado con una linterna similar y una instalación telefónica portátil. No
pronunciamos una sola palabra, ya que ambos parecíamos conocer el lugar y la tarea que nos estaba
encomendada; y sin demora empuñamos las azadas y empezamos a limpiar de hierba y de maleza la
arcaica sepultura. Después de dejar al descubierto toda la superficie, que consistía en tres inmensas
losas de granito, retrocedimos unos pasos para contemplar el fúnebre escenario; y Warren pareció
efectuar unos cálculos mentales. Luego se acercó de nuevo al sepulcro y, utilizando su azada como una
palanca, trató de levantar la losa más próxima a unas piedras ruinosas que en su día pudieron haber sido
un monumento funerario. No lo consiguió, y me hizo una seña para que acudiera en su ayuda.
Finalmente, nuestros esfuerzos combinados aflojaron la losa, la cual levantamos y apartamos a un lado.
Quedó al descubierto una negra abertura, por la que brotó un efluvio de gases miasmáticos tan
nauseabundos que Warren y yo retrocedimos precipitadamente. Sin embargo, al cabo de unos instantes
nos acercamos de nuevo a la fosa y encontramos las emanaciones menos insoportables. Nuestras
linternas iluminaron un tramo de peldaños de piedra empapados en algún detestable licor de la entraña
de la tierra, y bordeados de húmedas paredes con costras de salitre. Entonces, por primera vez que yo
recuerde durante aquella noche, Warren me habló con su melíflua voz de tenor; una voz singularmente
inalterada por nuestro pavoroso entorno.
—Lamento tener que pedirte que te quedes en la superficie —dijo—, pero sería un crimen
permitir que alguien con unos nervios tan frágiles como los tuyos bajara ahí. No puedes imaginar, ni
siquiera por lo que has leído y por lo que yo te he contado, las cosas que tendré que ver y hacer. Es una
tarea infernal, Carter, y dudo que cualquier hombre que no tenga una sensibilidad revestida de acero
pudiera llevarla a cabo y regresar vivo y cuerdo. No quiero ofenderte y el cielo sabe lo mucho que me
alegraría llevarte conmigo; pero la responsabilidad es mía, y no puedo arrastrar a un manojo de nervios
como tú a una muerte o una locura probables. Te repito que no puedes imaginar siquiera de qué se
trata... Pero te prometo mantenerte informado por teléfono de cada uno de mis movimientos. Como
puedes ver, he traído alambre suficiente para llegar al centro de la tierra y regresar.
Todavía puedo oír, en mi recuerdo, aquellas palabras pronunciadas fríamente; y puedo recordar
también mis protestas. Parecía desesperadamente ansioso por acompañar a mi amigo a aquellas
profundidades sepulcrales, pero él se mostró inflexible. En un momento determinado amenazó con
abandonar la expedición si no me daba por vencido; una amenaza eficaz, dado que sólo él tenía la clave
del asunto. Tras haber obtenido mi asentimiento, dado de muy mala gana, Warren cogió el rollo de
alambre y ajustó los instrumentos. Finalmente, me entregó uno de los auriculares, estrechó mi mano, se
cargó al hombro el rollo de alambre y desapareció en el interior de aquel indescriptible osario.
Fui a sentarme sobre una vieja y descolorida lápida, cerca de la negra abertura que se había
tragado a mi amigo. Durante un par de minutos pude ver el resplandor de su linterna y oír el crujido del
alambre mientras lo desenrollaba detrás de él; pero el resplandor desapareció bruscamente, como tapado
por una revuelta de la escalera, y el sonido se apagó con la misma rapidez. Yo estaba solo, pero unido a
las desconocidas profundidades por aquel mágico alambre cuyo verde revestimiento aislante brillaba bajo
los pálidos rayos de la luna menguante.
Consultaba continuamente mi reloj a la luz de mi linterna, y estaba pendiente del auricular con
febril ansiedad; pero durante más de un cuarto de hora no oí absolutamente nada. Luego percibí un leve
chasquido, y llamé a mi amigo con voz tensa. A pesar de mis aprensiones, no estaba preparado para las
palabras que me llegaron desde aquella pavorosa bóveda, con un acento de alarma que resultaba mucho
más estremecedor por cuanto que procedía del imperturbable Harley Warren. Él, que se había separado
de mí con tanta tranquilidad momentos antes, llamaba ahora desde abajo con un tembloroso susurro más
impresionante que el más desaforado de los gritos:
—¡Dios! ¡Si pudieras ver lo que estoy viendo!
No pude contestar. Me había quedado sin voz, y sólo pude esperar. Warren habló de nuevo:
—¡Carter, es terrible... monstruoso... increíble!
Esta vez la voz no me falló, y vertí en el micrófono un chorro de excitadas preguntas. Aterrado,
repetía sin cesar:
—Warren, ¿qué es? ¿Qué es?
De nuevo me llegó la voz de mi amigo, ronca de temor, ahora visiblemente teñida de
desesperación:
—¡No puedo decírtelo, Carter! ¡Es demasiado monstruoso! No me atrevo a decírtelo... ningún
hombre podría saberlo y continuar viviendo... ¡Dios mío! ¡Nunca había soñado en nada semejante!
Silencio de nuevo, interrumpido solamente por mis ocasionales y ahora estremecidas preguntas.
Luego, la voz de Warren con un trémulo de desesperada consternación:
—¡Carter! ¡Por el amor de Dios, vuelve a colocar la losa y márchate si puedes! ¡Aprisa! ¡Déjalo
todo y márchate... es tu única oportunidad! ¡Haz lo que te digo y no me pidas explicaciones!
Le oí, pero sólo fui capaz de repetir mis frenéticas preguntas. A mi alrededor había tumbas,
oscuridad y sombras; debajo de mí, alguna amenaza más allá del alcance de la imaginación humana.
Pero mi amigo estaba expuesto a un peligro mucho mayor que el mío, y a través de mi propio terror
experimenté un vago resentimiento al pensar que me creía capaz de abandonarle en semejantes
circunstancias. Se oyeron más chasquidos, y tras una breve pausa un lamentable grito de Warren:
—¡Dale esquinazo! ¡Por el amor de Dios, coloca de nuevo la losa y dale esquinazo, Carter!—. La
jerga infantil de mi compañero, reveladora de que se encontraba bajo la influencia de una profunda
emoción, actuó sobre mí como un poderoso revulsivo.
Formé y grité una decisión:
—¡Warren, resiste! ¡Voy a bajar!
Pero, ante aquel ofrecimiento, el tono de mi amigo se convirtió en un alarido de absoluta
desesperación:
—¡No! ¡No pueden comprenderlo! Es demasiado tarde... y la culpa ha sido mía. Coloca de nuevo
la losa y corre... es lo único que puedes hacer ahora por mí.
El tono cambió de nuevo, esta vez adquiriendo una mayor suavidad, como de resignación sin
esperanza. Sin embargo, seguía siendo tenso debido a la ansiedad que Warren experimentaba por mi
suerte.
—¡Date prisa! ¡Corre, antes de que sea demasiado tarde!
No traté de contradecirle; intenté sobreponerme a la extraña parálisis que se había apoderado de
mí y cumplir mi promesa de acudir en su ayuda. Pero su siguiente susurro me sorprendió todavía inerte
en las cadenas de un indescriptible horror.
—¡Carter, apresúrate! Todo es inútil... tienes que huir... es mejor uno que dos... la losa... Una
pausa, más chasquidos, luego la débil voz de Warren:
—Todo va a terminar... no lo hagas más difícil... cubre esos malditos peldaños y ponte a salvo...
no pierdas más tiempo... hasta nunca, Carter... no volveremos a vernos.
El susurro de Warren se hinchó hasta convertirse en un grito; un grito que paulatinamente se
hinchó a su vez y se hizo un alarido que contenía todo el horror de los siglos...
—¡Malditos sean los seres infernales! ¡Hay legiones de ellos! ¡Dios mío! ¡Huye! ¡Huye! ¡HUYE!
Después, silencio. Ignoro durante cuantos interminables eones permanecí sentado, estupefacto;
susurrando, murmurando, llamando, gritándole a aquel teléfono. Una y otra vez a través de aquellos
eones susurré, murmuré, llamé y grité:
—¡Warren! ¡Warren! ¡Contesta! ¿Estás ahí?
Y entonces llegó hasta mí el horror culminante: el horror indecible, impensable, increíble. Ya he
dicho que parecieron transcurrir eones después de que Warren lanzó su última desesperada advertencia,
y que sólo mis propios gritos rompieron el pavoroso silencio. Pero al cabo de unos instantes se oyó un
chasquido en el receptor y tensé el oído para escuchar. Grité de nuevo: «Warren, ¿estás ahí?», y en
respuesta oí lo que envió la oscura nube sobre mi cerebro. No intentaré describir aquella voz, caballeros,
puesto que las primeras palabras me arrancaron la conciencia y crearon un vacío mental que se extiende
hasta el momento en que desperté en el hospital. ¿Qué podría decir? ¿Que la voz era hueca, profunda,
gelatinosa, remota, sobrenatural, inhumana, incorpórea? Aquello fue el final de mi experiencia, y es el
final de mi historia. Lo oí, y no sé nada más... La oí mientras permanecía petrificado en aquel cementerio
desconocido en la hondonada, entre las lápidas carcomidas y las tumbas en ruinas, la exuberante
vegetación y los vapores miasmáticos... La oí surgiendo de las abismáticas profundidades de aquel
maldito sepulcro abierto, mientras contemplaba unas sombras amorfas y necrófagas danzando bajo una
pálida luna menguante.
Y esto fue lo que dijo:
«¡Imbécil! ¡Warren está MUERTO!»
F I N

H. P. LOVECRAFT
LOS GATOS DE ULTHAR
LOS GATOS DE ULTHAR
H. P. Lovecraft
Se dice que en Ulthar, que se encuentra más allá del río Skai, ningún hombre puede matar a un
gato; y ciertamente lo puedo creer mientras contemplo a aquel que descansa ronroneando frente al
fuego. Porque el gato es críptico, y cercano a aquellas cosas extrañas que el hombre no puede ver. Es el
alma del antiguo Egipto, y el portador de historias de ciudades olvidadas en Meroe y Ophir. Es pariente
de los señores de la selva, y heredero de los secretos de la remota y siniestra Africa. La Esfinge es su
prima, y él habla su idioma; pero es más antiguo que la Esfinge y recuerda aquello que ella ha olvidado.
En Ulthar, antes de que los ciudadanos prohibieran la matanza de los gatos, vivía un viejo
campesino y su esposa, quienes se deleitaban en atrapar y asesinar a los gatos de los vecinos. Por qué
lo hacían, no lo sé; excepto que muchos odian la voz del gato en la noche, y les parece mal que los gatos
corran furtivamente por patios y jardines al atardecer. Pero cualquiera fuera la razón, este viejo y su mujer
se deleitaban atrapando y matando a cada gato que se acercara a su cabaña; y, a partir de los ruidos que
se escuchaban después de anochecer, varios lugareños imaginaban que la manera de asesinarlos era
extremadamente peculiar. Pero los aldeanos no discutían estas cosas con el viejo y su mujer; debido a la
expresión habitual de sus marchitos rostros, y porque su cabaña era tan pequeña y estaba tan
oscuramente escondida bajo unos desparramados robles en un descuidado patio trasero. La verdad era,
que por más que los dueños de los gatos odiaran a estas extrañas personas, les temían más; y, en vez
de confrontarlos como asesinos brutales, solamente tenían cuidado de que ninguna mascota o ratonero
apreciado, fuera a desviarse hacia la remota cabaña, bajo los oscuros árboles. Cuando por algún
inevitable descuido algún gato era perdido de vista, y se escuchaban ruidos después del anochecer, el
perdedor se lamentaría impotente; o se consolaría agradeciendo al Destino que no era uno de sus hijos el
que de esa manera había desaparecido. Pues la gente de Ulthar era simple, y no sabían de dónde
vinieron todos los gatos.
Un día, una caravana de extraños peregrinos procedentes del Sur entró a las estrechas y
empedradas calles de Ulthar. Oscuros eran aquellos peregrinos, y diferentes a los otros vagabundos que
pasaban por la ciudad dos veces al año. En el mercado vieron la fortuna a cambio de plata, y compraron
alegres cuentas a los mercaderes. Cuál era la tierra de estos peregrinos, nadie podía decirlo; pero se les
vio entregados a extrañas oraciones, y que habían pintado en los costados de sus carros extrañas
figuras, de cuerpos humanos con cabezas de gatos, águilas, carneros y leones. Y el líder de la caravana
llevaba un tocado con dos cuernos, y un curioso disco entre los cuernos.
En esta singular caravana había un niño pequeño sin padre ni madre, sino con sólo un gatito
negro a quien cuidar. La plaga no había sido generosa con él, mas le había dejado esta pequeña y
peluda cosa para mitigar su dolor; y cuando uno es muy joven, uno puede encontrar un gran alivio en las
vivaces travesuras de un gatito negro. De esta forma, el niño, al que la gente oscura llamaba Menes,
sonreía más frecuentemente de lo que lloraba mientras se sentaba jugando con su gracioso gatito en los
escalones de un carro pintado de manera extraña.
Durante la tercera mañana de estadía de los peregrinos en Ulthar, Menes no pudo encontrar a su
gatito; y mientras sollozaba en voz alta en el mercado, ciertos aldeanos le contaron del viejo y su mujer, y
de los ruidos escuchados por la noche. Y al escuchar esto, sus sollozos dieron paso a la reflexión, y
finalmente a la oración. Estiró sus brazos hacia el sol y rezó, en un idioma que ningún aldeano pudo
entender; aunque no se esforzaron mucho en hacerlo, pues su atención fue absorbida por el cielo y por
las formas extrañas que las nubes estaban asumiendo. Esto era muy peculiar, pues mientras el pequeño
niño pronunciaba su petición, parecían formarse arriba las figuras sombrías y nebulosas de cosas
exóticas; de criaturas híbridas coronadas con discos de costados astados. La naturaleza está llena de
ilusiones como esa para impresionar al imaginativo.
Aquella noche los errantes dejaron Ulthar, y no fueron vistos nunca más. Y los dueños de casa se
preocuparon al darse cuenta que en toda la villa, no había ningún gato. De cada hogar el gato familiar
había desaparecido; los gatos pequeños y los grandes, negros, grises, rayados, amarillos y blancos.
Kranon el Anciano, el burgomaestre, juró que la gente siniestra se había llevado a los gatos como
venganza por la muerte del gatito de Menes, y maldijo a la caravana y al pequeño niño. Pero Nith, el
enjuto notario, declaró que el viejo campesino y su esposa eran probablemente los más sospechosos;
pues su odio por los gatos era notorio y, con creces, descarado. Pese a esto, nadie osó a quejarse ante
la dupla siniestra; a pesar de que Atal, el hijo del posadero, juró que había visto a todos los gatos de
Ulthar al atardecer en aquel patio maldito bajo los árboles, caminando en círculos lenta y solemnemente
alrededor de la cabaña, dos en una línea, como realizando algún rito de las bestias, del que nada se ha
oído. Los aldeanos no supieron cuánto creer de un niño tan pequeño; y aunque temían que el malvado
par había hechizado a los gatos hacia su muerte, preferían no confrontar al viejo campesino hasta
encontrárselo afuera de su oscuro y repelente patio.
De este modo, Ulthar se durmió, en un infructuoso enfado; y cuando la gente despertó al
amanecer - ¡He aquí que cada gato estaba de vuelta en su acostumbrado fogón! Grandes y pequeños,
negros, grises, rayados, amarillos y blancos, ninguno faltaba. Aparecieron muy brillantes y gordos, y
sonoros con ronroneante satisfacción. Los ciudadanos comentaban unos con otros sobre el suceso, y se
maravillaban no poco. Kranon el Anciano nuevamente insistió que era la gente siniestra quien se los
había llevado, puesto que los gatos no volvían con vida de la cabaña del viejo y su mujer. Pero todos
estuvieron de acuerdo en una cosa: que la negativa de todos los gatos a comer sus porciones de carne o
a beber de sus platillos de leche, era extremadamente curiosa. Y durante dos días enteros los gatos de
Ulthar, brillantes y lánguidos, no tocaron su comida, sino que solamente dormitaron ante el fuego o bajo
el sol.
Pasó una semana entera antes de que los aldeanos notaran que, en la cabaña bajo los árboles,
no se prendían luces al atardecer. Luego, en enjuto Nith recalcó que nadie había visto al viejo y a su
mujer desde la noche en que los gatos estuvieron fuera. La semana siguiente, el burgomaestre decidió
vencer sus miedos y llamar a la silenciosa morada, como un asunto del deber, aunque fue cuidadoso de
llevar consigo, como testigos, a Shang, el herrero, y a Thul, el cortador de piedras. Y cuando hubieron
echado abajo la frágil puerta sólo encontraron lo siguiente: dos esqueletos humanos limpiamente
descarnados sobre el suelo de tierra, y una variedad de singulares insectos arrastrándose por las
esquinas sombrías.
Posteriormente hubo mucho que comentar entre los ciudadanos de Ulthar. Zath, el forense,
discutió largamente con Nith, el enjuto notario; y Kranon y Shang y Thul fueron abrumados con
preguntas. Incluso el pequeño Atal, el hijo del posadero, fue detenidamente interrogado y, como
recompensa, le dieron una fruta confitada. Hablaron del viejo campesino y su esposa, de la caravana de
siniestros peregrinos, del pequeño Menes y de su gatito negro, de la oración de Menes y del cielo durante
aquella plegaria, de los actos de los gatos la noche en que se fue la caravana, o de lo que luego se
encontró en la cabaña bajo los árboles, en aquel repugnante patio.
Y, finalmente, los ciudadanos aprobaron aquella extraordinaria ley, la que es referida por los
mercaderes en Hatheg y discutida por los viajeros en Nir, a saber, que en Ulthar ningún hombre puede
matar a un gato.

H. P. LOVECRAFT
LOS OTROS DIOSES
LOS OTROS DIOSES
H. P. Lovecraft
En la cima del pico más alto del mundo habitan los dioses de la tierra, y no soportan que ningún
hombre se jacte de haberlos visto. En otro tiempo poblaron los picos inferiores; pero los hombres de las
llanuras se empeñaron siempre en escalar las laderas de roca y de nieve, empujando a los dioses hacia
montañas cada vez más elevadas, hasta hoy, en que sólo les queda la última. Al abandonar sus cumbres
anteriores se llevaron sus propios signos, salvo una vez que, según se dice, dejaron una imagen
esculpida en la cara del monte llamado Ngranek.
Pero ahora se han retirado a la desconocida Kadath del desierto frío, en donde los hombres no
entran jamás, y se han vuelto severos; y si en otro tiempo soportaron que los hombres les desplazaran,
ahora les han prohibido que se acerquen; pero si lo hacen, les impiden marcharse. Conviene que los
hombres no sepan dónde esta Kadath; de lo contrario, tratarían de escalarla en su imprudencia.
A veces, en la quietud de la noche, cuando los dioses de la tierra sienten añoranza, visitan los
picos donde moraron una vez, y lloran en silencio al tratar de jugar en silencio en las recordadas laderas.
Los hombres han sentido las lágrimas de los dioses sobre el nevado Thurai, aunque creyeron que era
lluvia; y han oído sus suspiros en los quejumbrosos vientos matinales de Lerion. Los dioses suelen viajar
en las naves de nubes, y los sabios campesinos tienen leyendas que les disuaden de acercarse a ciertos
picos elevados por la noche cuando el cielo se nubla, porque los dioses no son tan indulgentes como
antaño.
En Ulthar, más allá del río Skai, vivía una vez un anciano que deseaba contemplar a los dioses
de la tierra; este hombre conocía profundamente los siete libros crípticos de la Tierra y estaba
familiarizado con los Manuscritos Pnakóticos de la distante y helada Lomar. Se llamaba Barzai el Sabio, y
los lugareños cuentan cómo escaló una montaña, la noche del extraño eclipse.
Barzai sabía tantas cosas sobre los dioses que podía contar sus idas y venidas; y adivinaba
tantos secretos que se tenía a si mismo por un semidiós. Fue él quien aconsejó prudentemente a los
diputados de Ulthar cuando aprobaron la famosa ley que prohibía matar gatos, y quien dijo al joven
sacerdote Atal adonde se habían ido los gatos negros, en la medianoche de la víspera de san Juan.
Barzai estaba profundamente versado en la ciencia de los dioses de la tierra, y le habían entrado deseos
de ver sus rostros. Creía que su hondo y secreto conocimiento de los dioses le protegería de la ira de
estos, y decidió escalar la cima del elevado y rocoso Hatheg-Kla una noche en que sabía que los dioses
estarían allí.
El Hatheg-Kla está en el desierto pedregoso que se extiende más allá de Hatheg, del cual recibe
el nombre, y se alza como una estatua de roca en un templo silencioso. Las brumas juegan lúgubremente
alrededor de su cima; porque las brumas son los recuerdos de los dioses, y los dioses amaban el Hatheg-
Kla cuando habitaban en él, en otro tiempo. Frecuentemente visitan los dioses de la tierra el Hatheg-Kla,
en sus naves de nube, y derraman pálidos vapores sobre las laderas cuando danzan añorantes en la
cima, bajo una luna clara. Los aldeanos de Hatheg dicen que no conviene escalar el Hatheg-Kla en
ningún momento, y que es fatal hacerlo de noche, cuando los pálidos vapores ocultan la cima y la luna;
sin embargo, no les escuchó Barzai cuando llegó de la vecina Ulthar con el joven sacerdote Atal, su
discípulo. Atal sólo era hijo de posadero, y a veces tenía miedo; pero el padre de Barzai había sido un
landgrave que vivió en un antiguo castillo, por lo que no había supersticiones vulgares en sus venas, y se
reía de los atemorizados aldeanos.
Barzai y Atal salieron de Hatheg hacia el pedregoso desierto, a pesar de los ruegos de los
campesinos, y charlaron sobre los dioses de la tierra junto a su fogata, por las noches. Viajaron durante
muchos días, hasta que divisaron a lo lejos al altísimo Hatheg-Kla con su halo de lúgubre bruma. El
decimotercer día llegaron al pie de la solitaria montaña, y Atal confesó sus temores. Pero Barzai era viejo,
sabio, y no conocía el miedo, así que marchó delante osadamente por la ladera que ningún hombre había
escalado desde los tiempos de Sansu, de quien hablan con temor los mohosos Manuscritos Pnakóticos.
El camino era rocoso y peligroso a causa de los precipicios, acantilados y aludes. Después se
volvió frío y nevado; y Barzai y Atal resbalaban a menudo, y se caían, mientras se abrían camino con
bastones y hachas. Finalmente el aire se enrareció, el cielo cambió de color, y los escaladores
encontraron que era difícil respirar; pero siguieron subiendo más y más, maravillados ante lo extraño del
paisaje, y emocionados pensando en lo que sucedería en la cima, cuando saliera la luna y se extendieran
los pálidos vapores. Durante tres días estuvieron subiendo más y más, hacia el techo del mundo; luego
acamparon, en espera de que se nublara la luna.
Durante cuatro noches esperaron en vano las nubes, mientras la luna derramaba su frío
resplandor a través de las tenues y lúgubres brumas que envolvían el mudo pináculo. Y la quinta noche,
en que salió la luna llena, Barzai vio unos nubarrones densos a lo lejos, por el norte, y ni él ni Atal se
acostaron, observando cómo se acercaban. Espesos y majestuosos, navegaban lenta y deliberadamente;
y rodearon el pico muy por encima de los observadores, y ocultaron la luna y la cima. Durante una hora
larga estuvieron observando los dos, mientras los vapores se arremolinaban y la pantalla de nubes se
espesaba y se hacía más inquieta. Barzai era versado en la ciencia de los dioses de la tierra, y
escuchaba atento los ruidos; pero Atal, que sentía el frío de los vapores y el miedo de la noche, estaba
aterrado. Y aunque Barzai siguió subiendo más y más, y le hacía señas ansiosamente para que fuera
también, Atal tardó mucho en decidirse a seguirle.
Tan densos eran los vapores que la marcha resultaba muy penosa; y aunque Atal le siguió al fin,
apenas podía ver la figura gris de Barzai en la borrosa ladera, arriba, a la luz nublada de la luna. Barzai
marchaba muy delante; y a pesar de su edad, parecía escalar con más soltura y facilidad que Atal, sin
miedo a la pendiente que empezaba a ser demasiado pronunciada y peligrosa, salvo para un hombre
fuerte y temerario, y sin detenerse ante los grandes y negros precipicios que Atal apenas podía saltar. Y
de este modo escalaron intensamente rocas y precipicios, resbalando y tropezando, sobrecogidos a
veces ante el impresionante silencio de los fríos y desolados pináculos y mudas pendientes de granito.
Súbitamente, Barzai desapareció de la vista de Atal, y salvó una tremenda cornisa que parecía
sobresalir y cortar el camino a todo escalador que no estuviese inspirado por los dioses de la tierra. Atal
estaba muy abajo, pensando qué haría cuando llegara a dicho punto, cuando observó curiosamente que
la luna había aumentado, como si el despejado pico y lugar de reunión de los dioses estuviese muy
cerca. Y mientras gateaba hacia la cornisa saliente y hacia el cielo iluminado, sintió los más grandes
terrores de su vida. Y entonces, a través de las brumas de arriba, oyó la voz de Barzai que gritaba
locamente, de gozo:
—¡He oído a los dioses. He oído a los dioses de la tierra cantar dichosos en el Hatheg-Kla!
¡Barzai el profeta conoce las voces de los dioses de la tierra! Las brumas son tenues y la luna brillante;
hoy veré a los dioses danzar frenéticos en el Hatheg-Kla, que tanto amaron en su juventud. La sabiduría
hace a Barzai más grande aún que los dioses de la tierra, y los encantos y barreras de todos ellos no
pueden nada contra su voluntad; Barzai contemplará a los dioses de la tierra, aunque ellos detesten ser
contemplados por los hombres.
Atal no podía oír las voces que Barzai oía, pero ahora estaban cerca de la cornisa, y buscaba un
paso. Y entonces, oyó crecer la voz de Barzai de forma más sonora y estridente:
—La niebla es muy tenue, y la luna arroja sombras sobre las laderas; las voces de los dioses de
la tierra son violentas y airadas; temen la llegada de Barzai el Sabio, porque es más grande que ellos...
La luz de la luna fluctúa, y los dioses de la tierra danzan frente a ella; veré danzar sus formas, saltando y
aullando a la luz de la luna... La luz se debilita; los dioses tienen miedo...
Mientras Barzai gritaba estas cosas, Atal notó un cambio espectral en todo el aire, como si las
leyes de la tierra cedieran ante otras leyes superiores; porque aunque el sendero era más pronunciado
que nunca, el asenso se había vuelto espantosamente fácil, y la cornisa apenas fue un obstáculo cuando
llegó a ella y trepó peligrosamente por su cara convexa. El resplandor de la luna se había apagado
extrañamente; y mientras Atal se adelantaba en las brumas, monte arriba, oyó a Barzai el Sabio gritar
entre las sombras:
—La luna es oscura, y los dioses danzan en la noche; hay terror en la noche; hay terror en el
cielo, pues la luna ha sufrido un eclipse que ni los libros humanos ni los dioses de la tierra han sido
capaces de predecir... Hay una magia desconocida en el Hatheg-Kla, pues los gritos de los dioses
asustados se han convertido en risas, y las laderas de hielo ascienden interminablemente hacia los cielos
tenebrosos, en los que ahora me sumerjo... ¡Eh! ¡Eh! ¡Al fin! ¡En la débil luz, he percibido a los dioses de
la tierra!
Y entonces Atal, deslizándose monte arriba con vertiginosa rapidez por inconcebibles pendientes,
oyó en la oscuridad una risa repugnante, mezclada con gritos que ningún hombre puede haber oído salvo
en el Fleguetonte de inenarrables pesadillas; un grito en el que vibró el horror y la angustia de una vida
tormentosa comprimida en un instante atroz:
—¡Los otros dioses! ¡Los otros dioses! ¡Los dioses de los infiernos exteriores que custodian a los
débiles dioses de la tierra!... ¡Aparta la mirada!... ¡Retrocede!... ¡No mires! ¡No mires! La venganza de los
abismos infinitos... Ese maldito, ese condenado precipicio... ¡Misericordiosos dioses de la tierra, estoy
cayendo al cielo!
Y mientras Atal cerraba los ojos, se taponaba los oídos, y trataba de descender luchando contra
la espantosa fuerza que le atraía hacia desconocidas alturas, siguió resonando en el Hatheg-Kla el
estallido terrible de los truenos que despertaron a los pacíficos aldeanos de las llanuras y a los honrados
ciudadanos de Hatheg, de Nir y de Ulthar, haciéndoles detenerse a observar, a través de las nubes, aquel
extraño eclipse que ningún libro había predicho jamás. Y cuando al fin salió la luna, Atal estaba a salvo
en las nieves inferiores de la montaña, fuera de la vista de los dioses de la tierra y de los otros dioses.
Ahora se dice en los mohosos Manuscritos Pnakóticos que Sansu no descubrió otra cosa que
rocas mudas y hielo, la vez que escaló el Hatheg-Kla en la juventud del mundo. Sin embargo, cuando los
hombres de Ulthar y de Nir y de Hatheg, reprimieron sus temores y escalaron ese día esa cumbre
encantada en busca de Barzai el Sabio, encontraron grabado en la roca desnuda de la cima un símbolo
extraño y ciclópeo de cincuenta codos de ancho, como si la roca hubiese sido hendida por un titánico
cincel. Y el símbolo era semejante al que los sabios descubrieron en esas partes espantosas de los
Manuscritos Pnakóticos tan antiguas que no se pueden leer. Eso encontraron.
Jamás llegaron a encontrar a Barzai el Sabio, ni lograron convencer al santo sacerdote Atal para
que rezase por el descanso de su alma. Y todavía hoy, las gentes de Ulthar y de Nir y de Hatheg tienen
miedo de los eclipses, y rezan por la noche, cuando los pálidos vapores ocultan la cumbre de la montaña
y la luna. Y por encima de las brumas de Hatheg-Kla, los dioses de la tierra danzan a veces con
nostalgia; porque saben que no corren peligro, y les encanta venir a la desconocida Kadath en sus naves
de nube a jugar como antaño, como hacían cuando la tierra era nueva y los hombres no escalaban las
regiones inaccesibles.
F I N

H. P. LOVECRAFT
POLARIS
POLARIS
H. P. LOVECRAFT
El resplandor de la Estrella Polar penetra por la ventana norte de mi cámara. Allí brilla durante
todas las horas espantosas de negrura. Y durante el otoño, cuando los vientos del norte gimen y
maldicen, y los árboles del pantano, con las hojas rojizas, susurran cosas en las primeras horas de la
madrugada bajo la luna menguante y cornuda, me siento junto a la ventana y contemplo esa estrella. En
lo alto tiembla reluciente Casiopea, hora tras hora, mientras la Osa Mayor se eleva pesadamente por
detrás de esos árboles empapados de vapor que el viento de la noche balancea. Antes de romper el día,
Arcturus parpadea rojozo por encima del cementerio de la loma, y la Cabellera de Berenice resplandece
espectral allá, en el oriente misterioso; pero la Estrella Polar sigue mirando con recelo, fija en el mismo
punto de la negra bóveda, parpadeando espantosamente como un ojo insensato y vigilante que pugna
por transmitir algún extraño mensaje, aunque no recuerda nada, salvo que un día tuvo un mensaje que
transmitir. Sin embargo, cuando el cielo se nubla, consigo conciliar el sueño.
Nunca olvidaré la noche de la gran aurora, cuando jugaban sobre el pantano los horribles
centelleos de la luz demoníaca. Después de los destellos llegaron las nubes, y luego el sueño.
Y bajo una luna menguante y cornuda, vi la ciudad por primera vez. Se asentaba, callada y
soñolienta, sobre una meseta que se alzaba en una depresión entre extraños picos. Sus murallas eran de
horrible mármol, al igual que sus torres, columnas, cúpulas y pavimentos. En las calles había columnas
de mármol en cuya parte superior se alzaban esculpidas imágenes de hombres graves y barbados. El
aire era cálido y manso. Y en lo alto, apenas a diez grados del cenit, brillaba vigilante esa Estrella Polar.
Mucho tiempo estuve contemplando la ciudad sin que llegara el día. Cuando el rojo Aldebarán, que
parpadea a baja altura sin ponerse, llevaba ya hecho un cuarto de su camino por el horizonte, vi luz y
movimiento en las casas y las calles. Formas extrañamente vestidas, a un tiempo nobles y familiares,
deambulaban bajo la luna menguante y cornuda; los hombres hablaban sabiamente en una lengua que
yo entendía, si bien era distinta de la que conocía. Y cuando el rojo Aldebarán hubo recorrido más de la
mitad de su trayecto, volvió el silencio y la oscuridad.
Al despertar ya no fui el de antes. Había quedado grabada en mi memoria la visión de la ciudad, y
en mi alma había despertado un recuerdo brumoso, de cuya naturaleza no estaba entonces seguro.
Después, en las noches de cielo nublado en que podía dormir, vi con frecuencia la ciudad; unas veces
bajo los rayos cálidos y dorados de un sol que nunca se ponía y giraba alrededor del horizonte. Y en las
noches claras, la Estrella Polar miraba de soslayo como no lo había hecho nunca.
Gradualmente, empecé a preguntarme cuál podía ser mi sitio en aquella ciudad de la extraña
meseta entre extraños picos. Contento al principio de contemplar el paisaje como una presencia
incorpórea que todo lo observaba, deseé luego definir mi relación con ella, y hablar con los hombres
graves que a diario discutían en las plazas. Me dije a mí mismo: “Esto no es un sueño; pues, ¿por qué
medio puedo probar que es más real esa otra vida de las casas de piedra y ladrillo, al sur del siniestro
pantano y del cementerio de la loma, donde cada noche la Estrella Polar atisba furtiva por mi ventana?”.
Una noche, mientras escuchaba el discurso en la gran plaza de numerosas estatuas,
experimenté un cambio, y noté que al fin tenía forma corporal. Pero no era un extraño en las calles de
Olathoe, la ciudad de la meseta de Sarkia, situada entre los picos Noton y Kadiphonek. Era mi amigo Alos
quien hablaba, y su discurso era grato a mi alma, ya que era el discurso del hombre sincero y del patriota.
Esa noche tuve noticia de la caída de Daikos y del avance de los inutos, demonios achaparrados,
amarillos y horribles que cinco años antes habían surgido del desconocido occidente para asolar los
confines de nuestro reino y sitiar muchas de nuestras ciudades. Una vez tomadas las plazas fortificadas
al pie de las montañas, su camino quedaba ahora expedito hacia la meseta, a menos que cada
ciudadano resistiese con la fuerza de diez hombres. Pues las rechonchas criaturas eran poderosas en las
artes de la guerra, y no conocían aquellos escrúpulos de honor que impedían a nuestros hombres altos y
de ojos grises, habitantes de Lomar, emprender una conquista despiadada.
Mi amigo Alos mandaba todas las fuerzas de la meseta, y en él se cifraba la última esperanza de
nuestro país. En este momento, hablaba de los peligros que había que afrontar, y exhortaba a los
hombres de Olathoe, los más bravos de los lomarianos, a perpetuar la tradición de sus antepasados,
quienes al verse obligados a abandonar Zobna y desplazarse hacia el sur ante el avance de los hielos
(incluso nuestros descendientes tendrán que dejar un día las tierras de Lomar), barrieron gallarda y
victoriosamente a los gnophkehs, caníbales belludos y de largos brazos que se oponían a su paso. Alos
me había rechazado como guerrero, ya que era débil y propenso a extraños desmayos cuando me
sometía a la fatiga y al esfuerzo. Pero mis ojos eran los más agudos de la ciudad, a pesar de las largas
horas que yo dedicaba cada día al estudio de los manuscritos Pnakóticos y del saber de los Padres
Zbanarianos; de modo que mi amigo, no queriendo condenarme a la inacción, me concedió el penúltimo
deber en importancia: me envió a la atalaya de Thapnen para hacer allá de ojos de nuestro ejercito. En
caso de que los inutos intentasen conquistar la ciudadela por el estrecho paso que hay detrás del pico de
Noth, y sorprender por allí a la guarnición, yo debía encender la señal de fuego que advertía a los
soldados que aguardaban, y salvar la ciudad de su inmediata destrucción.
Subí solo a la torre, ya que los hombres fuertes eran todos necesarios abajo en los desfiladeros.
Tenía el cerebro dolorosamente embotado por la excitación y el cansancio, ya que no había dormido
desde hacía muchos días; pero mi resolución era firme, pues amaba mi tierra natal de Lomar, y la
marmórea ciudad de Olathoe, situada entre los picos Noton y Kadiphonek.
Pero cuando estaba en la cámara más alta de la torre, percibí la luna roja, siniestra, menguante,
cornuda, temblando entre los vapores que flotaban sobre el lejano valle de Banof. Y a través de su
abertura del techo brilló la pálida Estrella Polar, parpadeando como si estuviera viva, y mirando furtiva
como un demonio de tentación. Creo que su espíritu me susurró consejos malvados, sumiéndome en
traidora somnolencia con una rítmica y condenable promesa que repetía una y otra vez:
“Duerme, vigía, hasta que las esferas
Giren veintiséis mil años
Y yo regrese
Al lugar donde ahora ardo.
Después, otros astros surgirán
En el eje de los cielos
Astros que sosieguen, astros que bendigan
Sólo cuando mi órbita concluya
Turbará el pasado tu puerta".
En vano traté de vencer mi somnolencia, intentando relacionar estas extrañas palabras con
alguno de los saberes celestes que yo había aprendido en los manuscritos Pnakóticos. Mi cabeza,
pesada y vacilante, se dobló sobre mi pecho; y cuando volví a mirar, fue en un sueño, y la Estrella Polar
sonreía burlonamente a través de una ventana, por encima de los horribles y agitados árboles de un
pantano soñado. Y aún continúo soñando.
En mi vergüenza y desesperación, grito a veces frenéticamente, suplicando a las criaturas
soñadas de mi alrededor que me despierten, no vaya a ser que los inutos suban furtivamente por detrás
del pico de Noton y tomen la ciudadela por sorpresa; pero estas criaturas son demonios: se ríen de mí y
me dicen que no sueño. Se burlan mientras duermo; entretanto, puede que los enemigos achaparrados y
amarillos se estén acercando a nosotros con sigilo. He faltado a mi deber y he traicionado a la marmórea
ciudad de Olathoe. He sido desleal a Alos, mi amigo y capitán. Sin embargo, estas sombras de mis
sueños se burlan de mí. Dicen que no existe ninguna tierra de Lomar, salvo en mis nocturnos desvaríos;
que en esas regiones donde la Estrella Polar brilla en lo alto, y donde el rojo Aldebarán se arrastra
lentamente por el horizonte, no ha habido otra cosa que hielo y nieve durante milenios, ni otros hombres
que esas criaturas rechonchas y amarillas, marchitas por el frío, que se llaman “esquimales”.
Y mientras escribo en mi culpable agonía, frenético por salvar a la ciudad cuyo peligro aumenta a
cada instante, y lucho en vano por liberarme de esta pesadilla en la que parece que estoy en una casa de
piedra y de ladrillos, al sur de un siniestro pantano y un cementerio en lo alto de una loma, la Estrella
Polar, perversa y monstruosa, mora desde la negra bóveda y parpadea horriblemente como un ojo
insensato que pugna por transmitir algún mensaje; aunque no recuerda nada, salvo que un día tuvo un
mensaje que transmitir.

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